Scaramouche - Sabatini Rafael 30 стр.


La condesa levant? los ojos y vio pasar de largo a Andr?-Louis. El rostro de ella se ilumin?, y ?l casi crey? que iba a llamarle, pero para evitarle la dificultad que entra?aba la presencia all? de su adversario, ?l se apresur? a saludarla fr?amente recost?ndose de nuevo en su asiento y mirando deliberadamente a otra parte.

Despu?s de lo que hab?a visto, no necesitaba m?s pruebas para reafirmarse en su convicci?n de que Aline lo hab?a visitado aquella ma?ana s?lo para interceder por el se?or de La Tour d'Azyr. Con sus propios ojos la hab?a visto desmadejada, emocionada al ver la sangre de su querido amigo, quien la consolaba asegur?ndole que su herida no era mortal. Mucho despu?s Andr?-Louis se reprochar?a aquella perversa estupidez. Incluso lleg? a ser demasiado severo en su flagelaci?n. Pues ?c?mo hubiera podido interpretar de otro modo aquella escena, despu?s de las ideas preconcebidas que ten?a?

Lo que antes hab?a sospechado, ahora quedaba confirmado. Aline no le hab?a dicho con franqueza lo que sent?a por el se?or de La Tour d'Azyr. Pero supon?a que en estos asuntos las mujeres suelen ser reservadas, y ?l no deb?a culparla. Tampoco pod?a culparla por haber sucumbido ante el singular encanto de un hombre como el marqu?s, pues ni siquiera su hostilidad pod?a cegarlo hasta el punto de no reconocer los atractivos del se?or de La Tour d'Azyr. Que estaba enamorada de ?l era evidente, y por eso desfallec?a ante el espect?culo de su herida.

– ?Dios m?o! -exclam? en voz alta-. ?Cu?nto habr?a sufrido si hubiera llegado a matarle como era mi prop?sito!

De haber sido un poco m?s franca con ?l, le hubiera sido m?s f?cil acceder a lo que le ped?a. De haberle confesado lo que ahora ?l hab?a visto, que amaba al se?or de La Tour d'Azyr, en vez de dejarle suponer que su ?nico inter?s por el marqu?s nac?a de una ambici?n indigna, entonces ?l hubiera cedido a su ruego inmediatamente.

Andr?-Louis lanz? un suspiro y rez? pidi?ndole perd?n a la sombra de Vilmorin.

– A lo mejor fue una suerte que desviara mi estocada -dijo.

– ?Qu? quieres decir? -pregunt? Le Chapelier.

– Que en este asunto debo abandonar toda esperanza de volver a empezar.

CAP?TULO XIII Hacia la culminaci?n

Al se?or de La Tour d'Azyr no se le volvi? a ver en la sala del Man?ge, ni siquiera en Par?s, durante los meses que siguieron mientras la Asamblea Nacional continuaba sus sesiones para dotar a Francia de una Constituci?n. Aunque su herida en el brazo hab?a sido relativamente leve, la que hab?a recibido su orgullo era realmente mortal.

Corr?an rumores de que hab?a emigrado. Pero era una verdad a medias. Lo cierto era que se hab?a unido a aquel grupo de nobles que iban y ven?an entre las Tuller?as y el Cuartel General de los emigrados, en Coblenza. En pocas palabras, se convirti? en miembro del servicio secreto realista que dar?a al traste con la monarqu?a.

Pero ese momento a?n no hab?a llegado. Por ahora, los mon?rquicos segu?an viendo a los innovadores como unos tipos m?s o menos raros, y no dejaban de burlarse de ellos en

Los disturbios contrarrevolucionarios fomentados por el clero ten?an lugar en todas partes, pero en ning?n lugar la situaci?n era tan dif?cil como en Breta?a, y en vista de sus antecedentes y de su influencia en su provincia nativa, la Comi si?n de los Doce, en aquellos primeros d?as del ministerio girondino, adoptando la sugerencia de Roland, dispuso que Andr?-Louis Moreau fuese a Breta?a a combatir, de ser posible por medios pac?ficos, las diab?licas influencias que se hab?an desencadenado.

En algunos municipios estaba claro a quien pertenec?a el poder. Pero otros muchos se estaban dejando ganar por los sentimientos reaccionarios. Por eso hab?a que enviar un representante con plenos poderes para alertar a aquellas poblaciones del peligro que corr?an. Andr?-Louis deb?a actuar pac?ficamente; pero al mismo tiempo estaba autorizado a recurrir a otros m?todos, pues pod?a reclamar la ayuda de la naci?n si la situaci?n ofrec?a peligro.

Andr?-Louis acept? la tarea y fue uno de los cinco plenipotenciarios enviados con el mismo prop?sito a las provincias aquella primavera de 1792, cuando por primera vez se levant? en el

CAP?TULO XIV La raz?n m?s contundente

En aquel entonces, a primeros de agosto, la se?orita de Kercadiou se encontraba en Par?s visitando a la amiga y prima de su t?o, la se?ora de Plougastel. A pesar de la explosi?n que se avecinaba, la atm?sfera de alegr?a, casi de j?bilo, reinante en la corte -adonde la se?ora de Plougastel y la se?orita de Kercadiou iban casi a diario- las tranquilizaba. Tambi?n el se?or de Plougastel, que siempre estaba viajando entre Coblenza y Par?s -inmerso en esas actividades secretas que le manten?an casi siempre alejado de su esposa-, les hab?a asegurado que se hab?an tomado todas las medidas, y que la insurrecci?n ser?a bien recibida, porque s?lo podr?a tener un resultado: el aplastamiento final de la Revoluci?n en los jardines de las Tuller?as. Por eso -agreg?- el rey permanec?a en Par?s. Si no se sintiera seguro, ya hubiera abandonado la capital escoltado por sus suizos y sus Caballeros del Pu?al. Ellos le abrir?an camino si alguien trataba de impedirlo, pero ni siquiera eso ser?a necesario.

Sin embargo, en aquellos primeros d?as de agosto, despu?s de la partida de su esposo, el efecto de sus tranquilizadoras palabras empezaba a desaparecer ante los acontecimientos de que era testigo la se?ora de Plougastel. Finalmente, la tarde del d?a 9, lleg? al palacete de Plougastel un mensajero procedente de Meudon con un billete del se?or de Kercadiou pidi?ndole a su sobrina que regresara enseguida a Meudon y a su anfitriona que la acompa?ara.

El se?or de Kercadiou ten?a amistades en todas las clases sociales. Su antiguo linaje le colocaba en t?rminos de igualdad con los miembros de la nobleza; y su sencillez en el trato -con esa mezcla de modales campesinos y burgueses-, as? como su natural afabilidad, tambi?n le permit?a ganarse el afecto de aquellos que por su origen no eran sus iguales. Todos en Meudon le conoc?an y le estimaban, y fue Rougane, el simp?tico alcalde, quien le inform? el 9 de agosto de la tormenta que se estaba gestando para la ma?ana siguiente. Como sab?a que la se?orita Aline estaba en Par?s, le rog? que le avisara para que saliera de all? en menos de veinticuatro horas, pues despu?s los caminos ser?an zona de peligro para toda persona de la nobleza, sobre todo para aquellos de quienes se sospechaba que ten?an conexiones con la corte.

Ahora que no hab?a dudas acerca de las relaciones que manten?a con la corte la se?ora de Plougastel, cuyo marido viajaba sin cesar a Coblenza, inmerso en aquel espionaje que conspiraba contra la joven revoluci?n desde la cuna; la situaci?n de las dos mujeres en Par?s se tornaba muy peligrosa. En su af?n de salvarlas a ambas, el se?or de Kercadiou envi? inmediatamente un mensaje reclamando a su sobrina y rogando a su querida amiga que la acompa?ara hasta Meudon. El amistoso alcalde hizo algo m?s que avisar al se?or de Kercadiou, pues fue su hijo, un inteligente muchacho de diecinueve a?os, quien llev? el mensaje a Par?s. A ?ltima hora de la tarde de aquel espl?ndido d?a de agosto, el joven Rougane lleg? al palacete de Plougastel.

La se?ora de Plougastel le recibi? gentilmente en el sal?n cuyo esplendor, sumado a la majestad de la dama, dej? abrumado al sencillo muchacho. La condesa se decidi? enseguida. El aviso urgente de su amigo no hac?a m?s que confirmar sus propias dudas y sospechas, y determin? partir al instante.

– Muy bien, se?ora -dijo el joven-. Entonces s?lo me queda despedirme.

Pero ella no quiso que se marchara sin que antes fuera a la cocina a tomar algo mientras ella y la se?orita se preparaban para el viaje. Entonces le propuso que viajara con ellas en su carruaje hasta Meudon, pues no quer?a que volviera a pie como hab?a venido.

Aunque era lo menos que pod?a hacer por el muchacho, aquella bondad en momentos de tanta agitaci?n pronto recibir?a su recompensa. De no haber tenido aquella gentileza, las horas de angustia que pronto vivir?a la dama hubieran sido mucho peores.

Faltaba una media hora para la puesta del sol cuando subieron al carruaje con la intenci?n de salir de Par?s por la Puerta Saint -Martin. Viajaban con un solo lacayo en el estribo trasero. Y -tremenda concesi?n- Rougane iba dentro del coche, con las damas, de modo que enseguida qued? prendado de la se?orita de Kercadiou, quien le pareci? la mujer m?s bella que hab?a visto en su vida, sobre todo porque hablaba con ?l sencillamente y sin afectaci?n, como si fuera su igual. Esto le atolondr? un poco, haciendo que se tambalearan ciertas ideas republicanas en las que hasta ahora cre?a a pies juntillas.

El carruaje se detuvo en la barrera, donde hab?a un piquete de la Guardia Nacional ante las puertas de hierro. El sargento que estaba al mando se acerc? a la portezuela del coche. La condesa se asom? a la ventanilla.

– La barrera est? cerrada, se?ora -dijo cort?smente el militar.

– ?Cerrada! -exclam? ella como en un eco. Aquello le parec?a incre?ble-. Pero… pero ?quiere eso decir que no podemos pasar?

– En efecto, se?ora. A menos que tenga un permiso -el sargento se apoy? indolentemente en su pica-. Tenemos ?rdenes de no dejar salir ni entrar a nadie sin la correspondiente autorizaci?n.

– ?Qu? ?rdenes son ?sas?

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