Scaramouche - Sabatini Rafael 31 стр.


– ?Vuestro apellido, se?ora? -le pregunt? bruscamente. Era un hombre ?spero, al estilo de los republicanos m?s radicales, y ni siquiera se hab?a levantado cuando vio entrar a las damas. Lo m?s probable es que pensara que ?l estaba all? para desempe?ar las funciones de su cargo y no para ejercitarse en unas reglas de urbanidad que m?s bien parec?an lecciones de minu?.

– Plougastel -repiti? despu?s de o?r el apellido de la dama, sin a?adir ning?n t?tulo, como si fuera el nombre de un carnicero o un panadero. Cogi? un pesado volumen de una estanter?a que hab?a a su derecha, lo abri? y pas? las hojas-. Conde de Plougastel, palacete Plougastel, rue Paradis, ?verdad?

– Eso es, se?or -contest? la dama desplegando toda su cortes?a ante la groser?a de aquel individuo.

Durante un largo silencio el republicano estudi? ciertas anotaciones a l?piz escritas al margen del nombre del conde. Los cuarteles generales de los distintos barrios de Par?s hab?an trabajado durante las ?ltimas semanas con mucha m?s eficacia de la que cab?a imaginar.

– ?Vuestro marido os acompa?a, se?ora? -pregunt? el hombre secamente, sin siquiera levantar la vista de la hoja, pues segu?a examinando las anotaciones.

– El se?or conde no est? conmigo -dijo ella enfatizando el t?tulo.

– ?No est? con vos? -dijo el hombre mir?ndola suspicaz y burlonamente-. ?Y d?nde est??

– No est? en Par?s, se?or.

– ?Ah! Entonces estar? en Coblenza, ?no?

Un escalofr?o recorri? a la condesa hel?ndole la sangre. Hab?a algo humillante en todo aquello. ?Por qu? los cuarteles generales de los barrios ten?an que estar al tanto de los movimientos de sus vecinos? ?Qu? estaban preparando? Ten?a la sensaci?n de estar atrapada en una red invisible que le hab?an arrojado.

– No lo s?, se?or -afirm? titubeante.

– Por supuesto que no -coment? el otro, despreciativo-. Es igual. ?Y vos tambi?n quer?is salir de Par?s? ?Adonde pens?is ir?

– A Meudon.

– ?A hacer qu??

La sangre se le agolp? en la cara a la condesa. Aquello era una insolencia intolerable para una mujer acostumbrada a que siempre la trataran con la mayor deferencia, lo mismo sus inferiores que sus iguales. Sin embargo, advirtiendo que estaba frente a fuerzas completamente nuevas, se control?, reprimi? su rabia y contest? resueltamente:

– Debo llevar a esta amiga, la se?orita de Kercadiou, de regreso a casa de su t?o, quien reside all?.

– ?Eso es todo? Eso pod?is hacerlo otro d?a, se?ora. No es nada urgente.

– Perd?n, se?or. Para nosotras es muy urgente. -No me convence. Y las barreras est?n cerradas para todos los que no puedan probar que una causa urgente los obliga a salir. Tendr?is que esperar, se?ora, hasta nueva orden. Buenas noches.

– Pero, se?or…

– Buenas noches, se?ora -repiti? el hombre enf?ticamente. Era una despedida m?s desp?tica que la conocida f?rmula real: «ten?is permiso para retiraros».

La condesa y Aline salieron. Ambas temblaban de c?lera, aunque por prudencia lo disimulaban muy bien. Subieron de nuevo al coche y ordenaron que las llevaran a su casa.

El asombro de Rougane se convirti? en desaliento al saber lo ocurrido. -?Por qu? no lo intentamos en el ayuntamiento, se?ora? -sugiri?.

– ?Despu?s de esto? Ser?a in?til. Tenemos que resignarnos a permanecer en Par?s hasta que abran de nuevo las barreras.

– Tal vez entonces ya no tenga sentido para nosotras que las abran -coment? Aline.

– ?Aline! -exclam? la se?ora horrorizada.

– ?Se?orita! -exclam? Rougane en el mismo tono.

El joven comprendi? que la gente as? retenida en Par?s deb?a de correr un riesgo a?n por determinar, pero no por ello menos terrible, y se puso a pensar. Al acercarse de nuevo al palacete de los Plougastel dijo que ten?a la soluci?n del problema.

– Un salvoconducto expedido desde fuera tambi?n servir? -anunci?-. Escuchadme y confiad en m?. Yo regresar? a Meudon ahora mismo. Mi padre me dar? dos permisos, uno para m? y otro para tres personas, de Meudon a Par?s y de regreso a Meudon. Volver? a entrar en Par?s con mi salvoconducto, que luego destruir?, y juntos nos iremos los tres con el otro, que har? constar que hemos entrado durante el d?a, procedentes de Meudon. Es muy sencillo. Si me voy enseguida, podr? regresar esta misma noche.

– Pero ?c?mo saldr?is? -pregunt? Aline.

– ?Yo? ?Bah! Eso no debe inquietaros. Mi padre es alcalde de Meudon. Todo el mundo lo conoce. Ir? al ayuntamiento, y all? dir?, lo que despu?s de todo es verdad, que me he encontrado en Par?s con todas las barreras cerradas y que mi padre me espera esta noche. Me dar?n el permiso. Es muy sencillo.

De nuevo, su confianza levant? el ?nimo de las dos mujeres. Tal como ?l lo contaba, todo parec?a muy f?cil.

– Entonces, querido amigo, no olvid?is que nuestro permiso deber? ser para cuatro -dijo la se?ora de Plougastel y le se?al? al lacayo que en ese momento se apeaba del estribo.

Rougane sali? confiando en volver pronto, dej?ndolas a ellas igualmente esperanzadas con su regreso. Pero las horas pasaron una tras otra, y ya era noche cerrada y el joven no regresaba.

Esperaron hasta la medianoche, tratando cada una de mostrarse confiada para sostener la esperanza de la otra, pero ambas experimentaban una vaga premonici?n de algo funesto. Y a pesar de todo, mataban el tiempo jugando al chaquete en el gran sal?n, como si no hubiera motivo de preocupaci?n. Por fin, cuando el reloj dio las doce de la noche, la condesa se levant? suspirando:

– Volver? ma?ana por la ma?ana -dijo sin convicci?n.

– Por supuesto -agreg? Aline-. Era realmente imposible que regresara esta noche. Y, adem?s, es mucho mejor viajar de d?a. Un viaje a estas horas de la noche ser?a muy fatigoso para nosotras, se?ora.

Por la ma?ana, muy temprano, las despert? un ta?ido de campanas. Era la llamada de alarma de los barrios. Sorprendidas, oyeron tambi?n un redoble de tambores y el rumor de una multitud que marchaba. Par?s se sublevaba. Se o?an detonaciones de armas y, a lo lejos, ca?onazos. Hab?a empezado la batalla entre el pueblo y los arist?cratas de la corte. El pueblo armado hab?a atacado las Tuller?as. Corr?an los m?s incre?bles rumores, algunos de los cuales llegaron al palacete de Plougastel a trav?s de los sirvientes. Dec?an que la lucha por la toma del palacio hab?a terminado en la in?til matanza de todos aquellos a quienes un invertebrado monarca abandon? all? mientras iba a ponerse con su familia bajo la protecci?n de la Asamblea. Irresoluto hasta el final, siempre adoptando el rumbo indicado por sus p?simos consejeros, no se prepar? para resistir hasta que la necesidad realmente se present?, despu?s de lo cual orden? rendirse, dejando a aquellos que lo apoyaron hasta el ?ltimo minuto a merced de una fren?tica muchedumbre.

Y mientras esto suced?a en las Tuller?as, las dos damas segu?an esperando a Rougane en el palacete de Plougastel, cada vez m?s desalentadas. Y Rougane no volvi?. El plan no le pareci? tan sencillo al padre como al hijo. Tuvo miedo de involucrarse en semejante enredo.

Fue con su hijo a informar al se?or de Kercadiou de lo que hab?a sucedido y le coment? con franqueza la sugerencia del muchacho que ?l no se atrev?a a llevar a cabo. El se?or de Kercadiou le rog? que extendiera los salvoconductos, pero Rougane se mantuvo firme en su decisi?n.

– Se?or -le dijo-, si ese fraude llegara a descubrirse, como inevitablemente suceder?a, me ahorcar?an. Aparte de eso, y a pesar de mi deseo de serviros, eso ser?a faltar a mi deber, cosa que no pienso hacer. No pod?is pedirme eso, se?or.

– Pero, y entonces ?qu? va a suceder? -pregunt? el caballero, casi enloquecido.

– Es la guerra -dijo Rougane, que estaba bien informado-. La guerra entre el pueblo y la corte. Lamento que mi aviso haya llegado tan tarde. Pero, a decir verdad, no creo que haya motivo para alarmarse m?s de la cuenta. La guerra no tiene nada que ver con las mujeres.

El se?or de Kercadiou se aferr? a esta ?ltima idea cuando el alcalde y su hijo se fueron. Pero en el fondo, sab?a muy bien en qu? asuntos andaba metido el conde de Plougastel. ?Qu? pasar?a si los revolucionarios tambi?n lo sab?an? Y lo m?s probable era que lo supieran. No ser?a la primera vez que las mujeres de los pol?ticos pagaban por sus maridos. En una conmoci?n popular, todo era posible. Y Aline pod?a estar expuesta a los mismos peligros que la condesa de Plougastel.

A altas horas de la noche, sentado en la biblioteca de su hermano, sosteniendo la apagada pipa en la que en vano buscaba consuelo, el se?or de Kercadiou oy? que llamaban a la puerta.

Cuando el viejo mayordomo de Gavrillac abri? la puerta, vio en el umbral a un esbelto joven, con una casaca verde oliva, cuyos faldones le llegaban hasta las pantorrillas. Calzaba botas de cuero de ante y ce??a espada. Llevaba un faj?n tricolor y una escarapela tambi?n de tres colores en el sombrero, lo cual ofrec?a un aspecto siniestramente oficial para los ojos de aquel viejo criado del feudalismo que compart?a todos los temores de su amo.

– ?Qu? desea, se?or? -pregunt? el mayordomo con una mezcla de respeto y desconfianza. Entonces una voz desenfadada le dijo: -?Qu? pasa, B?noit? ?Caramba! ?Ya te has olvidado completamente de m??

Con mano temblorosa, el anciano levant? la linterna hasta que la luz ilumin? aquel rostro enjuto con una sonrisa de oreja a oreja.

– ?Se?orito Andr?! -exclam?-. ?Se?orito Andr?!

Y entonces, contemplando el faj?n y la escarapela tricolor, vacil? como si no supiera qu? hacer.

Pero Andr?-Louis entr? resueltamente en el vest?bulo embaldosado de m?rmol blanco y negro.

– Si mi padrino todav?a est? despierto, quiero verlo -dijo-. Y si ya se ha acostado, igualmente quiero verlo.

– ?Oh, claro que s?! Y estoy seguro de que se alegrar? mucho de veros. No se ha acostado todav?a. Por aqu?, por favor.

Media hora antes, en su camino de regreso a Par?s, Andr?-Louis se hab?a detenido en Meudon, y fue inmediatamente a ver al alcalde para confirmar si eran ciertos los rumores que hab?a o?do a medida que se acercaba a la capital. Rougane le dijo que la insurrecci?n era inminente, que los barrios ya ten?an barreras y que nadie pod?a entrar ni salir de Par?s sin los salvoconductos de rigor.

Andr?-Louis se qued? pensativo. Advert?a el peligro de esta segunda revoluci?n dentro de la primera, que pod?a destruir todo lo que se hab?a hecho, dando las riendas del poder a una facci?n de malvados que sumir?an al pa?s en la anarqu?a. M?s que nunca, ahora tem?a que eso ocurriera. Ten?a que llegar a Par?s aquella misma noche, y ver con sus propios ojos lo que estaba sucediendo.

Antes de despedirse, le pregunt? a Rougane si el se?or de Kercadiou segu?a en Meudon.

– ?Le conoc?is?

– Es mi padrino.

– ?Vuestro padrino! ?Y sois diputado! Pues sois el hombre que ?l necesita.

Entonces Rougane le cont? el viaje de su hijo a Par?s aquella tarde y sus resultados. Andr?-Louis no lo pens? dos veces. Que su padrino le hubiera prohibido hac?a dos a?os que entrara en su casa no ten?a ninguna importancia en aquel momento. Dej? su carruaje en la posada y fue a ver al se?or de Kercadiou.

Sorprendido a esa hora de la noche por la intempestiva aparici?n de aquel contra quien estaba tan resentido, su padrino le recibi? casi con las mismas palabras que emple? antes en una ocasi?n similar:

– ?A qu? has venido?

– A servir, en todo lo posible, a mi padrino -dijo en tono conciliador.

Pero el se?or de Kercadiou no se dej? desarmar.

– Has estado tanto tiempo alejado de m? que ten?a la esperanza de no volverte a ver.

– No me hubiera atrevido a desobedeceros si no fuera porque ahora puedo seros ?til. He hablado con Rougane, el alcalde…

– ?Qu? quieres decir cuando hablas de desobediencia?

– Me prohibisteis que volviera a vuestra casa, se?or.

Su padrino le contemplaba perplejo, indeciso.

– ?Y por eso no has venido a verme en todo este tiempo?

– Por supuesto. ?Acaso hab?a otra raz?n?

El se?or de Kercadiou segu?a mir?ndole fijamente. Entonces solt? una palabrota en voz baja. Le molestaba que tomaran sus palabras tan al pie de la letra. Durante largo tiempo hab?a esperado que Andr?-Louis volviese contrito a admitir su falta, a pedir que de nuevo le permitiera gozar de su estimaci?n. Y as? se lo hizo saber.

– Pero ?c?mo pod?a saber que vuestras palabras no expresaban realmente vuestros deseos? ?Fuisteis tan rotundo en vuestra declaraci?n! ?Y c?mo iba a expresar mi contrici?n si realmente no tengo intenci?n de enmendarme? Porque no estoy dispuesto a enmendarme, se?or. De lo cual deber?ais estar agradecido.

– ?Agradecido?

– Soy un representante del pueblo. Y eso me otorga ciertos poderes. Vuelvo muy oportunamente a Par?s. ?Quer?is que haga por vos lo que Rougane no pudo hacer? Si s?lo la mitad de lo que sospecho es cierto, la situaci?n es tan grave que me necesitar?is. Hay que llevar a Aline a un lugar seguro cuanto antes.

El se?or de Kercadiou se rindi? incondicionalmente. Avanz? unos pasos y cogi? la mano de Andr?-Louis.

– Hijo m?o -dijo visiblemente conmovido-, hay en ti cierta nobleza que no puedes negar. Si fui duro contigo, era porque luchaba contra tu propensi?n al mal. Quer?a apartarte del funesto camino de los pol?ticos que han llevado a nuestro desdichado pa?s a una situaci?n tan terrible. El enemigo en la frontera y la guerra civil a punto de estallar aqu? dentro. ?Eso es lo que han conseguido tus revolucionarios!

Andr?-Louis prefiri? no discutir y cambi? de tema.

– ?Y Aline? -y contest? a su propia pregunta-: Est? en Par?s y hay que sacarla de all? antes de que empiece la masacre que se ha estado preparando todos estos meses. El plan del joven Rougane es bueno. Por lo menos, no se me ocurre otro mejor.

– Pero el padre no quiso ni o?r hablar de ?l.

– Lo que no quiere es cargar con esa responsabilidad. Pero est? dispuesto a colaborar si yo participo. Le he dejado una nota con mi firma ordenando que se expida un salvoconducto para la se?orita Aline de Kercadiou, para ir a Par?s y regresar a Meudon. Tengo suficiente poder para que surta efecto. Le he dejado esa nota con la expresa condici?n de que s?lo la use en caso extremo, como un justificante si m?s tarde le hacen preguntas. A cambio, me ha dado este permiso.

– ?Lo conseguiste! -exclam? el se?or de Kercadiou cogiendo el papel con manos temblorosas. Se acerc? al candelabro que iluminaba una consola y lo ley?.

– Si ma?ana por la ma?ana -dijo Andr?-Louis- mand?is ese documento a Par?s con el joven Rougane, Aline estar? aqu? al mediod?a. Por supuesto, esta noche no se podr?a hacer nada sin levantar sospechas. Es demasiado tarde. Y ahora, padrino, ya sab?is exactamente por qu? he violado vuestra prohibici?n de venir aqu?. Si en otra cosa puedo serviros, aprovechando que estoy aqu?, s?lo ten?is que decirlo.

– S?. Necesito otro favor, Andr?. ?No te dijo Rougane que hab?a otras personas…?

– Mencion? a la se?ora de Plougastel y a su lacayo.

– ?Y entonces por qu?…? -el se?or de Kercadiou no sigui? al ver que Andr?-Louis mov?a solemnemente la cabeza.

– Eso es imposible -dijo.

El se?or de Kercadiou se qued? at?nito.

– ?Imposible? Pero… ?por qu??

– Se?or, s?lo puedo hacer esto por Aline sin remordimiento. Por Aline ser?a capaz de faltar a mis principios. Pero el caso de la se?ora de Plougastel es distinto. Ni Aline ni ninguno de los suyos est?n implicados en ciertas actividades contrarrevolucionarias que son el verdadero origen de las calamidades que ahora tienen lugar. Puedo procurar que Aline salga de Par?s sin tener nada que reprocharme, convencido de que no hago nada censurable, y sin exponerme a ser interrogado. Pero la se?ora de Plougastel es la esposa del conde de Plougastel, que como todo el mundo sabe es un activo agente entre la corte y los emigrados.

– Ella no tiene la culpa de eso -grit? el se?or de Kercadiou, consternado.

– Es verdad. Pero en cualquier momento pudieran llamarla para que pruebe que no ha tomado parte en esos tejemanejes. Se sabe que hoy ha estado en Par?s. Si ma?ana la buscaran y descubrieran que se ha ido, sin duda se har?an investigaciones que demostrar?an que he faltado a mi deber abusando de mis poderes para fines personales. Como comprender?is, padrino, ser?a exponerme a un riesgo demasiado grande por una desconocida.

– ?Una desconocida? -le reproch? el se?or de Kercadiou.

– Pr?cticamente lo es para m? -dijo Andr?-Louis.

– Pero no para m?, Andr?. Es mi prima y mi mejor amiga.

?Dios m?o! Lo que acabas de decir no hace m?s que confirmar que es absolutamente necesario que salga de Par?s. ?Andr?-Louis, tienes que salvarla a toda costa, pues su caso es mucho m?s urgente que el de Aline!

Suplicante, tembloroso, con el rostro p?lido y la frente perlada de sudor, aqu?l no era el mismo se?or de Kercadiou que minutos antes hab?a recibido a Andr?-Louis.

– Padrino, no se?is irrazonable. No puedo hacer eso. Rescatarla a ella podr?a acarrearle una desgracia a Aline, y tambi?n a nosotros dos.

– Pues habr? que correr el riesgo.

– Por supuesto, ten?is raz?n al hablar s?lo por vos…

– Y por ti tambi?n, Andr?: puedes creerme, hijo m?o. ?Por ti tambi?n! -exclam? acerc?ndose al joven-. Te imploro que creas en mi palabra de honor, y que obtengas ese permiso para la se?ora de Plougastel.

Andr?-Louis miraba desconcertado a su padrino.

– Es incre?ble -dijo-. Tengo un grato recuerdo del inter?s que esa dama me demostr? durante unos d?as cuando yo era un ni?o, y m?s recientemente, en Par?s, cuando quiso convertirme a lo que ella supon?a el credo pol?tico m?s correcto. Pero eso no basta para que arriesgue el pescuezo por ella. No, ni tampoco vuestro pescuezo ni el de Aline.

– ?Pero, Andr?!…

– ?sta es mi ?ltima palabra, se?or. Se me hace tarde y esta noche quiero dormir en Par?s.

– ?No, no! ?Espera! -el se?or de Gavrillac demostraba una indecible angustia-. Andr?-Louis, tienes que salvar a esa se?ora…

Hab?a en su insistencia y en su exaltaci?n algo tan delirante, que Andr?-Louis se vio obligado a pensar que detr?s de todo aquello hab?a alguna obscura y misteriosa raz?n.

– ?Tengo que salvarla? -repiti?-. ?Y por qu?? ?Qu? raz?n pod?is ofrecerme?

– La raz?n m?s contundente.

– Dejad que sea yo quien juzgue si es una raz?n contundente -dijo Andr?-Louis aumentando la desesperaci?n del se?or de Kercadiou. Arrugando la frente, empez? a dar vueltas por la habitaci?n con las manos cruzadas a la espalda. Al fin se detuvo frente a su ahijado.

– ?No te basta con mi palabra para creer que esa raz?n existe? -exclam? angustiado.

– ?En un asunto en el que me juego la vida? ?Oh, se?or, seamos razonables!

– Si te dijera cu?l es la raz?n, faltar?a a mi palabra de honor y a mi juramento -dijo el se?or de Kercadiou girando sobre los talones y retorci?ndose las manos. Y entonces, volvi?ndose a Andr?-Louis, a?adi?-: Pero en este caso tan extremo y desesperado, ya que insistes con tan poca generosidad, no me queda m?s remedio que dec?rtelo. Que Dios me ayude, pues no tengo elecci?n. Ella lo comprender? cuando se entere. Andr?, hijo m?o… -hizo una pausa, asustado, y puso una mano en el hombro de su ahijado, quien se asombr? al ver que su padrino estaba llorando-. ?La condesa de Plougastel es tu madre!

Se hizo un largo silencio. Andr?-Louis apenas pudo comprender lo que acababan de decirle. Cuando al fin lo comprendi?, su primer impulso fue gritar. Pero se domin?, actuando como un estoico. Siempre ten?a que estar representando alg?n papel. Estaba en su naturaleza. Una naturaleza a la que segu?a siendo fiel incluso en aquel momento supremo. Se mantuvo callado hasta que, obedeciendo a su instinto histri?nico, pudo convencerse a s? mismo de que hablaba sin emoci?n.

– ?Ah, ya veo! -dijo con frialdad.

Se remont? al pasado. R?pidamente revivi? los recuerdos que conservaba de la se?ora de Plougastel, su singular aunque espor?dico inter?s por ?l, la curiosa efusi?n de afecto y vehemencia que siempre le manifestaba, y s?lo entonces comprendi? todo lo que hasta entonces tanto le hab?a intrigado.

– ?Ah, ahora comprendo! -dijo y a?adi?-: ?C?mo pude ser tan tonto y no darme cuenta antes!

El se?or de Kercadiou fue quien grit?, quien retrocedi? como si hubiera recibido una bofetada.

– ?Por el amor de Dios, Andr?-Louis! ?Es que no tienes coraz?n? ?C?mo puedes tomar semejante revelaci?n con tanta indolencia?

– ?Y c?mo quer?is que la tome? ?Debe sorprenderme descubrir que tengo una madre? Al fin y al cabo, para nacer es indispensable tener una madre.

Entonces se sent? abruptamente, para que no se notara que le temblaban las piernas. Sac? un pa?uelo para secarse la frente sudorosa. Y s?bitamente empez? a llorar.

Al ver aquellas l?grimas, el se?or de Kercadiou se acerc?, se sent? a su lado y le abraz? cari?osamente.

– Andr?-Louis, mi pobre muchacho -murmur?-. Fui… fui lo bastante tonto para creer que no ten?as coraz?n. Me has enga?ado con tu infernal fingimiento, y ahora veo… veo…

No estaba muy seguro de lo que ve?a, o m?s bien vacilaba al querer expresarlo.

– No es nada, se?or. Estoy agotado y… y estoy resfriado. -Entonces comprendi? que aquello era superior a sus fuerzas y, cansado de fingir, pregunt?-: Pero ?por qu? tanto misterio? ?Por qu? me lo ocultaron todo?

– As? ten?a que ser, Andr?… por prudencia…

– Pero ?por qu?? Confesadlo todo, se?or. Ya que me hab?is dicho tanto, necesito saber el resto.

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