»Yo me había quedado muy impresionada al ver a Pablo matar a los guardias civiles; fue una cosa muy fea, pero yo me decía: "Hay que hacerlo así. Así es como hay que hacerlo." Y, al menos, en ello no hubo crueldad; sólo les quitamos la vida, cosa que, como hemos aprendido en estos últimos años, es fea, pero también necesaria si queremos ganar y salvar a la República.
»Cuando se cerró la plaza y se formaron las filas, yo admiré y comprendí lo hecho como una idea de Pablo, que me parecía, sin embargo, un poco fantástica y me decía que todo aquello tenía que hacerse con buen gusto para que no fuese repugnante. Si los fascistas habían de ser ejecutados por el pueblo, era mejor, desde luego, que todo el pueblo tomase parte, y yo quería tomar parte y ser culpable como cualquier otro, ya que también esperaba participar en los beneficios cuando el pueblo fuera nuestro del todo. Pero después de lo de don Guillermo experimenté un sentimiento de vergüenza y de desagrado, y cuando los borrachos entraron en las filas y los otros empezaron a marcharse como protesta, yo hubiera querido no tener nada que ver con lo que estaba ocurriendo entre las filas y opté por alejarme. Crucé la plaza y me senté en un banco, debajo de los grandes árboles que daban sombra a la plaza.
»Dos campesinos de entre las filas venían hablando entre sí y uno de ellos me dijo: "¿Qué es lo que te pasa, Pilar?"
»-Nada, hombre -le respondí.
»-Sí -dijo-; habla, algo te pasa.
»-Creo que estoy harta de esto -le dije.
»-Nosotros también -dijo él, y se sentaron en el banco junto a mí. Había uno que llevaba una bota de vino y me la ofreció.
»-Mójate la boca -me dijo, y el otro siguiendo la conversación que habían comenzado, agregó-: Lo peor es que esto acarrea desgracia. Nadie me hará creer que cosas como, matar a don Guillermo de esta manera no traigan desgracia.
Entonces el otro dijo:
»-Si hace falta verdaderamente matarlos a todos, y no estoy seguro de que sea necesario, que se les mate al menos de una manera decente y sin burlarse de ellos.
»-La burla está justificada en el caso de don Faustino -dijo el otro-. Porque ha sido siempre un fantasmón y jamás un hombre serio. Pero burlarse de un hombre serio como don Guillermo no es justo.
»-Tengo llenas las tripas de todo esto -le dije, y era absolutamente verdad, porque sentía un verdadero malestar dentro de mí y sudores y náuseas como si hubiese comido pescado podrido.
»-Entonces, nada -dijo el primero-. No vamos a pringarnos más. Pero me pregunto qué es lo que pasa en los otros pueblos.
»-No han reparado todavía las líneas telefónicas -dije yo-. Va a haber que ocuparse de ello.
»-Claro -dijo el campesino-. ¿Quién sabe si no haríamos mejor ocupándonos de la defensa del pueblo en vez de asesinar a la gente con esa lentitud y esta brutalidad?
»-Voy a hablar de eso con Pablo -les dije, y me levanté del banco para ir a los porches que conducían a la puerta del Ayuntamiento, de donde salían las filas. Estas no tenían orden ni concierto, y había mucha borrachera y muy grave. Dos hombres estaban tumbados en el suelo y permanecían tendidos boca arriba, en medio de la plaza, pasándose una botella de uno a otro. Uno de ellos tomó un trago y gritó después: "Viva la anarquía", sin moverse del suelo, boca arriba, gritando como si fuera un loco. Llevaba un pañuelo negro y rojo en torno al cuello. El otro gritó: "Viva la libertad", y empezó a dar patadas en el aire, y luego gritó de nuevo: "Viva la libertad." Tenía también un pañuelo rojo y negro y lo agitaba con una mano, mientras que con la otra agitaba una botella.
»Un campesino que se había salido de las filas y se había puesto a la sombra de los porches los miraba disgustado, y dijo: "Debieran gritar: Viva la borrachera. No son capaces de creer en otra cosa."
»-No creen siquiera en eso -dijo otro campesino-. Esos no creen en nada ni comprenden nada.
»En aquel momento uno de los borrachos se puso de pie, levantó el brazo cerrando el puño por encima de su cabeza y gritó: "Viva la anarquía y la libertad y me c… en la leche de la República."
El otro borracho, que seguía aún en el suelo, atrapó por la pantorrilla al que gritaba y dio media vuelta, de modo que el borracho que gritaba cayó sobre él. Luego se sentó y el que había hecho caer a su amigo le pasó el brazo por el hombro, le tendió la botella, besó el pañuelo rojo y negro que llevaba y los dos bebieron juntos a morro.
«Justamente entonces se oyó un alarido en las filas y mirando hacia el porche no pude ver quién salía porque su cabeza no sobrepasaba las de los que se apretujaban delante de la puerta del Ayuntamiento. Todo lo que podía ver era que Pablo y Cuatrodedos empujaban a alguien con sus escopetas, aunque no llegaba a descubrir quién era; y me acerqué a las filas por la parte en donde se apretujaban contra la puerta para tratar de ver.
»Todos empujaban. Las sillas y las mesas del café de los fascistas habían sido derribadas, salvo una mesa, en donde había un borracho tumbado con la cabeza colgando y la boca abierta. Cogí una silla, la apoyé en uno de los pilares y me subí a lo alto para poder ver por encima de las cabezas.
El hombre que Pablo y Cuatrodedos empujaban era don Anastasio Rivas, un fascista indudable y el hombre más gordo del pueblo. Era tratante en granos y agente de varias Compañías de Seguros y prestaba además dinero a interés elevado. Yo, sobre mi silla, le veía bajar los escalones y adelantarse hacia las filas con su grueso cogote, que le rebosaba por encima del cuello de la camisa, y su cráneo calvo que brillaba al sol; pero ni siquiera tuvo tiempo para entrar en las filas, porque esta vez no hubo gritos, sino un alarido general. Fue un ruido muy feo. Todos los borrachos gritaban a un tiempo. Las filas se deshicieron y los hombres se precipitaron, y vi a don Anastasio tirarse al suelo, con las manos en la cabeza; después de esto no pude verle, porque los hombres se apilaron sobre él. Y cuando los hombres le dejaron, don Anastasio había muerto; le habían golpeado la cabeza contra los adoquines del pavimento bajo los porches; y ya no había filas, no había más que la multitud.
»-Vamos a entrar por ellos; vamos adentro.
»-Es demasiado pesado para cargar con él -dijo un hombre, dando un puntapié a don Anastasio, que estaba tendidoboca abajo-. Dejémosle aquí.
»-¿Para qué vamos a cargar con ese tonel de tripas hasta el barranco? Dejémosle aquí.
»-Entremos para acabar con los de dentro -gritó un hombre-. Vamos.
»-No merece la pena esperar todo un día al sol -gritó otro-. Vamos. Vamos.
»La muchedumbre se apretujaba debajo de los porches. Había gritos y empujones y gritaban todos como animales. Gritaban: "Abrid, abrid. Abrid." Porque los guardias habían cerrado las puertas del Ayuntamiento cuando las filas se habían roto.
«Subida en mi silla, podía ver a través de los barrotes de las ventanas del salón del Ayuntamiento, y en el interior todo seguía como antes. El cura estaba de pie; los que quedaban estaban de rodillas en semicírculo alrededor y todos rezaban. Pablo estaba sentado sobre la gran mesa, ante el sillón del alcalde, con la escopeta cruzada a la espalda. Estaba sentado con las piernas colgando y fumaba un cigarrillo. Todos los guardias estaban sentados en los sillones de los concejales, con sus fusiles. La llave de la puerta grande estaba sobre la mesa, al lado de Pablo.
»La muchedumbre gritaba: "A-brid. A-brid. A-brid…", como una cantinela, y Pablo permanecía allí, sentado, como si no se enterase de nada. Dijo algo al cura, pero no lo pude oír por culpa del gran alboroto de la muchedumbre.
El cura no le respondía y continuaba rezando. Acerqué más la silla al muro, porque las gentes que estaban detrás me empujaban. Volví a subirme. Tenía la cabeza pegada a la ventana y me sostenía con las manos sujetas a los barrotes. Un hombre quiso subir también sobre mi silla y subió, pasando sus brazos por encima de los míos y sujetándose a los barrotes más alejados.
»-La silla va a romperse -le dije.
»-¿Qué importa? -contestó él-. Míralos, míralos como rezan.
»Su aliento sobre mi cuello hedía como hiede la multitud, un olor agrio, como el vómito sobre el pavimento, y el olor de la borrachera, y fue entonces cuando metió la cabeza por entre los barrotes, por encima de mi espalda, y se puso a vociferar: "¡Abrid, abrid!" Y era como si tuviese a la mismísima multitud a mis espaldas en una especie de pesadilla.
»La multitud se apretaba contra la puerta y los que estaban delante eran aplastados por los otros, que empujaban desde atrás, y en la plaza, un borrachín de blusa negra, con un pañuelo rojo y negro en torno al cuello, llegó corriendo y se arrojó contra la muchedumbre y cayó de bruces al suelo; entonces se levantó, se echó para atrás, cogió carrerilla y volvió a lanzarse de nuevo contra las espaldas de los hombres que empujaban, gritando:" ¡Viva yo y viva la anarquía!"
»Mientras yo miraba, el hombre se alejó de la multitud, y fue a sentarse por su cuenta y se puso a beber de su botella, y mientras estaba sentado vio a don Anastasio, tendido en el pavimento, pero muy pisoteado, y entonces el borracho se levantó y se acercó a don Anastasio y le arrojó el contenido de la botella por la cabeza y por la ropa. Luego sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió varias, intentando prender fuego a don Anastasio, pero el viento soplaba con fuerza y apagaba las cerillas. Al cabo de un momento, el borracho se sentó junto a don Anastasio, moviendo la cabeza con tristeza y bebiendo de la botella, y de cuando en cuando se inclinaba sobre el cadáver y le daba golpecitos amistosos en la espalda.
»En todo ese tiempo la muchedumbre había seguido gritando que abrieran, y el hombre que estaba subido en mi silla se agarraba con todas sus fuerzas a los barrotes de la ventana, gritando también que abrieran, hasta que me dejó sorda con sus rugidos y con su aliento maloliente, que me echaba encima, y dejé de mirar al borracho que intentaba prender fuego a don Anastasio y empecé a mirar al interior del salón del Ayuntamiento, y todo continuaba como antes. Seguían rezando todos los hombres arrodillados, con la camisa abierta, unos con la cabeza inclinada, otros con la cabeza erguida, mirando al sacerdote y al crucifijo que el sacerdote tenía en sus manos; el sacerdote rezaba muy de prisa, mirando hacia lo alto, y detrás de ellos Pablo, con un cigarrillo encendido, estaba sentado sobre la mesa, balanceando las piernas, con el fusil a la espalda y jugando con la llave.
»Vi a Pablo inclinarse de nuevo para hablar al cura, pero no podía oír lo que hablaba por culpa de los gritos; pero el cura seguía sin responderle y seguía rezando. Un hombre se levantó en esos momentos del semicírculo de los que rezaban y vi que quería salir. Era don José Castro, a quien todos llamaban don Pepe, un fascista de tomo y lomo, tratante de caballos. Estaba allí, pequeño, con aire de enorme pulcritud, aun sin afeitar como iba, y con una chaqueta de pijama metida en un pantalón gris a rayas. Don Pepe besó el crucifijo, el cura le bendijo, y entonces don Pepe levantó la cabeza, miró a Pablo e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.
»Pablo le contestó con otro movimiento de cabeza, sin dejar de fumar. Podía ver yo que don Pepe le decía algo a Pablo; pero no podía oír lo que le decía. Pablo no respondió: movió simplemente la cabeza señalando a la puerta.
»Entonces vi a don Pepe volverse para mirar también a la puerta y me di cuenta de que no sabía que la puerta estaba cerrada con llave. Pablo le enseñó la llave y don Pepe se quedó mirándola un instante, y luego volvió a su sitio y se arrodilló. Vi al cura, que miraba a Pablo, y a Pablo, que, sonriendo, le enseñaba la llave y el cura pareció entonces darse cuenta por vez primera de que la puerta estaba cerrada con llave, y pareció que iba a decir algo, porque hizo como si fuera a mover la cabeza; pero la dejó caer adelante y se puso a rezar.
»No sé cómo se las habían arreglado hasta entonces para no comprender que la puerta estaba cerrada, a menos que estuviesen demasiado ocupados con sus rezos y con las cosas en que estaban pensando; pero al fin habían comprendido todos; comprendían lo que querían decir los gritos y debían de saber que todo había cambiado. Pero siguieron comportándose como antes.
»Los gritos se habían hecho tan fuertes, que no se oía nada. El borracho que estaba en la silla conmigo se puso a sacudir los barrotes y a vociferar: "¡Abrid! ¡Abrid!", hasta que se quedó ronco.
»Miré a Pablo, que en esos momentos hablaba de nuevo al cura y vi que el cura no respondía. Entonces vi a Pablo descolgarse la escopeta y dar al cura con ella en el hombro. El cura no le hizo caso y vi a Pablo mover la cabeza; luego, le vi hablar por encima del hombro a Cuatrodedos y a éste hablar con los otros guardias. Entonces los guardias se levantaron, se fueron al fondo del salón y se quedaron allí de pie, con sus fusiles.
»Vi a Pablo que decía algo a Cuatrodedos y Cuatrodedos que hacía correr las dos mesas, y los bancos, y a los guardias que se ponían detrás, con sus fusiles. Eso formaba una barricada en un rincón del salón. Pablo avanzó y volvió a dar al cura en el hombro con su escopeta, pero el cura no le hacía caso; vi que don Pepe le miraba, aunque los otros no ponían atención y seguían rezando. Pablo movió la cabeza, y cuando vio que don Pepe le miraba hizo un movimiento de cabeza, enseñándole la llave que tenía en la mano. Don Pepe lo entendió; inclinó el rostro y se puso a rezar muy de prisa.
»Pablo se bajó de la mesa y pasando por detrás de la larga mesa del Concejo, se sentó en el sillón del alcalde y lió un cigarrillo, sin quitar ojo a los fascistas, que seguían rezando con el cura. Su cara no tenía ninguna expresión. La llave estaba sobre la mesa delante de él. Era una gran llave de hierro de más de una cuarta de larga. Por fin Pablo gritó a los guardias, aunque yo no pude saber el qué y un guardia se acercó a la puerta. Vi que los que estaban rezando lo hacían más de prisa que antes y me di cuenta de que todos sabían ya lo que sucedía.
»Pablo dijo algo al cura, pero el cura no contestó. Entonces Pablo se echó hacia delante, cogió la llave y se la tiró por lo alto al guardia que estaba cerca de la puerta. El guardia la recogió y Pablo le hizo un guiño. Entonces el guardia puso la llave en la cerradura, dio media vuelta, tiró hacia sí de la puerta, y se puso a cubierto rápidamente detrás de ella antes de que la muchedumbre se colara dentro.