Scaramouche - Sabatini Rafael 6 стр.


Se hizo un silencio. Una voz se elev? del gent?o, a unos veinte pasos:

– ?Es uno de ellos!

Inmediatamente son? un disparo de pistola y una bala fue a incrustarse en la estatua de bronce, justo detr?s de Andr?-Louis.

Instant?neamente la multitud se arremolin?, intensific?ndose hacia el lugar de donde hab?an disparado. El pistolero pertenec?a a un considerable grupo de la oposici?n, cuyos miembros quedaron rodeados en cuesti?n de segundos y se vieron en serias dificultades para protegerlo.

Al pie del pedestal se oy? la voz de los estudiantes haci?ndole coro a Le Chapelier, quien ordenaba a Andr?-Louis que se ocultara. -?Baja! ?Baja ahora mismo! ?Te asesinar?n como ya hicieron con La Rivi?re!

– ?Dejadles! -Andr?-Louis abri? los brazos en un supremo gesto teatral, y se ech? a re?r-: Aqu? me tienen, a su merced. Dejadles que a?adan mi sangre a la crecida del r?o que pronto les ahogar?. Dejadles que me asesinen. Es un oficio que conocen muy bien. Pero mientras est? aqu?, no podr?n impedirme que os hable, que os diga lo que pod?is esperar de ellos. Y solt? otra carcajada, entre gozoso y euf?rico. Se re?a por dos motivos. En primer lugar, le divert?a descubrir con cu?nta fluidez pronunciaba frases que emocionaban tan ardientemente a la multitud; y, en segundo, se acordaba del ingenioso cardenal de Retz, quien, con el prop?sito de despertar la simpat?a popular hacia ?l, acostumbraba a contratar a sus compinches para que dispararan sobre su coche. De pronto se encontraba en una situaci?n similar a la de aquel astuto pol?tico. Claro que ?l no hab?a contratado a nadie para que le disparara, pero no por ello dejaba de estar en deuda con aquel personaje, y dispuesto a sacar el m?ximo partido de aquel acto.

El grupo que trataba de proteger al asesino luchaba a brazo partido tratando de abrirse paso para escapar de la multitud enfurecida.

– ?Dejadles huir! -grit? Andr?-Louis-. ?Qu? importa un asesino m?s o menos? Dejadles huir y escuchadme, compatriotas.

Entonces, cuando m?s o menos consigui? restablecer el orden, Andr?-Louis empez? su relato. Expres?ndose con un lenguaje sencillo, aunque sin renunciar a la vehemencia, logr? emocionar a todos aquellos corazones con lo ocurrido el d?a antes en Gavrillac. La gente lloraba mientras escuchaba la descripci?n de la situaci?n en que se hallaban la viuda de Mabey y sus tres hijos hambrientos «que se han quedado hu?rfanos en venganza por la muerte de un fais?n». Tambi?n hubo l?grimas cuando evoc? a la pobre madre de Philippe de Vilmorin, un estudiante de Rennes, conocido de muchos all?, quien muri? en un noble esfuerzo por defender la causa de los afligidos.

– El marqu?s de La Tour d'Azyr -continu? el orador- dijo, refiri?ndose a Philippe de Vilmorin, que su elocuencia era demasiado peligrosa, y para acallar su valiente voz, le asesin?. Pero ha fracasado en sus objetivos. Yo, amigo ?ntimo del pobre Philippe, asumo su apostolado, y hoy no es mi voz la que o?s, sino la suya.

Al fin Le Chapelier pudo comprender el desconcertante cambio de Andr?-Louis.

– No estoy aqu? -continu? el improvisado orador- s?lo para pedir que vengu?is con vuestras manos a Philippe de Vilmorin, estoy aqu? para deciros lo que ?l os hubiera dicho hoy si estuviera vivo.

Hasta aqu? Andr?-Louis era sincero. Pero no a?adi? que no cre?a en aquellas ideas, no dijo que era una ambiciosa burgues?a la que en provecho propio empujaba al pueblo a cambiar el actual estado de cosas. Sin embargo, su auditorio crey? que las ideas que expresaba eran las que sent?a.

Y ahora, con voz terrible, con una elocuencia que a ?l mismo le asombraba, denunciaba la inercia de la justicia del rey cuando los acusados eran los nobles. Sarc?sticamente, se refiri? al procurador del rey, el se?or de Lesdigui?res:

– ?Sab?ais -pregunt? a la muchedumbre- que el se?or de Lesdigui?res s?lo sabe administrar justicia cuando resulta favorable a nuestros grandes nobles? ?No ser?a m?s justo y razonable que la administrara de otro modo?

Hizo una pausa de gran efecto dram?tico para dejar que su sarcasmo hiciera mella en quienes le o?an. Sin embargo, las dudas de Le Chapelier despertaron de nuevo, poniendo en tela de juicio su naciente confianza en la sinceridad de Andr?-Louis. ?Ad?nde quer?a ir a parar ahora?

Pero sus dudas se desvanecieron enseguida. Andr?-Louis continu? hablando como se supon?a que lo hubiera hecho Philippe de Vilmorin. Tantas veces hab?a discutido con el amigo muerto, tantas veces hab?a participado en los debates del Casino Literario, que se sab?a al dedillo todos los t?picos -en esencia a?n verdaderos- de los reformadores.

– ?Cu?l es -grit? Andr?-Louis- la composici?n de nuestro pa?s? Un mill?n de sus habitantes pertenece a las clases privilegiadas. Ellos son Francia. Porque, evidentemente, el resto no son m?s que objetos. No se puede pretender que veinticuatro millones de almas cuenten para algo, ni que puedan ser representativas de esta gran naci?n, ni que tengan otro destino que no sea el de servir de criados a aquel otro mill?n de elegidos. Una inquietante risa multitudinaria se oy? en la plaza abarrotada, tal y como Andr?-Louis quer?a.

– Viendo peligrar sus privilegios a causa de la invasi?n de esos otros veinticuatro millones de habitantes, en su mayor parte integrados por la «canalla», como dicen ellos; posiblemente creados por Dios, pero evidentemente s?lo para ser esclavos de los privilegiados, ?c?mo puede sorprendernos que el administrar justicia est? en manos de gentes como el se?or de Lesdigui?res, gentes sin seso para pensar ni coraz?n para conmoverse? Ellos tienen que defenderse del asalto de la canalla, de esa chusma que somos nosotros. Pensad tan s?lo en algunos de esos derechos se?oriales que peligrar?an seriamente si los privilegiados obedecieran por fin a su soberano y admitieran que el voto del Tercer Estado tiene tanta importancia como el de ellos.

Tras una breve pausa, sigui?:

– Si admitieran al Tercer Estado, ?qu? ser?a del derecho que poseen sobre la tierra, los ?rboles frutales, las vi?as? ?Qu? ser?a del privilegio que tienen sobre la primera vendimia y para ejercer el control de la venta del vino? ?Qu? ser?a de su derecho a los impuestos que paga el pueblo y que mantienen su opulento estado? ?Qu? de los tributos que les dan un quinto del valor de las posesiones, y que han de pag?rseles antes de que los reba?os puedan alimentarse en las tierras comunales? ?Qu? de la indemnizaci?n que les resarce del polvo levantado en sus caminos por los reba?os que van al mercado? ?Y qu? ser?a del impuesto sobre cada una de las cosas que se venden en los mercados p?blicos, sobre los pesos y las medidas, y todo lo dem?s? ?Qu? ser?a de sus derechos sobre los hombres y animales que trabajan en los campos; sobre las barcas y los puentes que cruzan los r?os, sobre la excavaci?n de pozos, sobre las madrigueras de conejos, sobre los palomares y el fuego, pues hasta a la m?s pobre chimenea campesina le sacan provecho? ?Qu? pasar?a con sus exclusivos derechos de pesca y de caza, cuya violaci?n se considera tan grave que puede incluso castigarse con la pena capital?

Al cabo de otra pausa, Andr?-Louis prosigui?:

– ?Y qu? ser?a de sus execrables y abominables derechos sobre las vidas y los cuerpos del pueblo, derechos que, aunque rara vez ejercen, nunca han sido revocados? Hoy d?a, si a un noble que regresa de cazar se le antoja asesinar a dos de sus siervos de la gleba para refrescarse los pies en su sangre, puede alegar que ten?a absoluto derecho a hacerlo. Sin miramientos de ninguna clase, ese mill?n de privilegiados cabalga y se divierte encima de veinticuatro millones de seres humanos, esa canalla que no existe sino para su propio placer. ?Ay del que levante su voz para protestar en nombre de la humanidad y contra estos abusos ya excesivos! Ya os he contado el asesinato a sangre fr?a que presenci? por poco menos que eso. Vuestros propios ojos han presenciado el asesinato de otro infeliz aqu?, en este pedestal donde estoy ahora, y otro m?s, junto a las obras de la catedral, sin contar que tambi?n hab?is sido testigos del frustrado atentado contra mi propia vida. Entre esos asesinatos y la correspondiente justicia que deber?a castigarlos, est?n los Lesdigui?res, esos procuradores del rey que en vez de instrumentos de justicia, son muros levantados para proteger los privilegios y los abusos dondequiera que se ejerzan esos derechos grotescos y excesivos. ?C?mo puede extra?arnos que no cedan ni una pulgada, que se resistan a la elecci?n de un Tercer Estado cuyos votos podr?an dar al traste con todos estos privilegios, obligando a los privilegiados a someterse a la igualdad ante la ley, al mismo nivel que el m?s humilde hombre del pueblo, proporcion?ndole al pa?s el dinero necesario para salvarlo de la bancarrota que ellos mismos han provocado pagando impuestos en la misma proporci?n que los dem?s? Antes que ceder a todo esto, prefieren resistirse incluso a las ?rdenes del rey.

Al llegar a este punto, Andr?-Louis record? una frase que Vilmorin hab?a dicho el mismo d?a de su muerte; en aquel momento no le dio ninguna importancia. Pero ahora se dispon?a a usarla:

– ?Son los nobles quienes, desobedeciendo al rey, est?n socavando los cimientos del trono! En su locura, no se dan cuenta de que si ese trono se derrumba, ellos ser?n los primeros en caer.

La frase fue ovacionada con un terror?fico rugido. Otra vez el auditorio vibr? como sacudido por un oleaje mientras Andr?-Louis sonre?a ir?nicamente. Entonces pidi? silencio, y le obedecieron en el acto, lo que le hizo comprender hasta qu? punto se hab?a adue?ado de aquella gente. En su voz cada uno de los presentes reconoc?a su propia voz, una voz que por fin expresaba las ideas que durante meses y a?os hab?an rondado aquellas mentes sencillas pero sin acabar de definirse.

Ahora el orador se dispon?a a concluir, hablando m?s tranquilo, exagerando m?s los movimientos ir?nicos de su boca siempre risue?a:

– Al despedirme del se?or de Lesdigui?res le cit? un ejemplo sacado de la

Evidentemente, Andr?-Louis era el due?o del viento. Sus peligrosas dotes oratorias -un don que en ninguna parte es m?s poderoso que en Francia, pues s?lo all? las emociones del hombre responden con tanta vehemencia a la llamada de la elocuencia- le hab?an dado ese poder?o. A una orden suya, el torbellino har?a a?icos aquel molino contra el cual antes hab?a luchado en vano. Pero eso francamente no entraba en sus planes.

– ?Esperad! -orden?-. ?Acaso es digno de vuestra noble indignaci?n ese instrumento miserable de un sistema corrompido?

Andr?-Louis confiaba en que sus palabras fueran comunicadas al se?or de Lesdigui?res. Pens? que era bueno para el alma del procurador del rey que por una vez al menos pudiera o?r la pura verdad sobre su persona.

– Es el sistema en s? lo que debemos atacar y derribar, no a un mero instrumento. Si nos precipitamos podemos echarlo todo a perder. ?Ante todo, hijos m?os, nada de violencia!

?«Hijos suyos»! ?Si lo hubiese o?do su padrino!

– Ya hab?is visto los funestos resultados de la violencia prematura por doquier en Breta?a, sin contar lo que o?mos acerca de lo que ocurre en toda Francia. Nuestra violencia provocar?a la de ellos. Eso les vendr?a como anillo al dedo para consolidar su poder. Enviar?an a sus militares. Estar?amos frente a las bayonetas de los mercenarios. Os ruego que no provoqu?is eso. No les facilit?is las cosas, no les deis el pretexto que est?n esperando para hundirnos en el barro de nuestra propia sangre.

Del absoluto silencio que ahora reinaba en la plaza, s?bitamente brot? un grito:

– Y entonces, ?qu? hacemos?

– Voy a dec?roslo -contest? Andr?-Louis-. La riqueza y el poder de Breta?a est?n ligados a Nantes, una ciudad burguesa, una de las m?s pr?speras del reino gracias a la energ?a de la burgues?a y al trabajo del pueblo. Fue en Nantes donde naci? este movimiento, a resultas del cual, el rey orden? la disoluci?n de los Estados tal como est?n ahora constituidos. Una orden que aquellos que basan su poder en los privilegios y en el abuso no vacilan en desobedecer. Dejad que en Nantes conozcan la verdadera situaci?n en que nos encontramos. Al contrario que Rennes, Nantes tiene el poder de hacer que su voluntad prevalezca. Dejemos que Nantes ejerza una vez m?s ese poder y, mientras tanto, esperemos. As? triunfar?is. As?, los ultrajes, los cr?menes que se han perpetrado ante vuestros ojos, ser?n al fin vengados.

Tan abruptamente como antes subi? al pedestal, Andr?-Louis baj? de la estatua. Hab?a terminado. Hab?a dicho todo -tal vez m?s de lo que se propon?a decir- en nombre del amigo muerto que hablaba por su boca. Pero la gente no quiso que aquello acabara as?. Las aclamaciones hicieron temblar el aire. Hab?a jugueteado con las emociones de la gente como un arpista hace con las cuerdas de su instrumento. Y ahora todos vibraban de pasi?n, como en una sinfon?a cuya nota final era la esperanza.

Una docena de estudiantes cargaron en hombros al delgado Andr?-Louis haci?ndolo aparecer otra vez por encima de la clamorosa muchedumbre.

Le Chapelier se mantuvo junto a ?l, con el rostro enrojecido y los ojos brillantes.

– Muchacho -le dijo-, hoy has encendido una hoguera que iluminar? el rostro de Francia con un fulgor de libertad.

Y entonces, dirigi?ndose a los otros estudiantes, a?adi?:

– ?Al Casino Literario! ?Enseguida! Tenemos que tomar medidas inmediatamente; hay que enviar un delegado a Nantes para que les lleve a nuestros amigos de all? el mensaje del pueblo de Rennes.

El gent?o retrocedi?, abri?ndole paso al grupo de estudiantes que llevaban en hombros al h?roe del momento. Haci?ndoles se?ales con la mano, Andr?-Louis pidi? a la gente que se dispersara. Deb?an regresar a sus hogares y aguardar all? pacientemente lo que suceder?a dentro de poco.

– Durante siglos enteros hab?is soportado la carga con una fortaleza que es un ejemplo para el mundo -dijo halag?ndolos-. Resistid un poquito m?s. El final est? a la vista, amigos m?os.

Siempre a hombros del peque?o grupo de estudiantes, Andr?-Louis sali? de la plaza y subi? por la calle Real hasta llegar a una antigua casa, una de las pocas que hab?an sobrevivido al incendio de la ciudad. En el piso superior de aquella casa ten?an lugar habitualmente las sesiones del Casino Literario. All? estaban todos los miembros de la sociedad convocados por un mensaje previo de Le Chapelier.

Cuando se cerr? la puerta, unos cincuenta hombres, j?venes en su mayor?a, excitados con la ilusi?n de la libertad, recibieron a Andr?-Louis como a la oveja descarriada, colm?ndole de felicitaciones.

Mientras las puertas de abajo permanec?an custodiadas por una guardia de honor formada por hombres del pueblo, en el piso de arriba comenzaron las deliberaciones sobre las medidas que deb?an adoptar inmediatamente. La guardia de honor result? realmente necesaria, pues nada m?s empezar a hablar los miembros del Casino, la casa fue asaltada por los gendarmes que Lesdigui?res envi? con orden de arrestar al revolucionario que hab?a incitado al pueblo de Rennes a la sedici?n. La fuerza enviada era de unos cincuenta hombres, pero quinientos hubieran sido pocos. La muchedumbre rompi? sus carabinas, y hasta alguna cabeza. Poco acostumbrados a aquel estallido popular, los gendarmes se retiraron prudentemente. De lo contrario, los hubieran hecho pedazos a todos.

Mientras esto ocurr?a en la calle, en el sal?n del piso de arriba, Le Chapelier se dirig?a a sus colegas del Casino Literario. All?, sin temor a las balas, ni a nadie que pudiera informar de sus palabras a las autoridades, Le Chapelier dio rienda suelta a su oratoria. Su discurso era tan directo y brutal como delicado y elegante era ?l.

Elogi? el vigor y la grandeza del discurso del amigo Moreau. Sobre todo, alab? su buen tino. Las palabras de Moreau los hab?an cogido a todos por sorpresa, pues hasta entonces le consideraban el cr?tico m?s feroz de sus proyectos de reforma y regeneraci?n. Eso sin contar el recelo que despertaba en ellos su nombramiento como delegado de un noble en los Estados de Breta?a. Pero ahora conoc?an la raz?n de su conversi?n. El asesinato de su amigo Vilmorin hab?a originado aquel cambio. En aquel crimen brutal, Moreau hab?a descubierto finalmente la verdadera magnitud de aquel mal que ellos hab?an jurado expulsar de Francia. Y acababa de demostrarles que era el m?s ferviente ap?stol de la nueva fe. Les hab?a mostrado el ?nico camino razonable. El ejemplo tomado de la

CAP?TULO VIII Omnes Omnibus

Andr?-Louis sali? de Rennes a caballo meti?ndose en una aventura m?s complicada de lo que hab?a pensado al dejar la so?olienta aldea de Gavrillac. Pas? la noche en una posada del camino, de la que sali? a primera hora de la ma?ana para llegar a Nantes al atardecer del siguiente d?a.

Mientras cabalgaba a trav?s de las anodinas llanuras de Breta?a, tuvo tiempo para pasar revista a todo lo que hab?a hecho y a su actual situaci?n. A pesar de su inter?s estrictamente acad?mico en la nueva filosof?a que pretend?a cambiar el orden social y las escasas simpat?as que despertaba en ?l, s?bitamente se hab?a convertido en un revolucionario revoltoso, encargado de propagar heroicamente la acci?n revolucionaria. De representante y delegado de un noble en los Estados de Breta?a, hab?a pasado del modo m?s absurdo a ser representante y delegado del Tercer Estado de Rennes.

Era dif?cil determinar hasta qu? punto, en medio del torrente de su oratoria y en el calor del momento hab?a podido llegar a autosugestionarse. Pero lo cierto era que ahora, al mirar fr?amente hacia atr?s, no pod?a enga?arse acerca de lo que hab?a hecho. C?nicamente, hab?a presentado a quienes le escuchaban s?lo un aspecto de la gran cuesti?n que se debat?a.

Pero ya que el desorden reinante en Francia serv?a de baluarte al se?or de La Tour d'Azyr, d?ndole total inmunidad para cometer cualquier crimen, aquel estado de cosas tendr?a que asumir las consecuencias de su injusticia. As? justificaba Andr?-Louis sus actos. Y gracias a eso no se arrepent?a de llevar su mensaje de sedici?n a la bella ciudad de Nantes, cuyas amplias calles y espl?ndido puerto la convert?an en pr?spera rival de Burdeos y Marsella.

En el muelle La Fosse encontr? una posada, donde dej? su caballo y cen? junto a una ventana desde la que ve?a los barcos de todas las naciones anclados en el estuario del Loira. La p?lida luz del sol se reflejaba en las amarillas aguas del r?o y en los m?stiles de los buques.

Por los muelles la vida bull?a con una efervescencia que s?lo pod?a verse en los muelles de Par?s. Andr?-Louis vio marineros de pa?ses lejanos, ex?ticamente vestidos, hablando lenguas extra?as; corpulentas pescaderas con cestos llenos de sardinas sobre las cabezas y voluminosas faldas arrolladas hasta los muslos, pregonando su mercanc?a; barqueros con gorros de lana y calzones remangados hasta la rodilla, campesinos con chaquetas de piel de cabra y chanclos de madera que sonaban ruidosamente sobre el empedrado; carpinteros de ribera y peones de los astilleros, reparadores de fuelles, cazarratas, aguadores, vendedores de tinta y otros buhoneros ambulantes. Y desparramados en aquella masa proletaria que hormigueaba constantemente, tambi?n vio a industriales sobriamente ataviados, a mercaderes con largas casacas, y a alg?n que otro comerciante en su coche tirado por dos caballos abri?ndose paso entre el gent?o a los gritos de «?Cuidado!» de su cochero. Tambi?n de vez en cuando pasaba alguna dama en su silla de manos, o un abate remilgado, o un oficial uniformado de rojo montando a caballo con aire desde?oso. Y, por supuesto, no falt? la gran carroza de un noble con blasones en las portezuelas, y el lacayo subido en el estribo posterior, con su librea resplandeciente y la peluca empolvada. Tambi?n vio capuchinos de h?bito casta?o y benedictinos vestidos de negro, y much?simos curas -Dios estaba bien servido en las diecis?is parroquias de Nantes-, y en contraste con ellos, aqu? y all?, andrajosos aventureros y gendarmes uniformados de azul y con polainas, guardianes de la paz.

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