– Ah, pero veo que no me comprend?is del todo, se?ora. Si yo creyera que s?lo fueron motivos personales los que me hicieron participar en la santa causa de la abolici?n de los privilegios, me suicidar?a. Mi verdadera justificaci?n radica en la falta de sinceridad de aquellos que quisieron convertir la Asam blea General en un fraude para enga?ar a la naci?n.
– ?Y no es prudente la insinceridad en esos asuntos?
?l la mir? asombrado.
– ?Acaso puede ser prudente la hipocres?a?
– ?Oh, s?! Puede serlo. Creedme, tengo m?s a?os y experiencia que vos.
– Yo dir?a, se?ora, que no puede ser prudente nada que complique la existencia, y nada la complica tanto como la falta de sinceridad.
– Pero seguramente, Andr?-Louis, no estar?is tan pervertido como para no ver que todos los pa?ses necesitan una clase gobernante.
– Por supuesto. Pero no necesariamente por derecho hereditario.
– ?Y de qu? otra forma ser?a posible?
– El hombre -sentenci? epigram?ticamente Andr?-Louis-es hijo de sus propias obras. Esa herencia es mucho m?s importante que la prosapia. Un pa?s donde esa herencia predomine ser? muy superior.
– Pero… entonces ?no le otorg?is ninguna importancia a la cuna donde se nace?
– Ninguna, se?ora. De otro modo, tendr?a que avergonzarme de la m?a.
La dama se ruboriz?, y Andr?-Louis crey? haberla ofendido con su indelicadeza. Pero, en lugar del reproche que esperaba, ella le pregunt?:
– ?Y no os averg?enza? ?Nunca, Andr??
– Nunca, se?ora. Estoy contento.
– ?No hab?is echado nunca en falta el cuidado de vuestros padres?
?l se ech? a re?r, sin tomar en serio aquella caritativa pregunta que juzg? tan superflua.
– Al contrario, se?ora. Tiemblo al pensar lo que hubieran podido hacer de m?, y estoy muy orgulloso de haberme hecho a m? mismo.
Ella le mir? un momento con tristeza, y luego sonri? moviendo graciosamente la cabeza.
– Desde luego, orgullo no os falta. Sin embargo, deber?ais ver las cosas desde otro ?ngulo. ?ste es un momento de grandes oportunidades para un joven con talento y energ?a. Yo puedo ayudaros. Quiz? podr?a ayudaros a llegar muy lejos si me permitierais hacerlo a mi manera.
S?, pens? Andr?-Louis, le ayudar?a envi?ndole tambi?n a Austria con mensajes traidores de la reina, como al se?or de Plougastel. Eso sin duda le llevar?a muy lejos. Pero contest? diplom?ticamente:
– Os lo agradezco, se?ora. Pero comprender?is que no puedo servir a ninguna causa que se oponga a mis ideales.
– Os dej?is llevar por prejuicios, Andr?-Louis; por agravios personales. ?Vais a permitir que se interpongan en vuestro camino?
– Si lo que yo llamo ideales son realmente prejuicios, ?ser?a honesto oponerme a ellos aun cuando son lo que pienso?
– ?Y si yo pudiera convenceros de que est?is equivocado? Yo podr?a encontraros un empleo digno de vuestro talento. En el servicio del rey prosperar?ais r?pidamente. ?Quer?is pensarlo detenidamente y volvemos a hablar del tema en otra ocasi?n?
Pero Andr?-Louis contest? con fr?a cortes?a:
– Me temo que es in?til, se?ora. Me halaga vuestro inter?s y os lo agradezco. Pero es una desgracia que yo sea tan cabeciduro.
– ?Y ahora, qui?n es el que peca de hip?crita? -pregunt? ella.
– Ah, se?ora, como ver?is, es la falta de sinceridad la que nos lleva a conclusiones err?neas.
Y entonces apareci? el se?or de Kercadiou, un poco nervioso, diciendo que ten?a que regresar a Meudon, y que se llevar?a a su ahijado para dejarlo en su casa.
– Quiero que veng?is otra vez, Quint?n -dijo la condesa al despedirse de los dos.
– Volveremos cualquier d?a de ?stos -contest? vagamente el se?or de Gavrillac mientras empujaba a su ahijado para que entrara en el carruaje. Una vez dentro del veh?culo, le pregunt? de qu? hab?a hablado con la condesa.
– Es muy amable, y muy cari?osa -dijo Andr?-Louis pensativo.
– ?Maldita sea! No te he preguntado tu opini?n sobre ella, sino qu? te ha dicho…
– Trat? de sacarme de mi err?neo camino. Habl? de las grandes cosas que yo podr?a hacer, brind?ndome su generosa ayuda, si es que me decid?a a sentar la cabeza. Pero como no existen los milagros, no le di muchas esperanzas.
– Ya veo. ?Te dijo algo m?s?
La pregunta era tan apremiante, que Andr?-Louis se volvi? para mirarle.
– ?Qu? m?s esperabais que me dijera, padrino?
– ?Oh, nada!
– Entonces, ?la visita ha resultado tan buena como esperabais?
– ?Eh? ?Diablos! ?Por qu? no hablas claro, de modo que cualquiera te entienda sin tener que pensar tanto?
Durante el resto del trayecto hasta la rue du Hasard, el se?or de Kercadiou permaneci? cabizbajo y pensativo. O al menos eso le pareci? a Andr?-Louis. Al final, su silenciosa meditaci?n se torn? pesimista, a juzgar por su expresi?n.
– No dejes de venir a vernos a Meudon -le dijo a Andr?-Louis al despedirse-. Pero, por favor, a partir de ahora, si quieres conservar mi amistad, no debes meterte en pol?tica revolucionaria.
CAP?TULO VII Los pol?ticos
Una ma?ana de agosto Le Chapelier lleg? a la academia de esgrima acompa?ado por un hombre cuya herc?lea estatura y desagradable rostro le resultaron familiares a Andr?-Louis. Tendr?a unos treinta a?os, y unos ojos muy peque?os hundidos en una cara enorme.
Sus p?mulos eran prominentes, su nariz estaba torcida como si le hubieran dado un pu?etazo, y su boca casi no ten?a forma debido a una cicatriz, pues un toro le hab?a corneado la cara cuando era ni?o.
Y por si fuera poco, para hacer m?s horrible su apariencia, las mejillas estaban marcadas por la viruela. Vest?a chabacanamente una casaca escarlata que casi le llegaba a los tobillos y calzaba unas botas salpicadas de barro.
Su camisa, algo empercudida, estaba desabrochada en el pecho, donde ca?a una tirilla siempre deshecha, lo cual permit?a ver un cuello tan musculoso como sus hombros. En su mano izquierda balanceaba sin cesar un bast?n, que era casi una cachiporra, y en el sombrero c?nico llevaba una escarapela. Ergu?a la cabeza, como en constante desaf?o, y su aire era truculento, imponente.
Le Chapelier, tambi?n con expresi?n grave, se lo present? a Andr?-Louis:
– ?ste es Danton, de quien ya habr?s o?do hablar. Es un colega, tambi?n abogado, fundador y presidente del Club de los Cordeliers.
Por supuesto que Andr?-Louis hab?a o?do hablar de aquel hombre.
?Qui?n no lo conoc?a aunque fuera de o?das?
Ahora recordaba d?nde le hab?a visto. Era aquel hombre que se hab?a negado a quitarse el sombrero en la Comedia Francesa la noche de la tormentosa representaci?n de la tragedia
Andr?-Louis movi? la cabeza en un gesto afirmativo. Estaba pensando en Philippe de Vilmorin.
– S? -dijo-, es un viejo ardid. Y es tan sencillo y directo como ellos mismos. Lo que me asombra es que no hayan empleado antes ese recurso. En los primeros d?as de la Asamblea General, en Versalles, pod?a haberles resultado muy eficaz. Ahora me parece que es un poco tarde.
– ?Maldita sea, por eso mismo quieren recuperar el tiempo perdido! -estall? Danton-. Aqu? y all? se multiplican los desaf?os entre esos matones, que son espadachines profesionales, y los pobres diablos togados que s?lo saben esgrimir la pluma. Son verdaderos*** asesinatos. Pero si yo empezara a romperles las cabezas a los nobles con mi bast?n y a retorcerles el pescuezo con mis manos, la ley me condenar?a a la horca. ?Y eso en un pa?s que se esfuerza por conquistar su libertad! ?*** Dios! Ni siquiera me dejan ponerme el sombrero en el teatro. Pero ellos*** esos***.
– Tienes raz?n -dijo Le Chapelier-. La situaci?n es insoportable. Hace dos d?as, el se?or de Ambly amenaz? a Mirabeau con su bast?n en presencia de toda la Asamblea. Ayer el se?or de Faussigny se levant? para arengar a los suyos invit?ndoles a matar. «?Por qu? no mat?is a esos granujas con vuestras espadas?» Eso grit? delante de todos.
– Eso es mucho m?s sencillo que hacer leyes -dijo Andr?-Louis.
– Lagron, el diputado por Ancenis, en el distrito del Loira, le contest? algo que no o?mos. Al salir del sal?n del Man?ge, uno de esos matones diestros en la espada le insult? groseramente. Lagron se limit? a dar un codazo y seguir de largo; pero aquel tipejo grit? que le hab?a golpeado, y le desafi?. Esta ma?ana se batieron en los Champs Elys?es, y, por supuesto, Lagron muri? con el est?mago atravesado por un hombre que esgrim?a como un maestro, mientras que el pobre Lagron ni siquiera llevaba espada. Tuvieron que prestarle una.
Andr?-Louis segu?a pensando en Philippe de Vilmorin, cuyo caso ve?a ahora repetido hasta en los m?s m?nimos detalles, y sinti? que le herv?a la sangre en las venas. Apret? los pu?os y las mand?bulas. Los ojillos de Danton lo escudri?aban.
– ?Y bien? ?Qu? piensas de todo eso? «Nobleza obliga», ?eh? Si ellos se sienten obligados a honrar su nombre, nosotros tambi?n estamos obligados a*** a esos***. Debemos pagarles con la misma moneda; luchar con sus mismas armas, aniquilarlos y mandarlos al mism?simo infierno.
– S?, pero ?c?mo?
– ?C?mo? ?Maldita sea! ?No lo he dicho ya?
– Por eso necesitamos tu ayuda -agreg? Le Chapelier-. Entre tus mejores disc?pulos debe de haber hombres de sentimientos patri?ticos. La idea de Danton es que un grupo de ellos, digamos unos seis contigo a la cabeza, podr?an escarmentar a esos matones.
Andr?-Louis frunci? el ce?o.
– ?Y c?mo piensa el se?or Danton que eso podr?a hacerse?
El aludido contest? con vehemencia:
– Muy sencillo. Os dejamos apostados en el sal?n del Man?ge a la hora en que se suspende la sesi?n de la Asamblea. Os decimos qui?nes son los seis flebotomianos que nos est?n desangrando, y dejamos que les insult?is, antes de que ellos tengan tiempo de insultar a nuestros representantes. Y ma?ana por la ma?ana, esos seis***sangradores ser?n a su vez desangrados