A ambos lados del sendero florecen convolvulos rosas, arvejas moradas y zuzones amarillos que no logran conmover a Sophie, poco sentimental con las malas hierbas. Proliferan las amapolas escarlata. Entre los setos hay collejas azules, dedaleras color crema, madreselvas que se enroscan en el sentido de las agujas del reloj alrededor de brionias y zarzas perrunas.
– Asi llamadas -dice Saint-Pierre, alargando una mano para derribar con su baston un grupo de petalos marrones y finos como el papel- porque se creia que su raiz curaba las mordeduras de un perro rabioso. -Sophie era nina cuando oyo por primera vez ese aspecto de la cultura tradicional; su padre lo repetia indefectiblemente cada verano.
Pasan de largo un pequeno prado triangular verde intenso, un rincon secreto guardado por altos saucos y espinos. Una vaca del color del barro baja la cabeza y muge con tristeza. Aun no ha venido nadie a ordenarla.
– Voy a necesitar un poco mas de dinero -dice Sophie-, para comprar comida y pagar al medico.
Su padre hace un ruidito que podria ser de conformidad, de protesta o de ambas cosas. Mas tarde, dice:
– Me gusta ese joven que ha venido en lugar de Ducroix… ?Se llamaba Morel? No es un viejo estupido y quisquilloso.
– Solo lo dices porque el doctor Ducroix te aconseja que comas menos. Y porque te gana al ajedrez.
– Por supuesto -admite el serenamente-. ?Que mas pruebas de la iniquidad del hombre requiere el tribunal?
Han llegado al lugar proximo a la cresta donde un endrino les bloquea el paso y deben girar a izquierda o derecha para continuar. Siempre se entretienen un rato alli antes de tomar el camino que se aleja de Castelnau y se interna en el bosque; una oportunidad para que Saint-Pierre recupere el aliento sin que lo parezca.
– El entusiasmo puede ser algo positivo -dice ahora, apoyandose en su baston-. Pero mas vale guardarse de los entusiastas. Tienen buenas intenciones y eso siempre los lleva a cometer excesos.
Sophie lo mira de reojo, tratando de decidir a que se refiere. Pero el mira hacia el otro lado, donde las ultimas sombras de la tarde trepan por las colinas; de todos modos, piensa ella, prefiero no saberlo.
5
Cuando no encuentras a Sophie por ninguna parte, esta entre sus rosas.
Stephen no llevaba ni diez dias en Montsignac y ya lo habia aprendido. Sin embargo, primero estaba Mathilde, tumbada en la hierba leyendo. Miro alrededor enseguida.
Brutus.
– Cada vez que cruzo esa puerta… es como cruzar el umbral del Eden.
– No encontraras aqui a tu angel. La naturaleza tiene un efecto funesto sobre el calzado.
– ?Que estas leyendo? -pregunto el, afectuoso. Tenia sus ideas acerca de los ninos. Como todas las nociones adquiridas sin esfuerzo, no eran faciles de desalojar.
Ella le paso el libro: «No llevaba mas ropa que un chaleco de marinero, un par de calzones de hilo abiertos hasta las rodillas y una camisa de hilo azul; nada que pudiera dar una pista de que pais provenia. En los bolsillos no tenia mas que dos monedas y una pipa; esto ultimo era para mi mucho mas valioso que lo primero».
– Cuando era pequeno queria ser Robinson Crusoe.
– La historia es bastante buena -dijo Mathilde-, pero seria mejor si no hubiera puesto tanta filosofia.
– Mi hermano y yo jugabamos a ser naufragos. El era mayor, asi que yo siempre hacia de Viernes.
– Yo voy a ser exploradora. Como Bougainville, pero no me molestare con los tropicos. Navegare hacia el norte. -Montanas de hielo tenidas de malva, luces danzando en el cielo nocturno, marineros de pelo cano que habian perdido los dedos. Monstruos blancos y sin ojos que guardaban cavernas insondables donde se estrellaban las olas. Ella de pie en el puente del barco, envuelta en pieles.
Stephen fue a buscar a Sophie.
El jardin no era grande, pero los senderos curvos y la ingeniosa distribucion de las plantas creaban la ilusion de espacios frondosos. Todo ello habia sido obra de Marguerite de Saint-Pierre, porque los jardines, como todo lo demas, eran testimonio de la reaccion contra la formalidad que habia dominado todo el siglo. Marguerite sencillamente no podia soportar los parterres. Le ponian enferma los arbustos artisticamente recortados. Por fortuna, los abuelos de Saint-Pierre, gente anticuada que vivia aislada en el campo, nunca habian sucumbido a los peores excesos de la simetria y los tejos heraldicos. Aun asi, desde los primeros anos de su matrimonio Marguerite se habia paseado por Montsignac pensando que habia mucho por hacer. Mando traer catalogos, hizo largas listas de plantas, lleno pagina tras pagina de su cuaderno de bocetos de disenos de jardin. Hablaba, con los ojos brillantes, de grutas, cascadas y algo llamado Meandro Serpenteante. Describia alamedas que salian de la casa segun un diseno de
Mencionaba una ermita. Saint-Pierre no queria sino complacerla, pero la imitacion de la naturaleza parecia llevar el camino de arruinarlos. «Querida -habia dicho por fin-, esto no es Inglaterra.»
De modo que los limeros angustiosamente simetricos sobrevivieron y se abandonaron los planes de crear un parque natural. Sin embargo, no todo se perdio. Un buen general aprovecha toda oportunidad que se le presenta. Marguerite concentro sus esfuerzos en el viejo jardin que habia junto a la casa, donde los claveles, malvas locas, tulipanes y crestas de gallo habian sido ordenados en parterres rectangulares bordeados de boj, y la grava siempre estaba recien rastrillada. Las hierbas y plantas que se mecian en los prados no tardaron en transformar esos solemnes parterres, y la grava cedio paso a senderos cubiertos de hierba que se convertian en barro en invierno, pero que eran innegablemente mas naturales. Plantas estrategicamente colocadas suavizaron las lineas rectas convirtiendolas en masas irregulares de follaje. De la noche a la manana desaparecieron las alfombras de siemprevivas, un seto de alhena fue sustituido por otro de escaramujo. Las trepadoras y enredaderas treparon y se enredaron por todas partes. Por fortuna, habia un arbol de Judas rindiendose al fatal abrazo de la hiedra: daba la nota adecuada de melancolia.
Marguerite tenia destreza, determinacion, capacidad para trabajar duro. Su jardin era un lugar de lo mas agradable. Los amigos que venian a verlos desde Toulouse se reconocian encantados, solicitaban plantas y consejos. Paseando tras ellos, lo unico que podia pensar ella era que no habia realizado sus ambiciones. Peor aun: la culpa era solo suya.
La dificultad estaba en su debilidad por las plantas aromaticas. Ni los lirios de los valles ni las violetas blancas silvestres lograban satisfacer su anhelo, que exigia flores cultivadas. Permitio que los jacintos, alhelies y fresias importunaran a los perifollos y malvas. Planto jeringuilla. No podian faltar los guisantes de olor. Escribio pidiendo que le mandaran fragantes lirios de Virginia, diciendose que todas las plantas americanas eran en el fondo silvestres. Descubrio, tras una breve y feroz lucha interior, que era incapaz de renunciar a las rosas: se amotinaban en rincones soleados, trepaban por las paredes del patio, competian con el jazmin y la madreselva de cuello amarillo por la posesion de una pergola. «Pero son unas flores bonitas», decia Saint-Pierre, desconcertado ante tanto trastorno. «No son naturales», respondia ella con tristeza.
Sentada en la hierba, Sophie escuchaba a sus padres y comia rosas.
El verano que cumplio cuatro anos, su padre le conto la historia del emperador Heliogabalo, en cuyos banquetes hacia llover tal cantidad de petalos de rosas sobre los invitados que casi todos morian asfixiados. «?Que quiere decir asfixiado?», habia preguntado ella. Y Saint-Pierre, lamentando ya su impulso didactico y deseando evitar la brutalidad, habia respondido con evasivas, diciendole que para los romanos la rosa simbolizaba la vida eterna por su asociacion con los dioses. Poco despues encontraron a Sophie tumbada boca arriba en una resguardada esquina bajo una gruesa capa de petalos de rosa. «Soy un romano -informo a su madre-. Me estoy asfixiando en una rosa.»
Con constancia y determinacion, en los anos que siguieron a la muerte de Marguerite las rosas habian invadido el jardin. Se sacrifico un grupo de avellanos porque los rosales engordaban con la luz del sol.
– Venderemos la lena -dijo Sophie, aunque nadie le habia preguntado-. Pensad en el dinero que nos dara este invierno.
Los arbustos que hacian de pantalla, como los viburnos y las varas de oro silvestres, fueron sustituidos por espalderas a fin de acomodar mas rosales trepadores. Las plantas delicadas o exigentes, abandonadas a sus propios medios, languidecieron y murieron sin que nadie reparara en ellas; los rosales acaparaban toda la atencion de Sophie.
Los que crecian en su jardin, los resistentes y longevos rosales del siglo XVIII, soportaban mucho mejor el abandono que sus actuales descendientes. Pero ningun jardinero se libra del trabajo arduo y la poda. En el gris y deprimente mes de diciembre, Sophie cortaba los largos vastagos laterales con la crueldad que caracteriza el verdadero deseo. Las ramitas muertas las retiraba en primavera, y podaba con cuidado las ramas floridas en verano, una vez terminada la estacion. Alrededor de los arbustos plantaba ajo para aumentar su resistencia a las enfermedades, y el mantillo refrescaba sus raices y reducia al minimo las malas hierbas cuando lo esparcia generosamente sobre los capullos. Para el riego acudia a Jacques, su viejo criado, y a un voluminoso y pesado artefacto de hierro llamado carretilla de agua, arduo por partida doble. Habia que vigilar a la vieja yegua de Saint-Pierre a la espera de sus tibios excrementos, que Sophie dejaba reposar en un apestoso barril hasta que juzgaba que la mezcla era lo bastante fetida. Iba por los pueblos y aldeas en busca de plantas nuevas, llamaba con descaro a puertas de desconocidos para pedirles esquejes cuando un ramillete que colgaba de una terraza despertaba su interes, y se la habia visto robar cuando la peticion era rechazada.
– Cuando se trata de rosas -decia Mathilde con admiracion-, Sophie se vuelve descarada.
Cruel, osada, descarada; las rosas le brindaban a Sophie la oportunidad de ser todas esas cosas.
?Como pensar en ella? Una joven lo bastante culta para tener curiosidad, pero ni mucho menos con la suficiente formacion para satisfacerla; una mujer sin belleza ni riqueza y, por tanto, con pocas posibilidades de contraer matrimonio. ?Como pensar en su epoca? Las inimaginables, ineludibles y tediosas tareas como hacer jabon y coser prendas de vestir y mantelerias, el aburrimiento de las noches de invierno en que unas pocas y costosas velas proyectaban una luz tan tenue que lo mas sencillo (y calentito) era irse a la cama. ?Como pensar en su mundo? En todas partes, horizontes que se ampliaban -el oxigeno habia sido aislado, el Pacifico cartografiado, la monarquia absoluta en decadencia-, pero la ciencia y la historia llegaban a Montsignac en forma de anecdotas y rumores que facilmente parecian insignificantes al lado de un escandalo del pueblo o los danos causados por una helada prematura.
Puede comprenderse por que Sophie necesitaba las rosas.
Acostada en la cama con los ojos cerrados, se acariciaba la piel desnuda con una suave flor blanca.
En junio, cuando nadie la veia, seguia comiendo petalos de rosa.
Pero a finales de julio la floracion mas importante habia terminado, de modo que Stephen reparo en algunas rosas rezagadas de color rosado en un arbusto de hojas verde grisaceo. Arranco una, y cuando encontro a Sophie al otro lado de un brezo, se acerco a ella y se la puso en el cabello.
Ella se volvio del mismo color que la flor.
El se quedo cautivado por la transparencia -la
6
A1 volver andando del pueblo por el frondoso sendero que llevaba a su casa, a Sophie le habia salido al encuentro Mathilde.
– ?Ha llegado! Pense que estabamos a salvo otra semana.
– ?Has encerrado a
En el patio habia caballos, un carruaje, criados con librea. En el salon, Claire y Stephen se habian sentado lejos el uno del otro. Sophie advirtio que su hermana llevaba uno de sus vestidos mas bonitos, de muselina con un estampado de ramitos de rosas; la clase de vestido que una esposa se pondria para recibir a un marido al que no ha visto en seis semanas. De haber sabido que iba a verlo.
Hubert se paseaba por la estancia, hablando y toqueteando cosas. El cabello le raleaba, pero habia conservado su color; estaba tan orgulloso de su oscuro brillo que rara vez llevaba peluca. Sophie se habia dicho a menudo que un hombre de tez encendida y cabello oscuro no podia evitar parecer enojado; infelizmente para su teoria, su cunado siempre lo estaba.
– Que inesperado placer. Pensabamos que la semana que viene… -Al inclinarse para besarlo, retrocedio ante su horrible aliento.
Todo -el pasearse, el toqueteo, el retroceder- era bastante habitual.
– No os habeis enterado de nada, naturalmente, aislados en este atrasado lugar. -La seguridad en si mismo y las acusaciones eran endemicas en la conversacion de Hubert-. Esos cretinos de Paris se han superado a si mismos. Se han quedado toda la noche levantados en la Asamblea Nacional y han llegado a la conclusion de que su deber patriotico es suprimir todos los derechos feudales. Por supuesto, la mitad de esos diputados no tienen nada de su propiedad, lo que hace mas vivo su deseo de rebajarnos a todos a su nivel.
La mirada de Stephen iba de Claire a Sophie; una explicacion no habria estado de mas. Hubert tenia la firme intencion de proporcionarle una.
– Los privilegios de los que nuestras familias se han valido durante siglos. Sus legitimas fuentes de ingresos. -Empezo a enumerarlas con los dedos-: Los peajes y pontazgos, los censos, los derechos pagados por el uso del hogar, los impuestos sobre la venta de mercancias en ferias, el pago en especie, el pago en dinero. -Sus antepasados habian dado la vida por Francia, primogenito tras primogenito, durante generaciones. Se mordio el interior de la mejilla, abrumado por la injusticia de todo ello.
– ?No se olvida de algunos de los privilegios mas controvertidos, mi querido Monferrant? -pregunto Saint-Pierre desde el umbral. El primer ano de matrimonio de Claire, en pro de la justicia, se habia sentado a hacer una lista de las buenas cualidades de Hubert. Despues de «tiene excelente mesa», reflexiono un rato y se le ocurrio «directo».
Hubert arremetio con la punta de la bota contra un trozo gastado de alfombra. Los hombres como su suegro estaban hundiendo el pais. Una esposa hermosa y consciente de la diferencia de su rango era una cosa; el problema era la familia.
Saint-Pierre selecciono una silla que pudiera acomodar su mole y se volvio hacia Stephen. Se llevo los dedos entrelazados al monticulo de su tripa. Sus hijas se miraron con los ojos en blanco: su padre, el magistrado.
– Considere el caso del mainmorte: exige que el campesino obtenga el permiso de su senor para vender su propia tierra. Tambien le prohibe legarla a alguien que no sea un pariente directo que haya vivido bajo su techo. Y luego estan los antiguos derechos de caza que permiten al aristocrata criar aves rapaces que comen a su antojo los cultivos de los campesinos. Cuando las cosechas son malas, como el ano pasado, es lo que mas resquemores suscita.