Scaramouche - Sabatini Rafael 7 стр.


Representantes de todas las clases sociales de los setenta mil habitantes de aquella industriosa ciudad engrosaban la corriente humana que pasaba por los muelles, al pie de la ventana que serv?a de atalaya a Andr?-Louis.

Gracias al camarero que le sirvi? en la taberna, Andr?-Louis obtuvo noticias acerca del estado de ?nimo reinante en la ciudad. El mesero, que apoyaba a las clases privilegiadas, afirm? apesadumbrado que se notaba cierto desasosiego. Todos estaban pendientes de lo que sucediera en Rennes. Si era cierto que el rey hab?a disuelto los Estados de Breta?a, todo ir?a bien, y los descontentos no tendr?an pretexto para nuevos disturbios. Ya hab?a habido en Nantes algunos chispazos que alteraron el orden. Y esperaba que no se repitieran. A causa de los rumores, desde muy temprano en la ma?ana, la multitud acud?a a los soportales de la C?mara de Comercio para recibir las ?ltimas noticias. Pero a?n no se sab?a nada. Ni siquiera se ten?a la certeza de que Su Majestad hubiera disuelto los Estados.

Eran las dos, la hora m?s animada en la Bolsa, cuando Andr?-Louis lleg? a la Plaza del Comercio. Dominada por el imponente edificio de la Bolsa, la plaza estaba tan concurrida que Andr?-Louis tuvo que forcejear para abrirse paso hasta la escalinata del p?rtico de columnas j?nicas. Una sola palabra le hubiera bastado para que le dejaran pasar, pero intuitivamente no dijo nada. Su voz ten?a que caer sobre aquella multitud igual que un trueno, del mismo modo que el d?a anterior hab?a ca?do sobre el pueblo de Rennes. No quer?a malograr el efecto teatral de su aparici?n en p?blico.

El edificio de la Bolsa estaba celosamente custodiado por una fila de ujieres precariamente armados, pues la guardia hab?a sido improvisada a toda prisa por los comerciantes de la ciudad en previsi?n de posibles disturbios. Uno de estos ujieres le cerr? el paso a Andr?-Louis cuando quiso subir por la escalinata.

El delegado de Rennes le susurr? unas palabras al o?do para presentarse.

El ujier le indic? con un gesto que lo siguiera. Cuando llegaron al umbral de la C?mara, Andr?-Louis se detuvo y le dijo a su gu?a:

– Esperar? aqu?. D?gale al presidente que venga a verme.

– ?Vuestro nombre, caballero?

Andr?-Louis estaba a punto de contestar cuando, de pronto, record? que Le Chapelier le hab?a aconsejado ocultar su identidad en vista de lo peligroso de su misi?n.

– Mi nombre no le dir? nada. No tiene la menor importancia. Soy el portavoz del pueblo, nada m?s.

El ujier se fue y, a la sombra de las columnas del p?rtico, Andr?-Louis dej? vagar la mirada sobre la multitud de rostros aglomerados a sus pies.

Entonces lleg? el presidente, seguido por otros hombres deseosos de saber las noticias que tra?a aquel joven desconocido.

– ?Sois mensajero de Rennes?

– Soy el delegado que env?a el Casino Literario de aquella ciudad para informaros de lo que all? sucede.

– ?Cu?l es vuestro nombre?

Andr?-Louis call? un instante.

– Creo que cuantos menos nombres pronunciemos mejor.

El presidente abri? los ojos desmesuradamente y se puso muy serio. Era un hombre corpulento, de mejillas coloradas, autosuficiente. Tras un momento de vacilaci?n, dijo:

– Entrad en la C?mara.

– Con vuestro permiso, se?or, quiero comunicar mi mensaje desde aqu?.

– ?Desde aqu?? -dijo el gran comerciante frunciendo el entrecejo.

– Mi mensaje es para el pueblo de Nantes, y s?lo desde aqu? puedo hacerlo llegar al mayor n?mero de habitantes. No s?lo es mi deseo, sino el de aquellos a quienes represento, que este mensaje sea escuchado por la mayor cantidad de ciudadanos posible.

– Decidme, caballero, ?es cierto que el rey ha disuelto los Estados?

Andr?-Louis mir? al presidente. Sonri? como pidiendo perd?n, e hizo se?as hacia la multitud, que ahora se empinaba para ver mejor al esbelto joven que hab?a hecho salir al p?rtico al presidente y a otros miembros de la C?mara. El curioso instinto de las masas, les hac?a presentir que aqu?l era el portador de las noticias que estaban esperando.

– Llamad tambi?n al resto de los miembros de la C?mara, caballero -dijo Andr?-Louis-, y as? podr?is o?rlo todos.

– Que as? sea.

Una orden bast? para que los miembros de la C?mara se reunieran en lo alto de la escalinata, dejando despejado en el ?ltimo pelda?o un espacio en forma de herradura.

All? se coloc? Andr?-Louis dominando a todos los reunidos. Se quit? el sombrero y lanz? el primer ob?s de una alocuci?n que fue hist?rica, pues marc? una de las grandes etapas de Francia en su avance hacia la revoluci?n.

– ?Pueblo de la gran ciudad de Nantes, vengo a llamaros a las armas!

En medio del estupefacto, y m?s bien asustado, silencio que sigui? a estas palabras, Andr?-Louis mir? detenidamente a su p?blico durante un instante y prosigui?:

– Soy un delegado del pueblo de Rennes, encargado de anunciaros lo que ocurre, y he venido a invitaros, en esta hora de peligro para nuestro pa?s, a levantaros y marchar en su defensa.

– ?Vuestro nombre, vuestro nombre! -gritaron varias voces hasta convertirse en el grito un?nime de toda la multitud.

El joven no pod?a contestar a aquella masa excitada como lo hab?a hecho con el presidente. Era necesario que mostrara su compromiso y as? lo hizo:

– Mi nombre -dijo- es

Ahora estallaban aclamaciones. Andr?-Louis los hab?a hechizado con su irresistible ret?rica. Y no dej? de aprovechar aquel j?bilo popular:

– Juremos -grit? a pleno pulm?n- alzar en nombre de la humanidad y de la libertad un baluarte contra nuestros enemigos; oponer a su ambici?n sedienta de sangre la serena perseverancia de los hombres cuya causa es justa. Dejemos aqu? constancia de nuestra protesta contra cualquier tir?nico decreto que en el futuro nos declare sediciosos cuando lo ?nico que nos anima son puras y justas intenciones. Juremos por el honor de nuestra patria que si uno de nosotros fuese llevado ante un injusto tribunal y se intentara contra ?l uno de esos actos llamados de conveniencia pol?tica -que de hecho no son sino actos de despotismo- juremos, digo, dar plena expresi?n a la fuerza que est? en nosotros y usarla en defensa propia con el coraje y la desesperaci?n que nos dicte la conciencia.

Los aplausos apenas dejaron o?r estas ?ltimas palabras. Andr?-Louis observ? con satisfacci?n que incluso algunos ricos comerciantes le aclamaban y le estrechaban la mano, pues no s?lo participaban pasivamente de aquel entusiasmo, sino que lo lideraban. Eso le confirm? que la filosof?a en la que se inspiraba el nuevo movimiento ten?a su origen en la burgues?a, y que si estas ideas se llevaban a la pr?ctica, lo m?s l?gico ser?a que aquella misma burgues?a ocupara el lugar que ahora detentaba la aristocracia. Si pod?a decirse que Andr?-Louis hab?a encendido en Nantes la antorcha de la Revoluci?n, no era menos cierto que aquella antorcha se la hab?a entregado la opulenta burgues?a de la ciudad.

Ni que decir tiene cu?les fueron las consecuencias de aquel discurso. La Historia nos cuenta que el juramento que

CAP?TULO IX La secuela

Ca?a la tarde del siguiente d?a cuando Andr?-Louis se acercaba a Gavrillac. Consciente de la alarma que causar?a la presencia del ap?stol de la Revoluci?n que hab?a llamado a las armas al pueblo de Nantes, quiso que se ignorara en lo posible su paso por aquella ciudad. Por eso dio un largo rodeo, cruzando el r?o en Bruz y volvi?ndolo a vadear un poco m?s arriba de Chavagne, aproxim?ndose a Gavrillac por el norte para hacer creer que volv?a de Rennes, a donde todos sab?an que hab?a partido un par de d?as antes.

Empezaba a anochecer y, deb?a de hallarse a una milla del pueblo cuando observ? que alguien a caballo avanzaba lentamente hacia ?l. Estaban a pocos metros de distancia cuando not? que aquella persona se inclinaba para verlo mejor. Enseguida oy? una voz de mujer llam?ndole:

– ?Eres t?, Andr?? ?Por fin!

Un poco sorprendido, Andr?-Louis detuvo su caballo, y entonces oy? otra pregunta impaciente, ansiosa:

– ?D?nde estabas?

– ?Que d?nde he estado, prima Aline? ?Oh!… viendo mundo.

– Desde el mediod?a he estado recorriendo este camino, esper?ndote -la joven hablaba anhelosa, apresuradamente-. Esta ma?ana lleg? desde Rennes una compa??a de gendarmes a caballo busc?ndote. Registraron el castillo y el pueblo hasta que descubrieron que regresar?as montado en el caballo que alquilaste en la posada El Bret?n Armado. All? est?n al acecho. Durante toda la tarde te he estado esperando para avisarte y evitar que caigas en la trampa.

– ?Mi querida Aline! ?Cu?nto me duele haberte causado tanta preocupaci?n!

– Eso no tiene importancia.

– Al contrario, es la cosa m?s importante que me has dicho. El resto s? que carece de importancia.

– ?Pero no te das cuenta de que han venido a arrestarte? -pregunt? ella cada vez m?s impaciente-. Te buscan por sedicioso y por orden del se?or de Lesdigui?res.

– ?Sedicioso? -pregunt? Andr?-Louis evocando los acontecimientos de Nantes. Era imposible que en tan poco tiempo tuvieran noticias de ello en Rennes.

– S?, por sedicioso. A causa del discurso que pronunciaste en Rennes el mi?rcoles.

– ?Ah, eso? -exclam? ?l-. ?Bah!

Por el tono aliviado de Andr?-Louis, de haber estado m?s atenta, ella hubiera comprendido que aquel desd?n revelaba el temor a las consecuencias de otra maldad m?s grave.

– En realidad no fue nada -coment? ?l.

– ?Nada?

– Casi sospecho que la verdadera misi?n de esos soldados ha sido mal interpretada. A buen seguro han venido para darme las gracias de parte del se?or de Lesdigui?res. Yo contuve al pueblo de Rennes cuando estaba decidido a quemar el palacio con ?l dentro.

– Despu?s de haberlo incitado a que lo hiciera. Supongo que te asustaste al ver lo que hab?as provocado, y en el ?ltimo momento te echaste atr?s. Pero dijiste cosas del se?or de Lesdigui?res que ?l no olvidar? jam?s.

– Es cierto -dijo Andr?-Louis pensativo.

Pero la se?orita de Kercadiou ya lo hab?a previsto todo y alert? al joven acerca de lo que ten?a que hacer:

– No puedes entrar en Gavrillac -le dijo-; tienes que apearte de ese caballo y dejar que yo me lo lleve. Esta noche lo dejar? en la cuadra del castillo, y ma?ana por la tarde, cuando est?s bien lejos, lo devolver? a la posada.

– ?Pero eso es imposible!

– ?Imposible? ?Por qu??

– Por varias razones. Una de ellas es lo que a ti pudiera sucederte si te atreves a hacer tal cosa.

– ?A m?? ?Crees que me dan miedo esa partida de patanes enviados por Lesdigui?res? Yo no soy la sediciosa.

– Pero es casi como si lo fueras si ayudas a un sedicioso. ?sa es la ley.

– ?Y a m? que me importa la ley? ?Crees que la ley se atrever?a conmigo?

– Por supuesto que no. Est?s protegida por uno de los abusos que denunci? en Rennes. Lo hab?a olvidado.

– Denuncia todo lo que quieras, pero mientras tanto aprov?chate de mi condici?n. Ven, Andr?, haz lo que te digo. Baja de tu caballo.

Viendo que ?l titubeaba, ella le tendi? la mano y lo cogi? por el brazo. Su voz vibraba fervorosamente:

– T? no te das cuenta de la gravedad de tu situaci?n. Si esa gente te atrapa, es casi seguro que te ahorcar?n. ?Te das cuenta? No puedes ir a Gavrillac. Tienes que alejarte enseguida y desaparecer durante un tiempo, hasta que todo est? olvidado. Mientras mi t?o no consiga tu perd?n, debes esconderte.

– Eso llevar? mucho tiempo -dijo Andr?-Louis-. Porque el se?or de Kercadiou nunca cultiv? amistades en la corte.

– Pero s? ha cultivado la del se?or de La Tour d'Azyr -le record? ella para su asombro.

– ?Ese hombre! -grit? indignado, y luego se ech? a re?r-: ?Pero si fue contra ?l que levant? la c?lera del pueblo de Rennes! Ya veo que no te contaron todo mi discurso.

– S? me lo contaron, y eso tambi?n.

– ?Ah! ?Y a pesar de todo quieres salvarme, a m?, al hombre que busca la muerte de tu futuro esposo, sea a manos de la ley o de las del pueblo? ?O acaso el asesinato del pobre Philippe te abri? los ojos, y al ver el verdadero car?cter de ese hombre, has dejado tu ambici?n de llegar a ser la marquesa de La Tour d'Azyr?

– A veces no demuestras ninguna capacidad de razonar.

– Tal vez. Pero no llego al extremo de imaginar que el se?or de La Tour d'Azyr mueva un solo dedo para salvarme a m?.

– En lo cual, como de costumbre, te equivocas. Puedes estar seguro de que lo har? si yo se lo pido.

– ?Si t? se lo pides? -el horror se dej? traslucir en la voz de Andr?-Louis.

– Claro que s?. Todav?a no he dado mi consentimiento para ser marquesa de La Tour d'Azyr. A?n lo estoy pensando. Y esa situaci?n ofrece ventajas, entre otras, la de asegurarse la completa obediencia del pretendiente.

– ?Ah, ya veo! Entiendo. Piensas decirle: «Si me neg?is esto, yo me negar? a ser marquesa». ?Es eso lo que quieres decir?

– Si fuera preciso, puedo hacerlo.

– ?Y no ves que eso te comprometer?a? Estar?as en sus manos y faltar?as a tu palabra de honor si luego le rechazaras. ?Crees que puedo consentir que por mi culpa caigas en sus manos? ?Crees que querr?a perjudicarte de ese modo, Aline?

Ella solt? el brazo de Andr?-Louis.

– ?Oh, est?s loco! -exclam? la joven perdiendo la paciencia.

– Es posible, pero prefiero estar loco. Prefiero eso antes que tu cordura. Con tu permiso, Aline, voy a entrar en Gavrillac a caballo.

– ?No, Andr?, no debes hacerlo! ?Te matar?n! -alarmada, Aline retrocedi? con su caballo para cerrarle el paso.

Ya era noche cerrada, pero la luna se abri? paso entre las nubes para disipar las tinieblas.

– Vete -le rog? ella-. S? juicioso y haz lo que te pido. Mira, ah? viene un carruaje. ?Ojal? no nos encuentren aqu? juntos!

Andr?-Louis se decidi? r?pidamente. No era hombre que se complaciera en falsos hero?smos, ni ten?a el menor deseo de conocer la horca que el se?or de Lesdigui?res le destinaba. La tarea inmediata que se hab?a impuesto estaba cumplida. Hab?a logrado que todos oyeran -y en tono en?rgico- la voz que el se?or de La Tour d'Azyr cre?a haber silenciado. Pero si bien su tarea hab?a terminado, no ten?a la menor intenci?n de que acabara su vida.

– Aline, s?lo te pongo una condici?n. «. -?Cu?l?

– Que jam?s le pidas al se?or de La Tour d'Azyr que me ayude.

– Ya que insistes y el tiempo apremia, la acepto. Y ahora cabalga conmigo hasta la vereda. Ya el coche se acerca.

La vereda a la que se refer?a Aline part?a de la carretera a unas trescientas yardas de donde estaban y llevaba directamente, colina arriba, hasta el castillo. En silencio, Andr? y Aline penetraron con sus cabalgaduras en el camino vecinal, bordeado de espesos setos. Cuando llevaban recorridas unas cincuenta yardas, ella se detuvo:

– ?Ahora! -dijo.

?l la obedeci?, se ape? del caballo y le entreg? las riendas.

– No tengo palabras para agradecerte lo que haces -dijo ?l.

– No es necesario -contest? Aline.

– Espero que alg?n d?a te lo podr? pagar.

– Tampoco eso ser? necesario. Era lo menos que pod?a hacer. No quisiera o?r decir que te han ahorcado, ni tampoco lo querr?a mi t?o, aunque est? muy enojado contigo.

– Eso supongo.

– No puede sorprenderte. Fuiste su delegado, su representante. Confiaba en ti, y ahora has cambiado de casaca. Con raz?n est? indignado, te llama traidor y jura que nunca volver? a dirigirte la palabra. Pero no quiere que te ahorquen, Andr?.

– Por lo menos estamos de acuerdo en algo, pues yo tampoco lo quiero.

– Har? todo lo que pueda para que hag?is las paces. Y ahora… adi?s, Andr?. Escr?beme cuando est?s a salvo.

– Que Dios te bendiga, Aline.

Ella se fue y ?l se qued? escuchando el ruido de los cascos de los caballos hasta que se extingui? en la distancia. Entonces, lentamente, cabizbajo, volvi? sobre sus pasos en direcci?n a la carretera, dudando qu? rumbo tomar. De pronto se detuvo, recordando que casi no ten?a dinero. No ten?a d?nde esconderse en toda Breta?a y mientras estuviera all?, el peligro era inminente. Pero para salir de la provincia tan r?pidamente como aconsejaba la prudencia, necesitaba caballos. ?C?mo iba a conseguirlos si s?lo ten?a un luis de oro y algunas monedas de plata?

Adem?s, estaba muy cansado. Hab?a dormido muy poco desde la noche del martes, y hab?a pasado largo tiempo cabalgando, lo cual era fatigoso para alguien que no estaba acostumbrado a montar a caballo. Estaba tan exhausto que era imposible pensar que pudiera llegar muy lejos aquella noche. Tal vez podr?a llegar hasta Chavagne. Pero cuando llegara all?, necesitar?a cenar y dormir. ?Y qu? har?a al d?a siguiente?…

De haberlo pensado antes, Aline hubiera podido prestarle algunos luises. Estuvo a punto de seguirla hasta el castillo, pero la prudencia le detuvo. Antes de que pudiera hablar con ella, le ver?an los criados y la noticia de su llegada correr?a de boca en boca por todo el pueblo.

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