Lunes
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Berthe habia desollado y destripado la liebre antes de llevarse a la cama una de sus jaquecas, provocada, gruno, por el reflejo de la luz en la nieve. Sophie troceo el animal muerto, dividiendo el cuarto trasero, y dejo la cabeza a un lado para hacer caldo. Cubrio la carne con harina, pimienta y sal, derritio grasa de carne de vaca en una sarten y, cuando empezo a chisporrotear, anadio una cebolla cortada en dados y dos dientes de ajo cortados finos.
Mathilde tenia un resfriado y fiebre. Era inutil intentar bajarsela haciendole sudar, se negaba a estarse quieta en la cama y apartaba las mantas de una patada.
Sophie echo la carne a la sarten, junto con las hierbas secas -perejil, mejorana, salvia, tomillo-, dos hojas de laurel y un trozo de macis. Habia salido al amanecer con Jacques para quitar la nieve de los toldos de lona que protegian sus plantas en invierno, y no habia logrado volver a entrar en calor en todo el dia.
Si ella habia hablado sin pensar, el doctor Morel habia sido injusto, atribuyendo el peor sentido a palabras que, aunque torpes, habian sido dichas con la intencion de reconfortar.
Puso la carne dorada en una vasija alta de barro, junto con dos tazas de vino tinto y caldo de carne de vaca espesado con la sangre de la liebre. Por ultimo, metio un pedazo de muselina en el cuello de la vasija y lo enrollo alrededor de la boca.
Eso es muy tipico de los de su clase. Oh, que injusto, que injusto era meterla en el mismo saco que los Hubert y Caussade.
Una cazuela de agua ya estaba hirviendo. Sumergio la vasija en ella.
Ellos habian dado la bienvenida a 1789. Aun cuando a padre le gustaria enrollar pulcramente la Revolucion, atarla con un lazo y ponerla a buen recaudo. Era su mente de abogado: le gustaba el orden, era intransigente con los cabos sueltos.
Stephen se equivocaba al afirmar que habia una conexion entre los artistas y los revolucionarios: su manera de ver el mundo era antitetica. El arte insistia en la particularidad: lo unico que importaba era esta mujer, ese cielo, aquellos arboles. No podia compararse eso con «su clase».
Se moria por decir todo eso y mas. Se habia planteado escribir a Joseph. Hasta se habia visualizado esperandolo cuando fuera a visitar a un paciente al pueblo; veia la escena con detalle: su caballo gris trotando por el sendero entre setos, ella saliendo por casualidad del bosque con una cesta de castanas, con la chaqueta verde que solo tenia dos inviernos. Lo imaginaba disculpandose con humildad mientras ella se mostraba serena e indulgente, y exhibia solo una pizca de
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En el quai des Grands Augustins, un hombre vendia castanas asadas. El negocio andaba flojo: hacia tanto frio que nadie queria detenerse en su puesto.
La carta que Stephen sostenia tenia fecha del 9 de septiembre. Habia llegado sin problemas dos semanas antes de Navidad.
Se dijo que habia intentado ir. Habia querido partir en marzo, en mayo.
George escribia que el final habia sido repentino y sereno: «Cuando Hatty entro en la habitacion de mama por la manana no pudo despertarla. Mandamos llamar a Belleville, pero no habia nada que el pudiera hacer, y ella no volvio a recuperar el conocimiento».
Habia querido ir.
No podia dejar de pensar en su pelo, que le llegaba hasta los muslos cuando lo llevaba sin trenzar. El se sentaba en su regazo y ella dejaba que el pelo le cayera alrededor, una cortina dorada y ondulada que lo protegia. El lo acariciaba y el pelo brillaba bajo su mano, cerraba los ojos e inhalaba una tibia fragancia a carne. «Ella nunca se quejaba, de modo que no tenemos ni idea de cuanto sufrio.»
El padre de Stephen, John Fletcher, habia sido un arquitecto de cierto renombre, unico hijo de una antigua familia de Virginia conocida en toda la colonia por la solidez de sus inversiones y la excentricidad de sus ocupaciones: la arquitectura, por ejemplo. En su juventud poseyo un talento innegable, un encanto sin limites, un perfil clasico y una fortuna personal. La buena sociedad se aseguro de que las invitaciones que recibia de damas con hijas casaderas llenaran tres repisas de chimeneas y pasaran a una mesa de alas abatibles.
Un dia un empresario llamado Edward Clay fue a ver al arquitecto con la intencion de contratar sus servicios; Clay iba a casarse el ano siguiente y deseaba empezar su vida de casado en una mansion disenada por el hombre cuya estrella parecia resuelta a brillar mas que el firmamento. Fletcher declino la oferta; acababa de contratar a un secretario para rechazar encargos, y no tenia necesidad de los altos honorarios que Clay le habia ofrecido como incentivo. Pero declino encantadora y evasivamente, como era su estilo, porque detestaba no complacer; de modo que Clay se quedo con la impresion de que todavia era posible hacer cambiar de parecer al joven, y acometio tal tarea, insistiendo en que asistiera a una cena intima para treinta organizada en honor de su futura esposa. Asi fue como el arquitecto se encontro a si mismo sentado a la derecha de una joven de diecisiete anos con hilos de oro por cabellos. Ella le sonrio, y sus vidas dieron un viraje y colisionaron. A primera hora del siguiente dia, Fletcher aceptaba la oferta de Clay. Despues de lo cual fue necesario llamar a mademoiselle Caroline Gallier para informarle del hecho; y, antes de que ella volviera al sur con sus tios, fue imprescindible solicitar su opinion sobre toda clase de urgencias arquitectonicas, desde las dimensiones de los salones octogonales hasta la seleccion de los materiales para los cimientos. El escandalo que inevitablemente siguio tuvo repercusiones en el comercio, la agricultura, la navegacion y -como no- la arquitectura, y animo las sobremesas de dos continentes. John Fletcher y su esposa yacieron en su lecho envueltos en el brillante desorden de los cabellos de ella, riendo entre besos.
«Haced lo que os dicte vuestro corazon -aconsejaba ella anos despues a sus hijos cuando titubeaban entre varias opciones-. Haced lo que os dicte vuestro corazon y sed felices.»
Asi, en lugar de regresar a casa Stephen habia pasado el verano en Italia. En Toulouse, despues de dos semanas deliciosas, Claire habia expresado en alto sus escrupulos; el se habia dejado convencer. El virtuoso drama del amor al que habia renunciado lo sostuvo a traves de todo lo que siguio: frescos, ruisenores, diarrea, campanarios, opera, cardenales, rateros, marmol, limoneros, claroscuro, tumbas, vistas, malos entendidos, luz de la luna, quema-duras del sol, querubin, caseras, mortadela, cipreses, retrasos, alcantarillas, grutas, martirios, tripticos, terracota. Daba solitarios paseos a lo largo de viejos rios y experimentaba con la melancolia.
Cuando volvio a Paris le esperaba la carta de su madre. Decia que lamentaba que hubiera cambiado de planes puesto que deseaba volverlo a ver. Ni una palabra de su enfermedad, por supuesto. Le decia que temia por su seguridad, que habia perdido a su marido en una revolucion y no queria perder a su hijo en otra.
Llevaba dos dias muerta cuando el habia leido la carta con una sonrisa y la habia dejado a un lado. ?La habia contestado siquiera?
«Estamos perturbados por los alarmantes informes que nos llegan de los esclavos que se estan rebelando en Saint-Domingue y esperamos fervientemente que los disturbios no lleguen hasta aqui.» Y mas adelante: «?Cuando regresaras para hacerte cargo de la plantacion?».
El habia querido ir. Arrojarse a los brazos de su madre, explicarles a todos que no podia hacer lo que esperaban de el, que sus ambiciones no eran los fragiles suenos de un nino, sino las resueltas intenciones de un hombre que no iba a dejarse disuadir. La semana anterior sin ir mas lejos se habia encontrado a si mismo frente a la oficina de transporte, y de no haber sido porque llegaba tarde a una cita con Chalier para almorzar, habria preguntado por un camarote para el Ano Nuevo.
El amor siempre era urgente. ?Como podia haber creido posible posponerlo, dejarlo de lado en un estante y tomarlo de vez en cuando para quitarle el polvo?
Entre las grandes ideas redentoras que habian revolucionado su siglo estaba la creencia en que todo el mundo tenia derecho a la felicidad. La gente era en esencia buena, y todos, no solo una minoria privilegiada, tenian derecho a sacar provecho de la vida. Stephen creia sin duda en tales cosas. Piensenlo bien antes de tacharlo de necio y equivocado.
La oscuridad habia invadido la habitacion a su espalda mientras el cielo invernal se tenia de rosa y malva sobre el Sena. Se aparto de la ventana, encendio velas y, sentandose a la mesa, empezo a escribir: «Amor mio, se que acordamos que era mejor no volver a vernos».