LOS FABRICANTES DE CARBON
Los dos hombres dejaron en tierra el artefacto de cinc y se sentaron sobre el. Desde el lugar donde estaban, a la trinchera, habia aun treinta metros y el cajon pesaba. Era esa la cuarta detencion -y la ultima-, pues muy proxima la trinchera alzaba su escarpa de tierra roja.
Pero el sol de mediodia pesaba tambien sobre la cabeza desnuda de los dos hombres. La cruda luz lavaba el paisaje en un amarillo livido de eclipse, sin sombras ni relieves. Luz de sol meridiano, como el de Misiones, en que las camisas de los dos hombres deslumbraban.
De vez en cuando volvian la cabeza al camino recorrido, y la bajaban en seguida, ciegos de luz. Uno de ellos, por lo demas, ostentaba en las precoces arrugas y en las infinitas patas de gallo el estigma del sol tropical. Al rato ambos se incorporaron, empunaron de nuevo la angarilla, y paso tras paso, llegaron por fin. Se tiraron entonces de espaldas a pleno sol, y con el brazo se taparon la cara.
El artefacto, en efecto, pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media. Tecnica dura, esta, pero que nuestros hombres tenian grabada hasta el fondo de la cabeza, porque el artefacto en cuestion era una caldera para fabricar carbon que ellos mismos habian construido y la trinchera no era otra cosa que el horno de calefaccion circular, obra tambien de su solo trabajo. Y, en fin, aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.
Uno se llamaba Duncan Drever, y Marcos Rienzi, el otro. Padres ingleses e italianos, respectivamente, sin que ninguno de los dos tuviera el menor prejuicio sentimental hacia su raza de origen. Personificaban asi un tipo de americano que ha espantado a Huret, como tantos otros: el hijo de europeo que se rie de su patria heredada con tanta frescura como de la suya propia.
Pero Rienzi y Drever, tirados de espaldas, el brazo sobre los ojos, no se reian en esa ocasion, porque estaban hartos de trabajar desde las cinco de la manana y desde un mes atras, bajo un frio de cero grado las mas de las veces.
Esto era en Misiones. A las ocho, y hasta las cuatro de la tarde, el sol tropical hacia de las suyas, pero apenas bajaba el sol, el termometro comenzaba a caer con el, tan velozmente que se podia seguir con los ojos el descenso del mercurio. A esa hora el pais comenzaba a helarse literalmente; de modo que los treinta grados del mediodia se reducian a cuatro a las ocho de la noche, para comenzar a las cuatro de la manana el galope descendente: -1, -2, -3. La noche anterior habia bajado a 4, con la consiguiente sacudida de los conocimientos geograficos de Rienzi, que no concluia de orientarse en aquella climatologia de carnaval, con la que poco tenian que ver los informes meteorologicos.
– Este es un pais subtropical de calor asfixiante -decia Rienzi tirando el cortafierro quemante de frio y yendose a caminar. Porque antes de salir el sol, en la penumbra glacial del campo escarchado, un trabajo a fierro vivo despelleja las manos con harta facilidad.
Drever y Rienzi, sin embargo, no abandonaron una sola vez su caldera en todo ese mes, salvo los dias de lluvia, en que estudiaban modificaciones sobre el plano, muertos de frio. Cuando se decidieron por la destilacion en vaso cerrado, sabian ya practicamente a que atenerse respecto de los diversos sistemas a fuego directo, incluso el de Schwartz. Puestos de firme en su caldera, lo unico que no habia variado nunca era su capacidad: 1.400 CM '. Pero forma, ajuste, tapas, diametro del tubo de escape, condensador,
todo habia sido estudiado y reestudiado cien veces. De noche, al acostarse, se repetia siempre la misma escena. Hablaban un rato en la cama de a o b, cualquier cosa que nada tenia que ver con su tarea del momento. Cesaba la conversacion, porque tenian sueno. Asi al menos lo creian ellos. A la hora de profundo silencio, uno levantaba la voz:
– Yo creo que diecisiete debe ser bastante.
– Creo lo mismo -respondia en seguida el otro.
?Diecisiete que? Centimetros, remaches, dias, intervalos, cualquier cosa. Pero ellos sabian perfectamente que se trataba de su caldera y a que se referian.
Un dia, tres meses atras, Rienzi habia escrito a Drever desde Buenos Aires, diciendole que queria ir a Misiones. ?Que se podia hacer? El creia que a despecho de las aleluyas nacionales sobre la industrializacion del pais, una pequena industria, bien entendida, podria dar resultado por lo menos durante la guerra. ?Que le parecia esto?
Drever contesto: "Vengase, y estudiaremos el asunto carbon y alquitran". A lo que Rienzi repuso embarcandose para alla.
Ahora bien; la destilacion a fuego de la madera es un problema interesante de resolver, pero para el cual se requiere un capital bastante mayor del que podia disponer Drever. En verdad, el capital de este consistia en la lena de su monte, y el recurso de sus herramientas. Con esto, cuatro chapas que le habian sobrado al armar el galpon, y la ayuda de Rienzi, se podia ensayar.
Ensayaron, pues. Como en la destilacion de la madera los gases no trabajaban a presion, el material aquel les bastaba. Con hierros T para la armadura y L para las bocas, montaron la caldera rectangular de 4,20 x 0,70 metros. Fue un trabajo prolijo y tenaz, pues a mas de las dificultades tecnicas debieron contar con las derivadas de la escasez de material y de una que otra herramienta. El ajuste inicial, por ejemplo, fue un desastre: imposible pestanar aquellos bordes quebradizos, y poco menos que en el aire. Tuvieron, pues, que ajustarla a fuerza de remaches, a uno por centimetro, lo que da 1.680 para la sola union longitudinal de las chapas. Y como no tenian remaches, cortaron 1.680 clavos, y algunos centenares mas para la armadura.
Rienzi remachaba de afuera. Drever, apretado dentro de la caldera, con las rodillas en el pecho, soportaba el golpe. Y los clavos, sabido es, solo pueden ser remachados a costa de una gran paciencia que a Drever, alla adentro, se le escapaba con rapidez vertiginosa. A la hora turnaban, y mientras Drever salia acalambrado, doblado, incorporandose a sacudidas, Rienzi entraba a poner su paciencia a prueba con las corridas del martillo por el contragolpe.
Tal fue su trabajo. Pero el empeno en hacer lo que querian fue asimismo tan serio, que los dos hombres no dejaron pasar un dia sin machucarse las unas. Con las modificaciones sabidas los dias de lluvia, y los inevitables comentarios a medianoche.
No tuvieron en ese mes otra diversion -esto desde el punto de vista urbano- que entrar los domingos de manana en el monte a punta de machete. Drever, hecho a aquella vida, tenia la muneca bastante solida para no cortar sino lo que queria; pero cuando Rienzi era quien abria monte, su companero tenia buen cuidado de mantenerse atras a cuatro o cinco metros. Y no es que el puno de Rienzi fuera malo; pero el machete es cosa de un largo aprendizaje.
Luego, como distraccion diaria, tenian la que les proporcionaba su ayudante, la hija de Drever. Era esta una rubia de cinco anos, sin madre, porque Drever habia enviudado a los tres anos de estar alla. El la habia criado solo, con una paciencia infinitamente mayor que la que le pedian los remaches de la caldera. Drever no tenia el caracter manso, y era dificil de manejar. De donde aquel hombron habia sacado la ternura y la paciencia necesarias para criar solo y hacerse adorar de su hija, no lo se; pero lo cierto es que cuando caminaban juntos al crepusculo, se oian dialogos como este:
– ?Piapia!
– ?Mi vida…!
– ?Va a estar pronto tu caldera? -Si, mi vida.
– ?Y vas a destilar toda la lena del monte?
– No; vamos a ensayar solamente.
– ?Y vas a ganar platita?
– No creo, chiquita.
– ?Pobre piapiacito querido! No podes nunca ganar mucha plata.
– Asi es…
– Pero vas a hacer un ensayo lindo, piapia. ?Lindo como vos, piapiacito querido!
– Si, mi amor.
– ?Yo te quiero mucho, mucho, piapia!
– Si, mi vida… Y el brazo de Drever bajaba por sobre el hombro de su hija y la criatura besaba la mano dura y quebrada de su padre, tan grande que le ocupaba todo el pecho.
Rienzi tampoco era prodigo de palabras, y facilmente podia considerarseles tipos inabordables. Mas la chica de Drever conocia un poco a aquella clase de gente, y se reia a carcajadas del terrible ceno de Rienzi, cada vez que este trataba de imponer con su entrecejo tregua a las diarias exigencias
de su ayudante: vueltas de carnero en la gramilla, carreras a babucha, hamaca, trampolin, sube y baja, alambrecarril, sin contar uno que otro jarro de agua a la cara de su amigo, cuando este, a mediodia, se tiraba al sol sobre el pasto.
Drever oia un juramento e inquiria la causa.
– ?Es la maldita viejita! -gritaba Rienzi-. No se le ocurre sino… Pero ante la -bien que remota- probabilidad de una injusticia propia del padre, Rienzi se apresuraba a hacer las paces con la chica, la cual festejaba en cuclillas la cara lavada como una botella de Rienzi.
Su padre jugaba menos con ella; pero seguia con los ojos el pesado galope de su amigo alrededor de la meseta, cargado con la chica en los hombros. Era un terceto bien curioso el de los dos hombres de grandes zancadas y su rubia ayudante de cinco anos, que iban, venian y volvian a ir de la meseta al horno. Porque la chica, criada y educada constantemente al lado de su padre, conocia una por una las herramientas, y sabia que presion, mas o menos, se necesita para partir diez cocos juntos, y a que olor se le puede llamar con propiedad de pirolenoso. Sabia leer, y escribia todo con mayusculas. Aquellos doscientos metros del bungalow, al monte fueron recorridos a cada momento mientras se construyo el horno. Con paso fuerte de madrugada, o tardo a mediodia, iban y venian como hormigas por el mismo sendero, con las mismas sinuosidades y la misma curva para evitar el florecimiento de arenisca negra a flor de pasto.
Si la eleccion del sistema de calefaccion les habia costado, su ejecucion sobrepaso con mucho lo concebido.
Una cosa es en el papel, y otra en el terreno, decia Rienzi con las manos en los bolsillos, cada vez que un laborioso calculo sobre volumen de gases, toma de aire, superficie de la parrilla, camara de tiro, se les iba al diablo por la pobreza del material.
Desde luego, se les habia ocurrido la cosa mas arriesgada que quepa en asuntos de ese orden: calefaccion en espiral para una caldera horizontal. ?Por que? Tenian ellos sus razones y dejemoselas. Mas lo cierto es que cuando encendieron por primera vez el horno, y acto continuo el humo escapo de la chimenea, despues de haberse visto forzado a descender cuatro veces bajo la caldera, al ver esto, los dos hombres se sentaron a fumar sin decir nada, mirando aquello con aire mas bien distraido, el aire de hombres de caracter que ven el exito de un duro trabajo en el que han puesto todas sus fuerzas.
?Ya estaba, por fin! Las instalaciones accesorias -condensador de alquitran y quemador de gases- eran un juego de ninos. La condensacion se dispuso en ocho bordelesas, pues no tenian agua; y los gases fueron enviados directamente al hogar. Con lo que la chica de Drever tuvo ocasion de maravillarse de aquel grueso chorro de fuego que salia de la caldera donde no habia fuego.
?Que lindo, piapia! -exclamaba, inmovil de sorpresa. Y con los besos de siempre a la mano de su padre:
– ?Cuantas cosas sabes hacer, piapiacito querido! Tras lo cual entraban en el monte a comer naranjas.
Entre las pocas cosas que Drever tenia en este mundo -fuera de su hija, claro esta- la de mayor valor era su naranjal, que no le daba renta alguna, pero que era un encanto de ver. Plantacion original de los jesuitas, hace doscientos anos, el naranjal habia sido invadido y sobrepasado por el bosque, en cuyo sous-bois, digamos, los naranjos continuaban enervando el monte de perfume de azahar, que al crepusculo llegaba hasta los senderos del campo. Los naranjos de Misiones no han conocido jamas enfermedad alguna. Costaria trabajo encontrar una naranja con una sola peca. Y como riqueza de sabor y hermosura aquella fruta no tiene rival.
De los tres visitantes, Rienzi era el mas goloso. Comia facilmente diez o doce naranjas, y cuando volvia a casa llevaba siempre una bolsa cargada al hombro. Es fama alla que una helada favorece a la fruta. En aquellos momentos, a fines de junio, eran ya un almibar; lo cual reconciliaba un tanto a Rienzi con el frio.
Este frio de Misiones que Rienzi no esperaba y del cual no habia oido hablar nunca en Buenos Aires, molesto las primeras hornadas de carbon ocasionandoles un gasto extraordinario de combustible.
En efecto, por razones de organizacion encendian el horno a las cuatro o cinco de la tarde. Y como el tiempo para una completa carbonizacion de la madera no baja normalmente de ocho horas, debian alimentar el fuego hasta las doce o la una de la manana hundidos en el foso ante la roja boca del hogar, mientras a sus espaldas caia una mansa helada. Si la calefaccion subia, la condensacion se efectuaba a las mil maravillas en el aire de hielo, que les permitia obtener en el primer ensayo un 2 por ciento de alquitran, lo que era muy halagueno, vistas las circunstancias.
Uno u otro debia vigilar constantemente la marcha, pues el peon accidental que les cortaba lena persistia en no entender aquel modo de hacer carbon. Observaba atentamente las diversas partes de la fabrica, pero sacudia la cabeza a la menor insinuacion de encargarle el fuego.
Era un mestizo de indio, un muchachon flaco, de ralo bigote, que tenia siete hijos y que jamas contestaba de inmediato la mas facil pregunta sin consultar un rato el cielo, silbando vagamente. Despues respondia: "Puede ser". En balde le habian dicho que diera fuego sin inquietarse hasta que la tapa opuesta de la caldera chispeara al ser tocada con el dedo mojado. Se reia con ganas, pero no aceptaba. Por lo cual el vaiven de la meseta al monte proseguia de noche, mientras la chica de Drever, sola en el bungalow, se entretenia tras los vidrios en reconocer, al relampago del hogar, si era su padre o Rienzi quien atizaba el fuego.
Alguna vez, algun turista que paso de noche hacia el puerto a tomar el vapor que lo llevaria al Iguazu, debio de extranarse no poco de aquel resplandor que salia de bajo tierra, entre el humo y el vapor de los escapes: mucho de solfatara y un poco de infierno, que iba a herir directamente la imaginacion del peon indio.
La atencion de este era vivamente solicitada por la eleccion del combustible. Cuando descubria en su sector un buen "palo noble para el fuego", lo llevaba en su carretilla hasta el horno, impasible, como si ignorara el tesoro que conducia. Y ante el halago de los foguistas, volvia indiferente la cabeza a otro lado, para sonreirse a gusto, segun decir de Rienzi.
Los dos hombres se encontraron asi un dia con tal stock de esencias muy combustibles, que debieron disminuir en el hogar la toma de aire, el que entraba ahora silbando y vibraba bajo la parrilla.
Entretanto, el rendimiento de alquitran aumentaba. Anotaban los porcentajes en carbon, alquitran y pirolenoso de las esencias mas aptas, aunque todo grosso modo. Pero lo que, en cambio, anotaron muy bien fueron los inconvenientes -uno por uno- de la calefaccion circular para una caldera horizontal: en esto podian reconocerse maestros. El gasto de combustible poco les interesaba. Fuera de que con una temperatura de 0 grado, las mas de las veces, no era posible calculo alguno.
Ese invierno fue en extremo riguroso, y no solo en Misiones. Pero desde fines de junio las cosas tomaron un cariz extraordinario, que el pais sufrio hasta las raices de su vida subtropical.
En efecto, tras cuatro dias de pesadez y amenaza de gruesa tormenta, resuelta en llovizna de hielo y cielo claro al sur, el tiempo se sereno. Comenzo el frio, calmo y agudo, apenas sensible a mediodia, pero que a las cuatro mordia ya las orejas. El pais pasaba sin transicion de las madrugadas blancas al esplendor casi mareante de un mediodia invernal en Misiones, para helarse en la oscuridad a las primeras horas de la noche.
La primera manana de esas, Rienzi, helado de frio, salio a caminar de madrugada y volvio al rato tan helado como antes. Miro el termometro y hablo a Drever que se levantaba.
– ?Sabe que temperatura tenemos? Seis grados bajo cero.
– Es la primera vez que pasa esto -repuso Drever.
– Asi es -asintio Rienzi-. Todas las cosas que noto aqui pasan por primera vez.
Se referia al encuentro en pleno invierno con una yarara, y donde menos lo esperaba.
La manana siguiente hubo siete grados bajo cero. Drever llego a dudar de su termometro, y monto a caballo, a verificar la temperatura en casa de dos amigos, uno de los cuales atendia una pequena estacion meteorologica oficial. No habia duda: eran efectivamente nueve grados bajo cero; y la diferencia con la temperatura registrada en su casa provenia de que estando la meseta de Drever muy alta sobre el rio y abierta al viento, tenia siempre dos grados menos en invierno, y dos mas en verano, claro esta.
– No se ha visto jamas cosa igual -dijo Drever, de vuelta, desensillando el caballo.
– Asi es -confirmo Rienzi.
Mientras aclaraba al dia siguiente, llego al bungalow un muchacho con una carta del amigo que atendia la estacion meteorologica. Decia asi: "Hagame el favor de registrar hoy la temperatura de su termometro al salir el sol. Anteayer comunique la observada aqui, y anoche he recibido un pedido de Buenos Aires de que rectifique en forma la temperatura comunicada. Alla se rien de los nueve grados bajo cero. ?Cuanto tiene usted ahora?"
Drever espero la salida del sol y anoto en la respuesta: "27 de junio: 9 grados bajo 0".
El amigo telegrafio entonces a la oficina central de Buenos Aires el registro de su estacion: "27 de junio: 11 grados bajo 0".
Rienzi vio algo del efecto que puede tener tal temperatura sobre una vegetacion casi de tropico; pero le estaba reservado para mas adelante constatarlo de pleno. Entretanto, su atencion y la de Drever se vieron duramente solicitadas por la enfermedad de la hija de este.
Desde una semana atras la chica no estaba bien. (Esto, claro esta, lo noto Drever despues, y constituyo uno de los entretenimientos de sus largos silencios.) Un poco de desgano, mucha sed, y los ojos irritados cuando corria.
Una tarde, despues de almorzar, al salir Drever afuera encontro a su hija acostada en el suelo, fatigada. Tenia 39° de fiebre. Rienzi llego un momento despues, y la hallo ya en cama, las mejillas abrasadas y la boca abierta. -?Que tiene? -pregunto extranado a Drever.
– No se… 39 y pico.
Rienzi se doblo sobre la cama.
– ?Hola, viejita! Parece que no tenemos alambrecarril, hoy.
La pequena no respondio. Era caracteristica de la criatura, cuando tenia fiebre, cerrarse a toda pregunta sin objeto y responder apenas con monosilabos secos, en que se transparentaba a la legua el caracter del padre. Esa tarde, Rienzi se ocupo de la caldera, pero volvia de rato en rato a
ver a su ayudante, que en aquel momento ocupaba un rinconcito rubio en la cama de su padre.
A las tres, la chica tenia 39,5 y 40 a las seis. Drever habia hecho lo que se debe hacer en esos casos, incluso el bano.
Ahora bien: banar, cuidar y atender a una criatura de cinco anos en una casa de tablas peor ajustada que una caldera, con un frio de hielo y por dos hombres de manos encallecidas, no es tarea facil. Hay cuestiones de camisitas, ropas minusculas, bebidas a horas fijas, detalles que estan por encima de las fuerzas de un hombre. Los dos hombres, sin embargo, con los duros brazos arremangados, banaron a la criatura y la secaron. Hubo, desde luego, que calentar el ambiente con alcohol; y en lo sucesivo, que cambiar los panos de agua fria en la cabeza.
La pequena habia condescendido a sonreirse mientras Rienzi le secaba los pies, lo que parecio a este de buen augurio. Pero Drever temia un golpe de fiebre perniciosa, que en temperamentos vivos no se sabe nunca adonde puede llegar.
A las siete la temperatura subio a 40,8, para descender a 39 en el resto de la noche y montar de nuevo a 40,3 a la manana siguiente.
– ?Bah! -decia Rienzi con aire despreocupado-. La viejita es fuerte, y no es esta fiebre la que la va a tumbar.
Y se iba a la caldera silbando, porque no era cosa de ponerse a pensar estupideces.
Drever no decia nada. Caminaba de un lado para otro en el comedor, y solo se interrumpia para entrar a ver a su hija. La chica, devorada de fiebre, persistia en responder con monosilabos secos a su padre.
– ?Como te sientes, chiquita?
– Bien.
– ?No tienes calor? ?Quieres que te retire un poco la colcha? No.
– ?Quieres agua?
– No.
Y todo sin dignarse volver los ojos a el.
Durante seis dias Drever durmio un par de horas de manana, mientras Rienzi lo hacia de noche. Pero cuando la fiebre se mantenia amenazante, Rienzi veia la silueta del padre detenido, inmovil al lado de la cama, y se encontraba a la vez sin sueno. Se levantaba y preparaba cafe, que los hombres tomaban en el comedor. Instabanse mutuamente a descansar un rato, con un rondo encogimiento de hombros por comun respuesta. Tras lo cual uno se ponia a recorrer por centesima vez el titulo de los libros, mientras el otro hacia obstinadamente cigarros en un rincon de la mesa.
Y los banos siempre, la calefaccion, los panos frios, la quinina. La chica se dormia a veces con una mano de su padre entre las suyas, y apenas este intentaba retirarla, la criatura lo sentia y apretaba los dedos. Con lo cual Drever se quedaba sentado, inmovil, en la cama un buen rato; y como no tenia nada que hacer, miraba sin tregua la pobre carita extenuada de su hija.