El Padrino - Mario Puzo 12 стр.


Don Corleone no hizo demostración alguna de agradecimiento por el cumplido.

– ¿Qué porcentaje para mi Familia? -se limitó a preguntar.

Los ojos de Sollozzo brillaron con astucia.

– El cincuenta por ciento -hizo una corta pausa y añadió, con voz que parecía una caricia-: El primer año, su parte ascendería a tres o cuatro millones de dólares. Luego sería mucho más.

– ¿Y qué porcentaje se llevará la familia Tattaglia? -preguntó Don Corleone.

Por vez primera, Sollozzo parecía nervioso.

– Recibirán algo de mi parte. Necesito un poco de ayuda de ellos.

– Así, pues -dijo don Corleone-, voy a recibir el cincuenta por ciento sólo por prestar ayuda financiera y protección legal. No tendré que preocuparme por las operaciones ni por nada. ¿Es eso lo quiere usted decirme?

Sollozzo asintió con un gesto.

– Si usted considera que dos millones de dólares en efectivo no es sino ayuda financiera, le felicito sinceramente, Don Corleone.

– He consentido en recibirle -replicó con calma el Don-sólo por el respeto que me inspira la familia Tattaglia y porque he oído que es usted un hombre serio y digno de respeto. Aunque me veo obligado a decirle no, me siento obligado a explicar las razones de mi negativa. Los beneficios, en el asunto que usted me propone, son enormes, pero también lo son los riesgos. Su operación, si tomáramos parte en ella, podría perjudicar el resto de mis intereses. Es verdad que tengo muchos, muchos amigos en el campo de la política, pero no serían tan tolerantes si en lugar de dedicarme al juego, negociara con los narcóticos. A su entender el juego es algo así como el licor, un vicio sin importancia. En cambio, opinan que las drogas son algo muy perjudicial para la gente. No, no proteste. Le estoy diciendo lo que piensan ellos, no mi opinión. El modo en que un hombre se gane la vida es algo que no me incumbe. Lo único que le estoy diciendo es que este negocio suyo es 113 muy arriesgado. Todos los miembros de mi Familia han vivido muy bien durante los últimos diez años; sin peligro y sin daño alguno. No puedo permitirme el lujo de ponerlos a todos en la cuerda floja.

El único signo visible de la decepción de Sollozzo fue una rápida mirada alrededor de la habitación, como si esperara que Hagen o Sonny acudieran en su ayuda.

– ¿Es que le preocupa la seguridad de sus dos millones? -preguntó luego.

– No -fue la fría respuesta del Don.

– La familia Tattaglia avalaría su inversión -insistió Sollozzo.

En ese momento Sonny Corleone cometió un imperdonable error de juicio y de forma.

– ¿La familia Tattaglia garantiza nuestra inversión sin compensación alguna por nuestra parte?

Ante la enormidad del desliz, Hagen se echó a temblar. Vio que el Don dirigía una mirada gélida a su hijo mayor, que, aun sin saber por qué, se estremeció. Los ojos de Sollozzo brillaban ahora de satisfacción. Había descubierto una grieta en la fortaleza del Don. Cuando el Don habló, su tono era de despedida:

– Los jóvenes son codiciosos. Y los de esta generación carecen de modales; interrumpen a sus mayores y se meten donde no les llaman. Pero mis hijos han sido siempre mi debilidad, y temo haberlos mimado en exceso. Ya se habrá dado cuenta. Signar Sollozzo, mi no es definitivo. No obstante, quiero que sepa que le deseo toda clase de venturas en sus negocios, que no interfieren en los míos. Siento haberle decepcionado.

Sollozzo hizo una leve reverencia, estrechó la mano del Don y dejó que Hagen lo acompañara hasta el coche que le aguardaba fuera. Su rostro era impasible cuando se despidió de Hagen.

De nuevo en el despacho, Don Corleone preguntó a Hagen:

– ¿Qué opinas de ese hombre?

– Es un verdadero siciliano -contestó Hagen, lacónico.

El Don movió pensativamente la cabeza. Luego se volvió hacia su hijo.

– Santino, nunca dejes que los que no pertenecen a la Familia sepan lo que realmente piensas. Me parece que el sucio asunto que tienes con esa joven te ha reblandecido el cerebro. Déjate de amoríos y ocúpate de los negocios. Ahora, apártate de mi vista.

Hagen vio que el rostro de Sonny expresaba sorpresa primero e ira después, y pensó que tal vez había imaginado que su padre ignoraba lo de Lucy. ¿Y no era consciente del peligroso error que había cometido? Si eso era cierto, Hagen nunca desearía ser el _consigliere_ de Santino Corleone, si éste llegara a ser Don.

Don Corleone esperó a que su hijo saliera de la estancia. Luego se sentó en su sillón de cuero y pidió una copa. Hagen le sirvió un vaso de anisete. El Don lo miraba fijamente.

– Dile a Luca Brasi que venga a verme -ordenó.

Tres meses más tarde, estando Hagen en su oficina de la ciudad despachando rápidamente una serie de documentos rutinarios, pues quería terminar pronto ya que deseaba acompañar a su esposa y a los niños a hacer algunas compras navideñas, fue interrumpido por una llamada telefónica. Era Johnny Fontane, quien por el tono de voz parecía ser completamente feliz. Ya habían terminado el rodaje y la película sería un éxito. El regalo de Navidad que tenía preparado para el Don haría que éste cayera de espaldas, pero de momento no podía ir a traerlo, pues aún faltaba ultimar algunos detalles de la película. Tendría que permanecer unos días en la Costa Oeste. Hagen trataba de ocultar su impaciencia. El encanto de Johnny nunca había hecho mella en él. Pero las palabras de Johnny habían despertado su curiosidad.

– ¿Qué va a ser el regalo?

– No puedo decirlo -contestó Johnny, en tono de broma-. La sorpresa es un factor importante en los regalos.

Hagen perdió todo interés por el asunto, y luego, con toda cortesía, se las arregló para colgar casi de inmediato.

Diez minutos más tarde, su secretario le dijo que Connie Corleone estaba al teléfono y que quería hablar con él. Hagen suspiró. De soltera, Connie había sido encantadora, pero se había convertido en una verdadera lata. Se quejaba de su marido, e incluso algunas veces se instalaba por tres o cuatro días en casa de sus padres… Claro que Carlo Rizzi era una nulidad. Su suegro le había procurado un negocio que, bien llevado, hubiera permitido al matrimonio vivir bien. Pero el negocio estaba derrumbándose, y además Carlo bebía, iba con otras mujeres, jugaba, y, de vez en cuando, pegaba a su esposa. Connie nada había dicho a sus padres y hermanos respecto a esto último, pero sí se lo había contado a Hagen. Ahora éste se preguntaba qué nuevas desgracias tendría que contarle.

Pero Connie parecía haberse dejado arrastrar por el espíritu de la Navidad. Sólo quería preguntar a Hagen qué podría regalar a su padre. Y a Sonny, a Fred, a Mike… El regalo para su madre estaba ya decidido. Hagen le hizo algunas sugerencias, que ella se apresuró a rechazar de plano. Finalmente, le dejó en paz.

Cuando el teléfono volvió a sonar, Hagen metió todos los documentos en el cajón. Al diablo con ellos. Se marcharía, y en paz.

Pero ni siquiera le pasó por la cabeza la idea de no contestar el teléfono. Cuando su secretario le dijo que era Michael Corleone, cogió de buena gana el auricular. Mike siempre le había caído simpático.

– Tom -dijo Michael Corleone-, mañana iré con Kay a la ciudad. Tengo algo muy importante que decir al viejo antes de Navidad. ¿Estará en casa mañana por la noche?

– Sí -contestó Hagen-. No saldrá de la ciudad hasta después de Navidad. ¿Puedo hacer algo por ti? Michael era tan reservado como su padre.

– No -dijo-. Espero que nos veamos por Navidad, pues todo el mundo estará en Long Beach ¿no es así?

– De acuerdo -dijo Hagen, satisfecho de que Mike no le hubiera entretenido hablando de tonterías.

Pidió a su secretario que llamara a su esposa para decirle que llegaría a casa un poco tarde, aunque a tiempo para cenar, y salió del edificio. Se dirigía, con paso rápido, hacia Macy's, cuando de pronto notó que alguien andaba junto a él. Sorprendido, vio que era Sollozzo. Éste le tomó del brazo y dijo, en voz apenas audible:

– No se alarme; sólo deseo hablar con usted.

Mientras, se había abierto la puerta de un automóvil estacionado junto a la acera.

– Suba; quiero hablarle -le ordenó Sollozzo.

Sin el menor asomo de confianza, Hagen subió al vehículo.

Michael Corleone había mentido a Hagen. Estaba ya en Nueva York, y le había llamado desde el hotel Pennsylvania, situado a menos de diez manzanas de distancia. Cuando el joven hubo colgado el auricular, Kay Adams se sacó el cigarrillo de la boca.

– Mike, he de reconocer que tienes carácter.

Michael se sentó junto a ella, en la cama.

– Todo lo he hecho por ti, cariño. Si hubiese dicho a mi familia que estábamos en la ciudad, habríamos tenido que ir con ellos. Nos hubiésemos perdido la cena y el teatro, aparte de que habría sido imposible que durmiéramos juntos. Sin estar casados, mi padre no lo hubiera consentido.

Abrazó a la muchacha y la besó. La boca de la muchacha era fresca. Mike, suavemente, la tendió junto a él y Kay cerró los ojos esperando que le hiciera el amor. El joven Corleone se sentía enormemente feliz. Había pasado los años de la guerra luchando en el Pacífico, y en aquellas islas ensangrentadas había soñado muchas veces con una chica como Kay Adams, con una belleza como la suya. Un cuerpo esbelto y bien torneado, una piel blanca y suave, un temperamento apasionado. Ella abrió los ojos y le besó. Estuvieron amándose hasta la hora de la cena.

Después de cenar pasearon un rato por delante de las iluminadas tiendas, llenas de clientes.

– ¿Qué regalo te gustaría para Navidad? -le preguntó Michael de repente.

– El regalo que más me gusta eres tú -repuso ella, apretándose contra su cuerpo-. ¿Crees que tu padre me aceptará?

– Eso no es lo más importante. ¿Me aceptarán los tuyos?

– No me preocupa en absoluto -concluyó Kay, encogiéndose de hombros.

– Incluso había pensado en cambiarme el nombre; legalmente, claro está -comentó Michael en tono reflexivo-. Pero creo que si algo ocurriera, eso no serviría de nada. ¿Estás segura de que quieres ser una Corleone?

Había hecho la pregunta sólo medio en broma, pero Kay, con profundo convencimiento, afirmó:

– Sí.

Se apretaron el uno contra el otro. Habían decidido casarse durante aquella semana navideña, sin ceremonia alguna, contando únicamente con el juez y dos testigos. Michael había insistido en que debía hablar de ello a su padre. Le había explicado que su padre no se opondría, siempre que la boda no se hiciera en secreto, pero Kay tenía sus dudas. Ella no pensaba decírselo a sus padres hasta después de la ceremonia.

– Naturalmente, supondrán que estoy embarazada.

– Es lo que creerán también mis padres -añadió Michael, sonriendo.

Lo que ninguno de los dos mencionó fue el hecho de que Michael tendría que cortar los estrechos lazos que le unían a su familia. Ambos sabían que dichos lazos habían comenzado ya a aflojarse, y se sentían algo culpables por ello. Habían planeado que terminarían sus estudios y se verían únicamente durante los fines de semana y las vacaciones de verano. Serían muy felices.

Después de cenar, fueron al teatro. La obra se titulaba Carrousel y era la historia sentimental de un ladrón gallardo y galante. El argumento los mantuvo con la sonrisa en los labios durante toda la representación. Cuando salieron del teatro hacía frío.

– Cuando estemos casados ¿me pegarás y me regalarás luego una estrella para que te perdone? -preguntó Kay, mimosa.

– Voy a ser profesor de matemáticas -contestó Mike, riendo-. ¿Quieres comer algo antes de volver al hotel?

Kay hizo un gesto negativo, a la vez que le dirigía una mirada cargada de intención. Michael se sentía admirado por el hecho de que la muchacha estuviera siempre dispuesta a hacer el amor. Se pararon un momento y en la fría calle se besaron apasionadamente. Michael, sin embargo, tenía hambre, por lo que decidió encargar que le subieran un par de bocadillos a la habitación. En el vestíbulo del hotel, Michael dijo a Kay:

– Compra algunos periódicos, mientras voy a buscar la llave.

Tuvo que esperar un rato en recepción, pues aunque la guerra ya había terminado, el hotel andaba todavía escaso de servicio. Cuando tuvo la llave en sus manos, Kay estaba aún en el puesto de periódicos. Tenía la vista fija en una de sus páginas. Michael se acercó a ella. Kay le miró con los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Oh, Mike! -exclamó, sollozando. El joven tomó el periódico. Lo primero que vio fue una fotografía de su padre caído en la calle, rodeado de un charco de sangre. Cerca de él se veía a un hombre llorando. Era su hermano Freddie. Michael Corleone sintió que un frío glacial se apoderaba de todo su cuerpo. No sentía aflicción ni temor, sólo una rabia fría.

– Sube a la habitación -ordenó a Kay. Pero tuvo que tomarla del brazo y acompañarla. Caminaban en silencio. Una vez en la habitación, Michael se sentó en la cama y abrió el periódico. Los titulares rezaban: «Disparos contra Vito Corleone. Uno de los reyes del crimen ha sido gravemente herido. Se le ha operado bajo fuerte escolta policíaca. Se teme un sangriento ajuste de cuentas entre bandas rivales».

Michael sintió que las piernas se negaban a sostenerle.

– No ha muerto. Esos cerdos no han podido con él -dijo a Kay.

Volvió a leer el periódico. El atentado había ocurrido a las cinco de la tarde. Eso significaba que mientras él había estado haciendo el amor, cenando y disfrutando de un divertido espectáculo, su padre había estado debatiéndose entre la vida y la muerte. Michael se sintió profundamente culpable.

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