La Joven De Las Rosas - Kretser Michelle de 5 стр.


1

Su sobrino hizo pompas de saliva desde su rodilla y rio.

– Cada vez se parece mas a ti -dijo. Y pensando: Menos mal, se vio obligada a preguntar-: ?Como esta Hubert?

Desde que el nino habia nacido, Claire rara vez se molestaba en fingir interes por su marido. La cara que puso estaba compuesta a partes iguales de indiferencia hacia Hubert e irritacion con Sophie por fingir lo contrario.

– ?Como voy a saberlo? Apenas lo vi en Paris. El y Sebastien se pasaban la vida conferenciando con miembros comprensivos de la Asamblea. Un grupo de ellos consiguio una audiencia con Lafayette y le sugirieron que el y su Guardia Nacional debian apoyar la causa de los aristocratas. Solo que la llaman la causa del rey, naturalmente, cuando se acuerdan.

– ?Y…?

– Todo lo que Hubert me dijo cuando le pregunte fue que me prohibia hablar de ese pedante. -Claire sonrio-. Pero Anne se entero por Sebastien que no habian dicho ni tres palabras cuando el general les ordeno que se marchasen antes de que los hiciera detener por traicion. Y mientras salian en tropel, les pregunto por que no llevaban su nueva escarapela tricolor y los obligo a hacer cola para que un guardia se las colocara. -Miro a Sophie y se echaron a reir-. ?Te lo imaginas? ?Hubert obligado a llevar una escarapela tricolor!

El nino, poco acostumbrado a la alegria, empezo a lloriquear. Su tia trato de calmarlo estrechandolo contra su cuello, pero Claire toco un timbre e hizo que se lo diera a su ninera.

– No, Sophie, no lo entiendes… No hay que mimar a los ninos.

Eso era otra cosa desde que habia nacido Olivier, penso Sophie. A la lista de todo lo que no podia comprender como mujer soltera habia que sumar todo lo que estaba fuera de su alcance como mujer sin hijos.

Claire, despues de haber dejado en claro lo que pensaba, se sintio como de costumbre movida a la conciliacion.

– Me alegro de que hayas podido venir enseguida. No tenia ninguna razon de ser el empeno de Hubert en que me marchara de Paris un mes antes de lo previsto. Esta convencido de que el populacho se volvera contra nosotros, prendera fuego al

trousseau.

2

La primavera llego, y le recordo lo solo que estaba. Los medicos con consulta fija, como Ducroix, podian permitirse escoger a sus pacientes; el no. El invierno lo habia visto recorrer penosamente las embarradas calles hasta las granjas y aldeas de la periferia (no podia permitirse tener un caballo, aunque alquilaba uno de los establos cuando se trataba de un caso urgente) o cruzar el puente hasta Lacapelle, donde no podian ser muy exigentes con sus medicos. Recorria una y otra vez el conocido plano de sus calles, los sucios callejones y las exiguas casas donde la enfermedad se acurrucaba entre los pobres como un amante, compartiendo su lecho, aferrandolos mientras dormian. Habia alli un olor caracteristico, un dulzon y persistente hedor compuesto de rio, sopa de col, tinte, excremento, alquitran, serrin, sudor, el barro dejado atras por la indefectible riada anual. Al desnudarse por la noche, lo imaginaba adherido a su ropa y olia las prendas que se habia quitado, asqueado solo a medias. El olor de su ninez, esperando siempre para reclamarlo. Cada dia cruzaba el puente y volvia a entrar en su dominio.

Tenia alquilada una habitacion en el segundo piso de la viuda de un cerrajero. Habria sido mas practico haberse alojado al otro lado del rio, en Lacapelle, donde ejercia de medico. Pero alli no dormiria.

Conforme los dias se hacian mas largos y el tiempo mas benigno, la soledad lo sacaba de su estrecha habitacion por las noches y lo llevaba hasta los confines de la ciudad, donde los jardines se fundian con los campos, y el mundo se extendia ante el en una oscuridad insondable. A menudo lo acosaban prostitutas durante esas excursiones. Pero le asustaban las infecciones de las que sabia eran portadoras y se apresuraba a dar media vuelta antes de que el deseo pudiera mas que el miedo.

Habia hecho dos visitas a Montsignac. En ambas ocasiones ella no habia estado. De todos modos, parecia imposible desde el principio. Por empobrecidos y afables que fueran los Saint-Pierre, no dejaban de ser los Saint-Pierre.

Tomo la costumbre de detenerse en las tabernas que medraban en las afueras de la ciudad, locales bulliciosos frecuentados por tenderos y artesanos -carniceros, panaderos, fabricantes de velas y palmatorias- asi como por unos cuantos porteros, criados y jornaleros. Lo saludaban con la cabeza, le invitaban a beber con ellos o lo dejaban tranquilo si lo preferia; su conversacion pasaba por encima de el envolviendolo, calmando su desazon.

Esa primavera solo se hablaba de las recientes elecciones municipales en las que el vicomte de Caussade habia salido nombrado alcalde, junto con un consejo formado por aristocratas, administradores de elite y clerigos de rango superior. Lacapelle habia votado por los revolucionarios; pero el resto de Castelnau, o al menos la parte de su poblacion masculina que tenia derecho a voto, habia preferido las promesas del vizconde de empleo para todos, fin de la carestia de alimentos y eliminacion de los indeseables; en pocas palabras, la restauracion del orden establecido.

Joseph tenia veintitres anos. Leia latin y griego, habia estudiado matematicas, fisica y quimica. Comprendia los mas sutiles matices de la obra innovadora de Lavoisier sobre la combustion y su relacion con la respiracion. Habria podido decir el numero de huesos de una mano humana. Practicaba la percusion de pecho, una moderna tecnica de diagnostico desarrollada en Viena, donde se habia observado que un pecho sano producia un ruido como de tambor cuando se le daban golpecitos con el dedo, mientras que un ruido amortiguado o agudo delataba la presencia de una enfermedad pulmonar.

Pero tenia veintitres anos.

Por ejemplo: le sorprendia que la clientela mas humilde de las tabernas no estuviera ni mucho menos unida en cuestiones politicas. Las discusiones entre los partidarios de Caussade y los que habian votado a los revolucionarios eran frecuentes y apasionadas. Una noche en que los debates y los animos habian sido particularmente acalorados, el expreso su sorpresa ante el apoyo que era capaz de obtener Caussade entre gente cuyos intereses dificilmente podia decirse que coincidieran con los de la minoria privilegiada que el representaba.

El hombre sentado a su lado suspiro.

– ?Que esperaba? Estos necios no ven mas alla de sus narices. Estan henchidos de orgullo provincial, de modo que Caussade les dice que la Revolucion esta siendo dirigida por parisinos. Odian a los protestantes, de modo que les asegura que la Revolucion esta siendo planeada y organizada por herejes que se han propuesto hacer triunfar su fe.

Con repentina brusquedad, el companero de Joseph golpeo la mesa con su jarra y bramo por encima del estruendo de voces:

– ?Tanto os han llenado la cabeza de mentiras vuestros curas que no queda espacio para el cerebro? El vizconde y sus compinches no se preocuparon por vosotros antes del ochenta y nueve y menos lo haran ahora, por mucho que os sonrian y os estrechen la mano el dia de las elecciones.

En el silencio subsiguiente, todas las caras se volvieron hacia el, que miro a Joseph.

– En fin, ?nos vamos?

Los siguieron murmullos de indignacion.

Recorrieron calles resbaladizas por la lluvia. Joseph habia cruzado unas palabras con Paul Ricard en anteriores ocasiones; le habia oido expresar su desden hacia el vizconde en el periodo previo a las elecciones; habia visto como los otros hombres lo escuchaban, inclinando la cabeza mientras el hablaba.

Sabia que Ricard era carnicero de profesion y tenia una tienda en Lacapelle. Era una figura imponente, alto, fornido, ancho de hombros, con una melena pelirroja. Para un hombre de su tamano, tenia un andar ligero, pero cojeaba levemente. La gente decia que era consecuencia de un accidente sufrido de nino, cuando un carruaje lo arrollo en una callejuela.

Joseph trataba de recordar quien le habia contado ese incidente cuando Ricard dijo:

– Todo el mundo habla de usted en Lacapelle, doctor. Dicen que no es demasiado orgulloso para entrar en la casa mas humilde. Antoinette Bergis, la trapera, dice que le debe la vida; y muchos como ella afirman que no cobra a los pacientes que no tienen medios para pagarle. Un buen hombre; no hay mejor reputacion.

El se sintio intensamente conmovido, pero sintio que no merecia el elogio. ?Habria trabajado con esa gente de haber podido escoger? ?Habia virtud en la necesidad?

– Dicen que usted crecio aqui.

?Quien le habia hablado por ultima vez con tanta amabilidad? Al principio no pudo responder. Luego hablo, hablo sin parar. De sus padres, de un hombre al que habia visto una vez golpear a un burro, de una fria trascocina, la manga de una bata de seda azul, dos ninos que acudian a el en sus suenos con estrellas de mar en lugar de manos, tratando de arrastrarlo hacia abajo, hasta su reino, una joven que habia conocido en Montpellier, algo que habia dicho su profesor de anatomia, su lugubre habitacion. La urdimbre y la trama de su pasado, el embrollado futuro.

Habian llegado al puente. Antes de separarse, Ricard le puso una mano en el hombro.

– Hemos creado entre varios un club para hablar de politica. Deberia venir. Creo que le parecera interesante.

Una vez mas empezo a llover.

3

La sabana tenia casi doscientos anos y se habia quedado muy fina con el uso. Habia que cortarla en dos trozos, darles la vuelta de modo que los extremos quedaran en el centro y luego coserlos. Eso explicaba por que Sophie estaba sentada junto a una ventana abierta una tarde de principios de mayo, dando puntadas furiosas y poco entusiastas.

Furiosas porque era uno de esos dias en que el ansia era intensa.

Lo llamaba el ansia en un esfuerzo por ridiculizarlo, disminuir su poder sobre ella. Lo identificaba con una sensacion a un tiempo de la mente y el cuerpo, un anhelo de… espacio, penso Sophie, junto con un paradojico deseo de proximidad, de sentir en su piel una mano que no fuera la suya.

El ansia podia adoptar la forma de desasosiego que la sacaba de casa, que convertia en disciplina el estarse quieta sentada, que la hacia tararear y bailotear por su cuarto, volviendose hacia un lado y hacia el otro frente al espejo, juzgandose con frialdad. O podia manifestarse como un estupor que le recorria poco a poco las venas, infundiendole lasitud en la sangre, haciendo que le pesaran los miembros, distorsionando el tiempo de tal manera que los minutos transcurrieran con languidez y se desbordaran ollas, se marchitaran rosas junto a un jarron, quedaran sin sumar columnas de numeros.

El ansia se apoderaba de ella y la sacudia en sus garras. Luego se aburria y la dejaba caer para regresar, furtivamente, en cuanto se descuidaba.

Remedios (todos de dudosa eficacia):

Ejercicio al aire libre: paseos energicos, cavar en el jardin

Ejercicio dentro de casa: cambiar los muebles de sitio, perseguir escaleras arriba y abajo a Matty que grita

Ejercitar la mente: jugar al ajedrez, leer libros que no sean novelas, trabajar la

(habia leido hasta el final del cartesianismo, p. 726, vol. II; tenia por delante 33 volumenes en cuarto y 200 paginas y pico)

Comer muchos dulces, deprisa

Ese dia, dos horas de caminata a paso vivo (con colinas) y un cuarto de libra de cerezas en conserva solo le habian proporcionado de momento un moderado alivio.

Faltan veintisiete dias para que llegue Stephen, penso Sophie, lo que equivale a solo dos dias de colada. Luego se corrigio: faltan veintisiete dias para que se muestre cortes conmigo e invite a Claire a dar un paseo hasta el rio.

La experiencia no habia dado motivos a Sophie para sentirse optimista. Y luego estaban los proverbios, fabulas y supersticiones que desaconsejaban el disfrutar de antemano la felicidad.

En lo alto de las escaleras se oyo un fuerte estrepito.

Me pregunto si han sido los ultimos platos de la vajilla buena, penso.

Hasta donde le alcanzaba la memoria, incluso cuando era nina, de la forma misteriosa en que quedan decididas las cosas en las familias sin que se tome ninguna decision, habia quedado sobreentendido que podia contarse con ella. Cuando se mataba el cerdo antes de carnaval, anunciando el anual ajetreo de trinchar, cortar y preservar, y hacia falta que alguien vigilara la grasa mientras se derretia. Cuando habia que llevar un paquete a las granjas vecinas para los intercambios rituales de morcillas,

Sophie penso en un dia no muy distinto de ese, el aire azul y el olor a espino, y su madre trajinando en la cocina, preparando la comida porque Berthe llegaba con retraso del mercado. Habia que desplumar un pollo. Sophie estaba de pie en el fregadero, pelando cebollas. En el otro extremo de la casa, Claire entonaba la escala musical.

Pero

Luego llego el terrible verano en que nacio Matty y murio su madre. Saint-Pierre se echaba la culpa de ambas cosas, y no se podia contar con el. Con los ojos enrojecidos las ninas iban de una a otra habitacion oscura. De la noche a la manana la casa habia perdido su olor a lecho de enfermo. La carta de la madrina de Claire, una viuda adinerada y sin hijos, permanecio sin abrir dias enteros; Claire rompio por fin el sello y le contesto enseguida diciendo que llegaria a Toulouse dentro de quince dias. A los catorce anos, Sophie heredo un jardin, una coleccion de recetas, un bebe con colico.

Yo no pedi ser la responsable, penso, sus puntadas cada vez mas rebeldes, nunca quise ser sensata.

Luego, porque habia heredado el escrupuloso habito de su padre de sopesar las distintas posibilidades, admitio: bueno, tal vez si lo hice. En cierto modo. Tal vez me alegraba que me escogieran para lo que fuera, hasta para pelar cebollas. Una conclusion que tan pronto como la formulo le resulto terriblemente familiar como una verdad sabida desde siempre.

Su mente huyo en busca de consuelo.

Cuando Marguerite estaba en su primera fase de entusiasmo por todo lo relacionado con los jardines y seguia dandose por hecho que siempre habria dinero, habia pedido que le enviaran de Paris los ultimos libros y publicaciones que tuvieran que ver con sus proyectos. Entre ellos habia obras serias de botanica que se proponia leer. Pero estaban llenas de frases desalentadoras, aun en frances: «Estas fibras, sin embargo, nunca se entrecruzan, y, aun cuando se juntan, no forman nudos, sino una anastomosis entre unas y otras; de ahi esta estructura semejante a una red, tan distinta de una red de verdad».

No mucho despues de la muerte de su madre, Sophie habia encontrado en el dormitorio de esta los viejos volumenes amontonados sobre un escritorio, con casi todas las paginas por cortar. Como seguia desconsolada, todo lo relacionado con su madre le era querido. Abrio un libro y empezo a leer.

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