»-Me c… en tu republicanismo. Tú hablas de don por aquí y por allá.
»-Así es como los llamamos aquí.
»-No seré yo. Para mí, son cabrones. Y tu señor… Ah, mira, aquí viene uno nuevo.
»Fue entonces cuando presencié una escena lamentable, porque el hombre que salía del Ayuntamiento era don Faustino Rivero, el hijo mayor de su padre, don Celestino Rivero, un rico propietario. Era un tipo grande, de cabellos rubios, muy bien peinados hacia atrás, porque siempre llevaba un peine en el bolsillo y acababa de repeinarse antes de salir. Era un Don Juan profesional, un cobarde que había querido ser torero. Iba mucho con gitanos y toreros y ganaderos, y le gustaba vestir el traje andaluz, pero no tenía valor y se le consideraba como un payaso. Una vez anunció que iba a presentarse en una corrida de Beneficencia para el asilo de ancianos de Avila y que mataría un toro a caballo al estilo andaluz, lo que durante mucho tiempo había estado practicando; pero cuando vio el tamaño del toro que le habían destinado en lugar del toro pequeño de patas flojas que él había apartado para sí, dijo que estaba enfermo y algunos dicen que se metió tres dedos en la garganta para obligarse a vomitar.
»Cuando le vieron los hombres de las filas empezaron a gritar:
»-Hola, don Faustino. Ten cuidado de no vomitar.
»-Oye, don Faustino, hay chicas guapas abajo, en el barranco.
»-Don Faustino, espera que te traigan un toro más grande que el otro.
»Y uno le gritó:
»-Oye, don Faustino, ¿no has oído hablar nunca de la muerte?
»Don Faustino permanecía allí, de pie, haciéndose el bravucón. Estaba aún bajo el impulso que le había hecho anunciar a los otros que iba a salir. Era el mismo impulso que le hizo ofrecerse para la corrida de toros. Ese impulso fue el que le permitió creer y esperar que podría ser un torero aficionado. Ahora estaba inspirado por el ejemplo de don Ricardo y permanecía allí, parado, guapetón, haciéndose el valiente y poniendo cara desdeñosa. Pero no podía hablar.
»-Vamos, don Faustino -gritó uno de las filas-. Vamos, don Faustino. Ahí está el toro más grande de todos.
»Don Faustino los miraba, y creo que mientras estaba mirándolos no había compasión por él en ninguna de las filas. Sin embargo, seguía allí con su hermosa estampa, guapetón y bravo; pero el tiempo pasaba y no había más que un camino.
»-Don Faustino -gritó alguien-. ¿Qué es lo que esperas, don Faustino?
»-Se está preparando para vomitar -dijo otro, y los hombres se echaron a reír.
»-Don Faustino -gritó un campesino-, vomita, si eso te gusta. Para mí es igual.
»Entonces, mientras nosotros le mirábamos, don Faustino acertó a mirar por entre las filas a través de la plaza hacia el barranco, y cuando vio el roquedal y el vacío detrás, se volvió de golpe y se metió por la puerta del Ayuntamiento.
»Los hombres de las filas soltaron un rugido y alguien gritó con voz aguda: "¿Adonde vas, don Faustino, adonde vas?"
»-Va a vomitar -contestó otro, y todo el mundo rompió a reír.
»Entonces vimos a don Faustino, que salía de nuevo, con Pablo a sus espaldas, apoyando el fusil en él. Todo su estilo había desaparecido. La vista de las filas de los hombres le había disipado el tipo y el estilo, y ahora reaparecía con Pablo detrás de él, como si Pablo estuviera barriendo una calle y don Faustino fuese la basura que tuviera delante. Don Faustino salió persignándose y rezando, y nada más salir, se puso las manos delante de los ojos y sin dejar de mover la boca, se adelantó entre las filas.
»-Que no lo toque nadie. Dejadle solo -gritó uno.
»Los de las filas lo entendieron y nadie hizo un movimiento para tocarle. Don Faustino, con las manos delante de los ojos siguió andando por entre las dos filas, sin dejar de mover los labios.
»Nadie decía nada y nadie le tocaba, y cuando estuvo hacia la mitad del camino, no pudo seguir más y cayó de rodillas.
»Nadie le golpeó. Yo me adelanté por detrás de una de las filas, para ver lo que pasaba, y vi que un campesino se había inclinado sobre él y le había puesto de pie, y le decía:
"Levántate, don Faustino, y sigue andando, que el toro no ha salido todavía."
»Don Faustino no podía andar solo y el campesino de blusa negra le ayudó por un lado y otro campesino, con blusa negra y botas de pastor, le ayudó por el otro, sosteniéndole por los sobacos, y don Faustino iba andando por entre las filas con las manos delante de los ojos, sin dejar de mover los labios, sus cabellos sudorosos brillando al sol; y los campesinos decían cuando pasaba: "Don Faustino, buen provecho." Y otros decían: "Don Faustino, a sus órdenes", y uno que había fracasado también como matador de toros dijo: "Don Faustino, matador, a sus órdenes"; y otro dijo: "Don Faustino, hay chicas guapas en el cielo, don Faustino." Y le hicieron marchar a todo lo largo de las dos filas teniéndole en vilo de uno y otro lado y sosteniéndole para que pudiera andar, y él seguía con las manos delante de los ojos. Pero debía de mirar por entre los dedos, porque cuando llegaron al borde de la barranquera se puso de nuevo de rodillas y se arrojó al suelo; y, agarrándose al suelo tiraba de las hierbas, diciendo: "No. No. No, por favor. No, por favor. No. No."
»Entonces, los campesinos que estaban con él y los otros hombres más fuertes del final de las filas se precipitaron rápidamente sobre él, mientras seguía de rodillas, y le dieron un empujón y don Faustino pasó sobre el borde de la barranquera sin que le hubiesen puesto siquiera la mano encima, y se le oyó gritar con fuerza y en voz muy alta mientras caía.
»Fue entonces cuando comprendí que los hombres de las filas se habían vuelto crueles y que habían sido los insultos de don Ricardo, primero, y la cobardía de don Faustino luego lo que los había puesto así.
»-Queremos otro -gritó un campesino, y otro campesino, golpeándole en la espalda, le dijo: "Don Faustino, qué cosa más grande, don Faustino."
»-Ahora ya habrá visto el toro -dijo un tercero-. Ahora no le servirá ya de nada vomitar.
»-En mi vida -dijo otro campesino-, en mi vida he visto nada parecido a don Faustino.
»-Hay otros -dijo el otro campesino-, ten paciencia. ¿Quién sabe lo que veremos todavía?
»-Ya puede haber gigantes y cabezudos -dijo el primer campesino que había hablado-. Ya puede haber negros y bestias raras del África. Para mí, nunca, nunca habrá nada parecido a don Faustino. Pero que salga otro, vamos; queremos otro.
»Los borrachos se pasaban botellas de anís y de coñac que habían robado en el bar del centro de los fascistas, las cuales se metían entre pecho y espalda como si fueran de vino, y muchos hombres de entre las filas empezaron también a sentirse un poco beodos de lo que habían bebido después de la emoción de don Benito, don Federico, don Ricardo y, sobre todo, don Faustino. Los que no bebían de las botellas de licor bebían de botas que corrían de mano en mano. Me ofrecieron una bota y bebí un gran trago, dejando que el vino me refrescase bien la garganta al salir de la bota, porque yo también tenía mucha sed.
»-Matar da mucha sed -dijo el hombre que me había tendido la bota.
»-¡Qué va! -dije yo-; ¿has matado tú?
»-Hemos matado a cuatro -dijo orgullosamente-, sin contar a los civiles. ¿Es verdad que has matado tú a uno de los civiles, Pilar?
»-Ni a uno solo -contesté yo-; disparé en la humareda, como los otros, cuando cayó el muro. Eso es todo.
»-¿De dónde has sacado esa pistola, Pilar?
»-Me la dio Pablo; me la dio Pablo después de haber matado a los civiles.
»-¿Los mató con esa pistola?
»-Con ésta mismamente, y luego me la dio.
»-¿Puedo verla, Pilar? ¿Me la dejas?
»-¿Cómo no, hombre? -dije yo, y le di la pistola. Me preguntaba por qué no salía nadie y en ese momento, ¿qué es lo que veo sino a don Guillermo Martín, el dueño de la tienda en donde habían cogido los bieldos, los cayados y las horcas de madera? Don Guillermo era un fascista, pero aparte de eso, nadie tenía nada contra él.
»Es verdad que no pagaba mucho a los que le hacían los bieldos; pero tampoco los vendía caros, y si no se quería ir a comprar los bieldos en casa de don Guillermo, uno mismo podía hacérselos por poco más que el coste de la madera y el cuero. Don Guillermo tenía una manera muy ruda de hablar y era, sin duda alguna, un fascista, miembro del centro de los fascistas, en donde se sentaba a mediodía y por la tarde en uno de los sillones cuadrados de mimbre, para leer El Debate, para hacer que le limpiaran las botas y para beber vermut con agua de Seltz y comer almendras tostadas, gambas a la plancha y anchoas. Pero no se mata a nadie por eso, y estoy segura de que, de no haber sido por los insultos de don Ricardo Montalvo y por la escena lamentable de don Faustino y por la bebida consiguiente a la emoción que habían despertado don Faustino y los otros, alguien hubiera gritado: "Que se vaya en paz don Guillermo. Ya tenemos sus bieldos. Que se vaya."
»Porque las gentes de ese pueblo podían ser tan buenas como crueles y tenían un sentimiento natural de la justicia y un deseo de hacer lo que es justo. Pero la crueldad había penetrado en las filas de los hombres y también la bebida o un comienzo de la borrachera, y las filas no eran ya lo que eran cuando salió don Benito. Yo no sé qué pasa en los otros países y a nadie le gusta la bebida más que a mí; pero en España, cuando la borrachera se produce por otras bebidas que no sean el vino, es una cosa muy fea y la gente hace cosas que no hubiera hecho de otro modo. ¿Es así en tu país, inglés?»
- Así es -dijo Robert Jordan-. Cuando yo tenía siete años, yendo con mi madre a una boda en el estado de Ohio, en donde yo tenía que ser paje de honor y llevar las flores con otra niña…
- ¿Has hecho tú eso? -preguntó María-. ¡Qué bonito!
- En aquella ciudad, un negro fue ahorcado de un farol y después quemado. La lámpara se podía bajar con un mecanismo hasta el pavimento. Se izó primero al negro utilizando el mecanismo que servía para izar la lámpara; pero se rompió…
- ¿Un negro? -preguntó María-. ¡Qué bárbaros!
- ¿Estaba borracha la gente? -preguntó María-. ¿Estaban tan borrachos como para quemar a un negro?
- No lo sé -contestó Robert Jordan-; la casa en donde yo me hallaba estaba situada justamente en una esquina de la calle, frente al farol, y yo miraba por entre los visillos de una ventana. La calle estaba llena de gente, y cuando fueron a izar al negro por segunda vez…
- Si tú no tenías más que siete años y estabas dentro de una casa, no podías saber si estaban borrachos o no -dijo Pilar.
- Como decía, cuando izaron al negro por segunda vez, mi madre me apartó de la ventana y no vi más -dijo Jordan-; pero después me han ocurrido aventuras que prueban que la borrachera es igual en mi país, igual de fea y brutal.
- Eras demasiado pequeño a los siete años -comentó María-. Eras demasiado pequeño para esas cosas. Yo nunca he visto un negro más que en los circos. A menos que los moros sean negros.
- Unos lo son y otros no lo son -dijo Pilar-; podría contarte un montón de cosas sobre los moros.
- No tantas como yo -dijo María-; No; no tantas como yo.
- No hablemos de eso -dijo Pilar-; no es bueno. ¿Donde nos quedamos?
- Hablábamos de la borrachera entre las filas -dijo Robert Jordan-. Continúa.
- No es justo decir borrachera -dijo Pilar-. Porque estaban todavía muy lejos de hallarse borrachos. Pero habían cambiado, y cuando don Guillermo salió y se quedó allí, derecho, miope, con sus cabellos grises, su estatura no más que mediana, con una camisa que tenía un botón en el cuello, aunque no tenía cuello y cuando miró de frente, aunque no veía nada sin sus lentes, y empezó a andar con mucha calma, era como para inspirar piedad. Pero alguien gritó en las filas: "Por aquí, don Guillermo. Por aquí, don Guillermo. En esta dirección. Aquí tenemos todos sus productos."
»Se habían divertido tanto con don Faustino que no se daban cuenta de que don Guillermo era otra cosa y que si hacía falta matar a don Guillermo, era menester matarle en seguida y con dignidad.
»-Don Guillermo -gritó otro-, ¿quieres enviar a alguien a tu casa a buscar tus lentes?
»La casa de don Guillermo no era una casa, porque no tenía mucho dinero; don Guillermo era un fascista sólo por esnobismo y para consolarse de verse obligado a trabajar sin ganar gran cosa en su almacén de utensilios agrícolas. Era un fascista también por la religiosidad de su mujer, que compartía, como si fuera suya, por amor a ella. Don Guillermo vivía en un piso a poca distancia de la plaza. Y mientras don Guillermo estaba allí parado, mirando, con sus ojos miopes, las filas entre las cuales tenía que pasar, una mujer se puso a gritar desde el balcón del piso en donde vivía don Guillermo. Podía verle desde el balcón. Era su mujer.
»-Guillermo -gritaba-. Guillermo, espérame, voy contigo.
»Don Guillermo volvió la cabeza del lado de donde llegaban los gritos. No podía ver a su mujer. Quiso decir algo, pero no pudo. Entonces hizo una seña con la mano hacia donde su mujer le había llamado y se adelantó entre las filas.
»-Guillermo -gritaba ella-. Guillermo. Guillermo. -Se había agarrado con las manos al barandal del balcón y se balanceaba de alante atrás-. ¡Guillermo!
»Don Guillermo hizo otra señal con la mano en la dirección de donde llegaban las voces y se adelantó entre las filas con la cabeza erguida. No se hubiera podido decir lo que le estaba pasando más que por el color de su cara.
«Entonces, un borracho gritó: "Guillermo", imitando la voz aguda y rota de la mujer. Don Guillermo se arrojó sobre aquel hombre, ciego, sin ver, y las lágrimas le corrían por las mejillas. El hombre le dio un golpe con el bieldo en el rostro y, bajo el golpe, don Guillermo cayó al suelo sentado, y se quedó allí sentado, llorando, aunque no de miedo, mientras los borrachos le golpeaban; y un borracho saltó a caballo sobre sus espaldas y le golpeó, dándole con una botella. Después de eso, muchos abandonaron las filas y su lugar fue ocupado por los borrachos, que eran los que habían estado escandalizando y diciendo cosas de mal gusto desde las ventanas del Ayuntamiento.