Anaconda - Quiroga Horacio 8 стр.


Luego, delirio de vez en cuando, con subitos incorporamientos sobre los brazos. Drever la tranquilizaba, pero la chica rechazaba su contacto, volviendose al otro lado. El padre recomenzaba entonces su paseo, e iba a tomar el eterno cafe de Rienzi.

– ?Que tal? -preguntaba este.

– Ahi va -respondia Drever.

A veces, cuando estaba despierta, Rienzi se acercaba esforzandose en levantar la moral de todos, con bromas a la viejita que se hacia la enferma y no tenia nada. Pero la chica, aun reconociendolo, lo miraba seria, con una hosca fijeza de gran fiebre.

La quinta tarde, Rienzi la paso en el horno trabajando, lo que constituia un buen derivativo. Drever lo llamo por un rato y fue a su vez a alimentar el fuego, echando automaticamente lena tras lena en el hogar.

Esa madrugada la fiebre bajo mas que de costumbre, bajo mas a mediodia, y a las dos de la tarde la criatura estaba con los ojos cerrados, inmovil, con excepcion de un rictus intermitente del labio y de pequenas conmociones que le salpicaban de tics el rostro. Estaba helada; tenia solo 35 grados.

– Una anemia cerebral fulminante, casi seguro -respondio Drever a una mirada interrogante de su amigo-. Tengo suerte…

Durante tres horas la chica continuo de espaldas con sus muecas cerebrales, rodeada y quemada por ocho botellas de agua hirviendo. Durante esas tres horas Rienzi camino muy despacio por la pieza, mirando con el ceno fruncido la figura del padre sentado a los pies de la cama. Y en esas tres horas Drever se dio cuenta precisa del inmenso lugar que ocupaba en su corazon aquella pobre cosita que le habia quedado de su matrimonio, y que iba a llevar al dia siguiente al lado de su madre.

A las cinco, Rienzi, en el comedor, oyo que Drever se incorporaba; y con el ceno mas contraido aun entro en el cuarto. Pero desde la puerta distinguio el brillo de la frente de la chica empapada en sudor, ?salvada!

– Por fin… -dijo Rienzi con la garganta estupidamente apretada.

– ?Si, por fin! -murmuro Drever.

La chica continuaba literalmente banada en sudor. Cuando abrio al rato los ojos, busco a su padre y al verlo tendio los dedos hacia la boca de el. Rienzi se acerco entonces:

– ?Y…? ?Como vamos, madamita? La chica volvio los ojos a su amigo.

– ?Me conoces bien ahora? ?A que no? Si…

– ?Quien soy?

La criatura sonrio.

– Rienzi.

– ?Muy bien! Asi me gusta… No, no. Ahora, a dormir… Salieron a la meseta, por fin.

– ?Que viejita! -decia Rienzi, haciendo con una vara largas rayas en la arena.

Drever -seis dias de tension nerviosa con las tres horas finales son demasiado para un padre solo- se sento en el sube y baja y echo la cabeza sobre los brazos. Y Rienzi se fue al otro lado del bungalow, porque los hombros de su amigo se sacudian.

La convalecencia comenzaba a escape desde ese momento. Entre taza y taza de cafe de aquellas largas noches, Rienzi habia meditado que mientras no cambiaran los dos primeros vasos de condensacion obtendrian siempre mas brea de la necesaria. Resolvio, pues, utilizar dos grandes bordelesas en que Drever habia preparado su vino de naranja, y con la ayuda del peon, dejo todo listo al anochecer. Encendio el fuego, y despues de confiarlo al cuidado de aquel, volvio a la meseta, donde tras los vidrios del bungalow los dos hombres miraron con singular placer el humo rojizo que tornaba a montar en paz.

Conversaban a las doce, cuando el indio vino a anunciarles que el fuego salia por otra parte; que se habia hundido el horno. A ambos vino instantaneamente la misma idea.

– ?Abriste la toma de aire? -le pregunto Drever.

– Abri -repuso el otro.

– ?Que lena pusiste?

– La carga que estaba allaite.

– ?Lapacho?

– Si.

Rienzi y Drever se miraron entonces y salieron con el peon.

La cosa era bien clara: la parte superior del horno estaba cerrada con dos chapas de cinc sobre traviesas de hierro L, y como capa aisladora habian colocado encima cinco centimetros de arena. En la primera seccion de tiro, que las llamas lamian, habian resguardado el metal con una capa de arcilla sobre tejido de alambre; arcilla armada, digamos.

Todo habia ido bien mientras Rienzi o Drever vigilaron el hogar. Pero el peon, para apresurar la calefaccion en beneficio de sus patrones, habia abierto toda la puerta del cenicero, precisamente cuando sostenia el fuego con lapacho. Y como el lapacho es a la llama lo que la nafta a un fosforo, la altisima temperatura desarrollada habia barrido con arcilla, tejido de alambre y la chapa misma, por cuyo boquete la llamarada ascendia apretada y rugiente.

Es lo que vieron los dos hombres al llegar alla. Retiraron la lena del hogar, y la llama ceso; pero el boquete quedaba vibrando al rojo blanco, y la arena caida sobre la caldera enceguecia al ser revuelta.

Nada mas habia que hacer. Volvieron sin hablar a la meseta, y en el camino Drever dijo:

– Pensar que con cincuenta pesos mas hubieramos hecho un horno en forma…

– ?Bah! -repuso Rienzi al rato-. Hemos hecho lo que debiamos hacer. Con una cosa concluida no nos hubieramos dado cuenta de una porcion de cosas.

Y tras una pausa:

– Y tal vez hubieramos hecho algo un poco pour la galerie…

– Puede ser -asintio Drever.

La noche era muy suave, y quedaron un largo rato sentados fumando en el dintel` del comedor.

Demasiado suave la temperatura. El tiempo descargo, y durante tres dias y tres noches llovio con temporal del sur, lo que mantuvo a los dos hombres bloqueados en el bungalow oscilante. Drever aprovecho el tiempo concluyendo un ensayo sobre creolina cuyo poder hormiguicida y parasiticida era por lo menos tan fuerte como el de la creolina a base de alquitran de hulla. Rienzi, desganado, pasaba el dia yendo de una puerta a otra a mirar el cielo.

Hasta que la tercera noche, mientras Drever jugaba con su hija en las rodillas, Rienzi se levanto con las manos en los bolsillos y dijo:

– Yo me voy a ir. Ya hemos hecho aqui lo que podiamos. Si llega a encontrar unos pesos para trabajar en eso, aviseme y le puedo conseguir en Buenos Aires lo que necesite. Alla abajo, en el ojo del agua, se pueden montar tres calderas… Sin agua es imposible hacer nada. Escribame, cuando consiga eso, y vengo a ayudarlo. Por lo menos -concluyo despues de un momento- podemos tener el gusto de creer que no hay en el pais muchos tipos que sepan lo que nosotros sobre carbon.

– Creo lo mismo -apoyo Drever, sin dejar de jugar con su hija. Cinco dias despues, con un mediodia radiante, y el sulky pronto en el porton, los dos hombres y su ayudante fueron a echar una ultima mirada a su obra, a la cual no se habian aproximado mas. El peon retiro la tapa del horno, y como una crisalida quemada, abollada, torcida, aparecio la caldera en su envoltura de alambre tejido y arcilla gris. Las chapas retiradas tenian alrededor del boquete abierto por la llama un espesor considerable por

la oxidacion del fuego, y se descascaraban en escamas azules al menor contacto, con las cuales la chica de Drever se lleno el bolsillo del delantal. Desde alli mismo, por toda la vera del monte inmediato y el circundante hasta la lejania, Rienzi pudo apreciar el efecto de un frio de -9 grados sobre la vegetacion tropical de hojas lustrosas y tibias. Vio los bananos podridos en pulpa chocolate, hundidos dentro de si mismos como en una funda. Vio plantas de hierba de doce anos -un grueso arbol en fin-, quemadas para siempre hasta la raiz por el fuego blanco. Y en el naranjal, donde entraron para una ultima colecta, Rienzi busco en vano en lo alto el reflejo de oro habitual, porque el suelo estaba totalmente amarillo de naranjas, que el dia de la gran helada habian caido todas al salir el sol, con un sordo tronar que llenaba el monte.

Asimismo Rienzi pudo completar su bolsa, y como la hora apremiaba se dirigieron al puerto. La chica hizo el trayecto en las rodillas de Rienzi, con quien alimentaba un larguisimo dialogo.

El vaporcito salia ya. Los dos amigos, uno enfrente de otro, se miraron sonriendo.

– A bientot -dijo uno.

– Ciao -respondio el otro. Pero la despedida de Rienzi y la chica fue bastante mas expresiva. Cuando ya el vaporcito viraba aguas abajo, ella le grito aun:

– ?Rienzi! ?Rienzi!

– ?Que, viejita! -se alcanzo a oir.

– ?Volee pronto!

Drever y la chica quedaron en la playa hasta que el vaporcito se oculto tras los macizos del Teyucuare. Y, cuando subian lentos la barranca, Drever callado, su hija le tendio los brazos para que la alzara.

– ?Se te quemo la caldera, pobre piapia!… Pero no estes triste… ?Vas a inventar muchas cosas mas, ingenierito de mi vida!

EL MONTE NEGRO

Cuando los asuntos se pusieron decididamente mal, Borderan y Cia., capitalistas de la empresa de Quebracho y Tanino del Chaco, quitaron a Braccamonte la gerencia. A los dos meses la empresa, falta de la vivacidad del italiano, que era en todo caso el unico capaz de haberla salvado, iba a la liquidacion. Borderan acuso furiosamente a Braccamonte por no haber visto que el quebracho era pobre; que la distancia a puerto era mucha; que el tanino iba a bajar; que no se hacen contratos de soga al cuello en el Chaco -lease chasco-; que, segun informes, los bueyes eran viejos y las alzaprimas mas, etcetera, etcetera. En una palabra, que no entendia de negocios. Braccamonte, por su parte, gritaba que los famosos 100.000 pesos invertidos en la empresa, lo fueron con una parsimonia tal, que cuando el pedia 4.000 pesos, enviabanle 3.500; cuando 2.000, 1.800. Y asi todo. Nunca consiguio la cantidad exacta. Aun a la semana de un telegrama recibio 800 pesos en vez de 1.000 que habia pedido.

Total: lluvias inacabables, acreedores urgentes, la liquidacion, y Braccamonte en la calle, con 10.000 pesos de deuda.

Este solo detalle deberia haber bastado para justificar la buena fe de Braccamonte, dejando a su completo cargo la deficiencia de direccion. Pero la condena publica fue absoluta: mal gerente, pesimo administrador, y aun cosas mas graves.

En cuanto a su deuda, los mayoristas de la localidad perdieron desde el primer momento toda esperanza de satisfaccion. Hizose broma de esto en Resistencia.

"?Y usted no tiene cuentas con Braccamonte?", era lo primero que se decian dos personas al encontrarse. Y las carcajadas crecian si, en efecto, acertaban. Concedian a Braccamonte ojo perspicaz para adivinar un negocio, pero solo eso. Hubieran deseado menos calculos brillantes y mas actividad reposada. Negabanle, sobre todo, experiencia del terreno. No era posible llegar asi a un pais y triunfar de golpe en lo mas dificil que hay en el. No era capaz de una tarea ruda y juiciosa, y mucho menos visto el cuidado que el advenedizo tenia de su figura: no era hombre de trabajo.

Ahora bien, aunque a Braccamonte le dolia la falta de fe en su honradez, esta le exasperaba menos, a fuer de italiano ardiente, que la creencia de que el no fuera capaz de ganar dinero. Con su hambre de triunfo, rabiaba tras ese primer fracaso.

Paso un mes nervioso, hostigando su imaginacion. Hizo dos o tres viajes a Rosario, donde tenia amigos, y por fin dio con su negocio: comprar por menos de nada una legua de campo en el suroeste de Resistencia y abrirle salida al Parana, aprovechando el alza del quebracho.

En esa region de esteros y zanjones la empresa era fuerte, sobre todo debiendo efectuarla a todo vapor; pero Braccamonte ardia como un tizon. Asociose con Banker, sujeto ingles, viejo contrabandista de obraje, y a los tres meses de su bancarrota emprendia marcha al Salado, con bueyes, carretas, mulas y utiles. Como obra preparatoria tuvieron que construir sobre el Salado una balsa de cuarenta bordelesas. Braccamonte, con su ojo preciso de ingeniero nato, dirigia los trabajos.

Pasaron. Marcharon luego dos dias, arrastrando penosamente las carretas y alzaprimas hundidas en el estero, y llegaron al fin al Monte Negro. Sobre la unica loma del pais hallaron agua a tres metros, y el pozo se afianzo con cuatro bordelesas desfondadas. Al lado levantaron el rancho campal, y en seguida comenzo la tarea de los puentes. Las cinco leguas desde el campo al Parana estaban cortadas por zanjones y riachos, en que los puentes. eran indispensables. Se cortaban palmas en la barranca y se las echaba en sentido longitudinal a la corriente, hasta llenar la zanja. Se cubria todo con tierra, y una vez pasados bagajes y carretas avanzaban todos hacia el Parana.

Poco a poco se alejaban del rancho, y a partir del quinto puente tuvieron que acampar sobre el terreno de operaciones. El undecimo fue la obra mas seria de la campana. El riacho tenia 60 metros de ancho, y alli no era utilizable el desbarrancamiento en monton de palmas. Fue preciso construir en forma pilares de palmeras, que se comenzaron arrojando las palmas, hasta lograr con ellas un piso firme. Sobre este piso colocaban una linea de palmeras nivelada, encima otra transversal, luego una longitudinal, y asi hasta conseguir el nivel de la barranca. Sobre el plano superior tendian una linea definitiva de palmas, afirmadas con clavos de urunday a estaciones verticales, que afianzaban el primer pilar del puente. Desde esta base repetian el procedimiento, avanzando otros cuatro metros hacia la barranca opuesta. En cuanto al agua, filtraba sin ruido por entre los troncos.

Pero esa tarea fue lenta, pesadisima, en un terrible verano, y duro dos meses. Como agua, articulo principal, tenian la limpida, si bien oscura, del riacho. Un dia, sin embargo, despues de una noche de tormenta, aquel amanecio plateado de peces muertos. Cubrian el riacho y derivaban sin cesar. Recien al anochecer, disminuyeron. Dias despues pasaba aun uno que otro. A todo evento, los hombres se abstuvieron por una semana de tomar esa agua, teniendo que enviar un peon a buscar la del pozo, que llegaba tibia.

No era solo esto. Los bueyes y mulas se perdian de noche en el campo abierto, y los peones, que salian al aclarar, volvian con ellos ya alto el sol, cuando el calor agotaba a los bueyes en tres horas. Luego pasaban toda la manana en el riacho luchando, sin un momento de descanso, contra la falta de iniciativa de los peones, teniendo que estar en todo, escogiendo las palmas, dirigiendo el derrumbe, afirmando, con los brazos arremangados, los catres de los pilares, bajo el sol de fuego y el vaho asfixiante del pajonal, hinchados por tabanos y bariguis. La greda amarilla y reverberante del palmar les irritaba los ojos y quemaba los pies. De vez en cuando sentianse detenidos por la vibracion crepitante de una serpiente de cascabel, que solo se hacia oir cuando estaban a punto de pisarla.

Concluida la manana, almorzaban. Comian, manana y noche, un plato de locro, que mantenian alejado sobre las rodillas, para que el sudor no cayera dentro. Esto, bajo su unico albergue, un cobertizo hecho con cuatro chapas de cinc, que enceguecian entre moares de aire caldeado. Era tal alli el calor, que no se sentia entrar el aire en los pulmones. Las barretas de fierro quemaban en la sombra.

Dormian la siesta, defendidos de los polvorines por mosquiteros de gasa que, permitiendo apenas pasar el aire, levantaban aun la temperatura. Con todo, ese martirio era preferible al de los polvorines.

A las dos volvian a los puentes, pues debian a cada momento reemplazar a un peon que no comprendia bien, hundidos hasta las rodillas en el fondo podrido y fofo del riacho, que burbujeaba a la menor remocion, exhalando un olor nauseabundo. Como en estos casos no podian separar las manos del tronco, que sostenian en alto a fuerza de rinones, los tabanos los aguijoneaban a mansalva.

Pero, no obstante esto, el momento verdaderamente duro era el de la cena. A esa hora el estero comenzaba a zumbar, y enviaba sobre ellos nubes de mosquitos, tan densas, que tenian que comer el plato de locro caminando de un lado para otro. Aun asi no lograban paz; o devoraban mosquitos o eran devorados por ellos. Dos minutos de esta tension acababa con los nervios mas templados.

En estas circunstancias, cuando acarreaban tierra al puente grande, llovio cinco dias seguidos, y el charque se concluyo. Los zanjones, desbordados, imposibilitaron nueva provista, y tuvieron que pasar quince dias a locro guacho, maiz cocido en agua unicamente. Como el tiempo continuo pesado, los mosquitos recrudecieron en forma tal que ya ni caminando era posible librar el locro de ellos. En una de esas tarde, Banker, que se paseaba entre un oscuro nimbo de mosquitos, sin hablar una palabra, tiro de pronto el plato contra el suelo, y dijo que no era posible vivir mas asi; que eso no era vida; que el se iba. Fue menester todo el calor elocuente de Braccamonte, y en especial la evocacion del muy serio contrato entre ellos para que Banker se calmara. Pero Braccamonte, en su interior, habia pasado tres dias maldiciendose a si mismo por esa estupida empresa.

El tiempo se afirmo por fin, y aunque el calor crecio y el viento norte soplo su fuego sobre las caras, sentiase aire en el pecho por lo menos. La vida suavizose algo -mas carne y menos mosquitos de comida-, y concluyeron por fin el puente grande, tras dos meses de penurias. Habia devorado 2.700 palmas. La manana en que echaron la ultima palada de tierra, mientras las carretas lo cruzaban entre la griteria de triunfo de los peones, Braccamonte y Banker, parados uno al lado de otro, miraron largo rato su obra comun, cambiando cortas observaciones a su respecto, que ambos comprendian sin oirlas casi.

Los demas puentes, pequenos todos, fueron un juego, ademas de que al verano habia sucedido un seco y frio otono. Hasta que por fin llegaron al rio.

Asi, en seis meses de trabajo rudo y tenaz, quebrantos y cosas amargas, mucho mas para contadas que pasadas, los dos socios construyeron catorce puentes, con la sola ingenieria de su experiencia y de su decision incontrastable. Habian abierto puerto a la madera sobre el Parana, y la especulacion estaba hecha. Pero salieron de ella con las mejillas excavadas, las duras manos jaspeadas por blancas cicatrices de granos, con rabiosas ganas de sentarse en paz a una mesa con mantel.

Un mes despues -el quebracho siempre en suba-, Braccamonte habia vendido su campo, comprado en 8.000 pesos, en 22.000. Los comerciantes de Resistencia no cupieron de satisfaccion al verse pagados, cuando ya no lo esperaban, aunque creyeron siempre que en la cabeza del italiano habia mas fantasia que otra cosa.

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