Scaramouche - Sabatini Rafael 26 стр.


– Exactamente ?qu? es lo que se traen entre manos? -pregunt?-. ?Si te hacen representante de Breta?a no tendr?s escr?pulo en matar de una estocada al marqu?s?

– Si el se?or marqu?s as? lo desea, como sin duda suceder?, no tendr? ning?n inconveniente.

– Advierto la distinci?n. Eres muy ingenioso -dijo Danton entre burl?n y despreciativo, y volvi?ndose a Le Chapelier, a?adi?-: ?C?mo dices que empez? este***, como abogado, verdad?

– S?, primero fue abogado y despu?s saltimbanqui.

– ?Y he aqu? el resultado!

– Como si dij?ramos. Despu?s de todo, t? y yo nos parecemos en algo -dijo Andr?-Louis.

– ?Qu??

– Al igual que t?, una vez yo incit? a otros para que mataran al hombre que yo quer?a ver muerto. Por supuesto, t? dir?as que eso es una cobard?a.

Le Chapelier se prepar? para lo peor, dispuesto a separar a los dos hombres, pues un nubarr?n apareci? en la frente del gigante. Pero enseguida se disip?, y una gran carcajada vibr? en la habitaci?n.

– Me has tocado por segunda vez, y en el mismo sitio. Se ve que sabes esgrimir, muchacho. Seremos buenos amigos. Puedes visitarme en la rue des Cordeliers. Cualquier golfo en el barrio te dir? d?nde est? la casa de Danton. Desmoulins vive en los bajos. Te espero cualquiera de estas tardes. Para un amigo siempre hay una botella de vino.

Despu?s de una ausencia de m?s de una semana, el se?or marqu?s de La Tour d'Azyr estaba de regreso en su esca?o de la Asamblea Nacional. En realidad, en aquel entonces ya se pod?a hablar de ?l como el ex marqu?s de La Tour d'Azyr, pues en septiembre de 1790, ya hac?a dos meses que se hab?a aprobado el decreto -puesto en marcha por Le Chapelier, ese bret?n que abogaba en pro de la igualdad de derechos- suprimiendo la nobleza hereditaria, pues as? como la marca con hierro candente o la horca no ultrajan a los posiblemente honrados descendientes de un malvado presidiario, tampoco el blas?n glorifica autom?ticamente al posible indigno descendiente de alguien que ha probado su val?a. De modo que aquel decreto envi? al basurero de la historia los escudos de armas que una ilustrada generaci?n de fil?sofos no toleraba. El se?or conde de La Fayette, que apoy? la moci?n, dej? la Asamblea convertido simplemente en el se?or Motier, el gran tribuno conde de Mirabeau pas? a ser el se?or Riquetti, y el marqu?s de La Tour d'Azyr se transform? en el se?or Lesarques. La idea surgi? en uno de aquellos momentos de exaltaci?n motivados por la proximidad del gran Festival Nacional del Champ de Mars, y sin duda los que se prestaron a ello se arrepintieron al d?a siguiente. De este modo, a pesar de ser una nueva ley, nadie se preocupaba por hacerla respetar.

En fin, que corr?a el mes de septiembre, y el tiempo era lluvioso, y algo de su humedad y de su lobreguez parec?a haber penetrado en el gran sal?n del Man?ge, donde en ocho hileras de verdes esca?os, dispuestos el?pticamente en gradas ascendentes en el espacio conocido como

– No, amigo; yo soy Scaramouche: el sutil y peligroso Scaramouche, que consigue sus prop?sitos tortuosamente. -Y entonces, ya en voz alta, continu?-: El se?or presidente habr? advertido que algunos de los aqu? presentes no comprenden el prop?sito por el que nos hemos reunido, que es el de hacer leyes para que Francia pueda gobernarse equitativamente, para que pueda salir de la bancarrota, donde corre peligro de hundirse para siempre. Pero, seg?n parece, hay algunos que en vez de leyes quieren sangre, y yo solemnemente les advierto que esa sangre acabar? por ahogarles, si no aprenden a tiempo a renunciar a la fuerza para que prevalezca la raz?n.

De nuevo hubo algo en aquella frase que le result? familiar al se?or de La Tour d'Azyr. En el guirigay que sigui?, el ex marqu?s se volvi? al caballero de Chabrillanne, que estaba sentado a su lado, y le dijo:

– Es un canalla muy osado ese bastardo de Gavrillac.

Chabrillanne le mir? con los ojos llameantes y el rostro l?vido de ira.

– Dejadle que hable. No creo que volvamos a o?rle nunca m?s. Dej?dmelo a m?.

Despu?s de o?r aquellas palabras, y sin saber a ciencia cierta la causa, el se?or de La Tour d'Azyr se sinti? m?s aliviado. Antes hab?a pensado que ten?a que hacer algo, que aqu?l era un desaf?o que hab?a que aceptar. Pero a pesar de su rabia, se sent?a extra?amente desganado. Supon?a que esa sensaci?n se deb?a a que Andr?-Louis le hac?a recordar el desagradable episodio del joven que hab?a matado cerca de la posada El Bret?n Armado, en Gavrillac. No era que se reprochara haber matado a Philippe de Vilmorin, pues el otrora marqu?s cre?a plenamente justificada su acci?n. Era que en su memoria reviv?a un espect?culo desagradable: el de aquel muchacho desconsolado, arrodillado junto al cad?ver del amigo a quien tanto hab?a amado, suplic?ndole que lo matara tambi?n a ?l y grit?ndole, para incitarle, «asesino» y «cobarde».

Mientras tanto, apart?ndose ahora del tema de la muerte de Lagron, el diputado suplente se hab?a concentrado en la cuesti?n que se debat?a. Lo que dijo no aport? nada nuevo; su discurso fue insignificante. No era el verdadero motivo que le hab?a impulsado a subir a la tribuna, era s?lo el pretexto.

M?s tarde, cuando Andr?-Louis sal?a del vest?bulo, acompa?ado por Le Chapelier, se encontr? de pronto rodeado por un grupo de diputados que le serv?a de guardia de honor. La mayor?a eran bretones que intentaban protegerle de las provocaciones que sus audaces palabras en la Asamblea pod?an acarrearle. En eso, el macizo Mirabeau apareci? a su lado.

– Le felicito, Moreau -dijo el insigne hombre-. Lo ha hecho muy bien. Evidentemente ahora querr?n su sangre. Pero sea discreto y no se deje arrastrar por falsos sentimientos quijotescos. Ignore sus provocaciones, como hago yo. Cada vez que un espadach?n me desaf?a, lo anoto en una lista. Ya son alrededor de cincuenta, y ah? se quedar?n. Ni?gueles ese placer que ellos llaman una satisfacci?n, y todo ir? bien.

Andr?-Louis sonri? suspirando.

– Se necesita valor para eso -dijo hip?critamente.

– Por supuesto. Pero, seg?n parece, a usted le sobra valor.

– No lo suficiente, quiz?s. Pero har? lo que pueda.

Atravesaron el vest?bulo, y aunque all? estaban los arist?cratas aguardando enfurecidos al joven que les hab?a insultado flagrantemente desde la tribuna, la escolta que acompa?aba a Andr?-Louis evit? que se le acercaran.

Sin embargo, cuando salieron al aire libre, bajo la marquesina de la puerta cochera, sus improvisados guardaespaldas se dispersaron. Afuera llov?a a c?ntaros. El suelo estaba lleno de barro, y por un momento, Andr?-Louis, que segu?a acompa?ado por Le Chapelier, vacil? antes de salir bajo aquel diluvio.

El vigilante Chabrillanne crey? que hab?a llegado la ocasi?n que estaba esperando y, exponi?ndose a mojarse con la lluvia, fue a situarse frente al osado bret?n. Ruda, violentamente, empuj? a Andr?-Louis, como para hacerse sitio bajo la marquesina.

Andr?-Louis supo al instante cu?l era el prop?sito deliberado de aquel hombre. Todos los que estaban a su alrededor tambi?n lo comprendieron y trataron de rodearlo en vano. Andr?-Louis experiment? una profunda desilusi?n: no era a Chabrillanne a quien ?l quer?a. Al reflejarse en su rostro esa frustraci?n, el otro la interpret? equivocadamente. Pero en fin, si Chabrillanne era el designado para luchar con ?l, procurar?a hacerlo lo mejor posible.

– No me empuj?is, caballero -dijo cort?smente, apartando al reci?n llegado y procurando conservar su sitio debajo de la marquesina.

– ?Tengo que resguardarme de la lluvia! -vocifer? el otro. -Para hacerlo, no es necesario que me pis?is. No me gusta que me pisen. Tengo los pies muy delicados. Os ruego que no hablemos m?s.

– ?Por qu?, si todav?a no he hablado yo, insolente? -clam? el caballero en tono descompuesto. -?Ah, no? Yo pensaba que ibais a disculparos. -?Disculparme! -grit? Chabrillanne y se ech? a re?r-. ?Disculparme con vos? ?Sois muy chistoso! -y sin dejar de re?rse, intent? meterse de nuevo bajo la marquesina, empujando a Andr?-Louis m?s violentamente.

– ?Ay! -grit? Andr?-Louis haciendo una mueca de dolor-. Me hab?is pisado otra vez. Ya os he dicho que no me empuj?is. Hab?a levantado la voz para que todos le oyeran, y de nuevo apart? a Chabrillanne envi?ndolo bajo la lluvia. A pesar de su delgadez, el constante ejercicio de la esgrima le hab?a dado a Andr?-Louis un brazo con m?sculos de hierro. As? que el otro sali? disparado hacia atr?s, trastabill?, tropez? con una viga de madera dejada all? por los trabajadores aquella ma?ana, y cay? de nalgas en el lodo.

Un coro de risas salud? la espectacular ca?da del caballero, que se levant? todo embarrado y embisti? furiosamente a Andr?-Louis. Le hab?a puesto en rid?culo, y eso era imperdonable.

– ?sta me la pagar?is -balbuce?-. Os matar?.

Su cara enrojecida estaba casi pegada a la de Andr?-Louis, quien se ech? a re?r. En medio del silencio, todos pudieron o?r su risa y sus palabras:

– ?Era eso lo que estabais buscando? ?Por qu? no lo dijisteis antes? Me hubierais ahorrado el trabajo de lanzaros al suelo. Yo cre?a que los caballeros de vuestra clase siempre se comportaban en estos lances con decoro y con cierta gracia. De haberlo hecho as?, os hubierais ahorrado unos calzones.

– ?Cu?ndo podremos concertar el duelo? -dijo Chabrillanne, l?vido de furor.

– Cuando os plazca, se?or. A vos os corresponde decidir cu?ndo os conviene matarme, pues tal es vuestra intenci?n, como hab?is anunciado, ?verdad?

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