¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер 21 стр.


»Los vi entrar, y justamente en aquel momento, el borracho que estaba en la silla conmigo se puso a gritar: "¡Ahí! ¡Ahí!", y a estirar su cabeza hacia delante, de modo que yo no podía ver nada, mientras él vociferaba: "¡Matadlos! ¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos!", y me apartaba con sus brazos, sin dejarme que viese nada.

»Le hundí el codo en la barriga y le dije: "So borracho, ¿de quién es esta silla? Déjame mirar." Pero él seguía sacudiendo los brazos atrás y adelante, y con las manos sujetas a los barrotes gritaba: "¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos a palos! ¡Eso es, a palos! ¡Matadlos! ¡Cabrones! ¡Cabrones! ¡Cabrones!"

»Le di un codazo y le dije: "El cabrón eres tú. ¡Borracho! Déjame mirar."

El me puso las manos en la cabeza para auparse y ver mejor, y, apoyándose con todo su peso sobre mi cabeza, continuaba gritando: "¡Matadlos a palos! ¡Eso es! ¡A palos!"

»-A palos había que matarte -le dije, y le metí el codo con fuerza por donde podía hacerle más daño; y se lo hice. Me apartó las manos de la cabeza y se las puso en donde le dolía, diciendo: "No hay derecho, mujer. No tienes derecho a hacer eso, mujer." Y, mirando por entre los barrotes, vi el salón lleno de hombres, que golpeaban con palos y con bieldos y que seguían golpeando y golpeando con las horcas de madera blanca que ya estaba roja y habían perdido los dientes, y que siguieron golpeando por todo el salón, mientras Pablo permanecía sentado en el gran sillón, con su escopeta sobre las rodillas, mirando, y los gritos, y los golpes, y las heridas se iban sucediendo, y los hombres gritaban como los caballos gritan en un incendio. Vi al cura con la sotana remangada que trepaba por un banco y vi a los que le perseguían, que le daban con hoces y garfios, y vi a uno que le cogía por la sotana, y se oyó un alarido, y otro alarido, y vi a dos hombres que le metían las hoces en la espalda y a un tercero que le sujetaba de la sotana y al cura que, levantando los brazos, trataba de agarrarse al respaldo de una silla, y entonces la silla en que yo estaba se rompió y el borracho y yo nos vimos en el suelo entre el hedor a vino derramado y la vomitona; y el borracho me señalaba con el dedo, diciendo: "No hay derecho, mujer; no hay derecho. Hubieras podido dejarme inútil." Y las gentes nos pisoteaban para entrar en el salón del Ayuntamiento. Y todo lo que entonces podía ver eran las piernas de las gentes que entraban por la puerta y al borracho, sentado en el suelo frente a mí, que se llevaba las manos a donde yo le había metido el codo.

»Fue así como se acabó con los fascistas en nuestro pueblo y me sentí contenta por no haber visto más. De no ser por aquel borracho, lo hubiera visto todo. De manera que en definitiva sirvió para algo bueno, ya que lo que pasó en el Ayuntamiento fue algo de un estilo que una hubiera lamentado después haber visto.

»Pero el otro borracho, el que estaba en la plaza, era algo todavía más raro. Cuando nos levantamos, después de haber roto la silla, mientras las gentes seguían empujándose para entrar en el Ayuntamiento, vi a ese borracho, con su pañuelo rojo y negro, que echaba algo sobre don Anastasio. Movía la cabeza a uno y otro lado y le costaba mucho trabajo permanecer sentado; pero echaba algo y encendía cerillas, y volvía a echarlo y volvía a encender, y me acerqué a él y le dije: "¿Qué es lo que haces, sinvergüenza?" "Nada, mujer, nada -contestó-. Déjame en paz."

»Entonces, quizá porque yo estuviera allí de pie a su lado y mis piernas hicieran de pantalla contra el viento, la cerilla prendió y una llama azul empezó a correr por los hombros de la chaqueta de don Anastasio y por debajo de la nuca, y el borracho levantó la cabeza y se puso a gritar con una voz estentórea: "Están quemando a los muertos."

- ¿Quién? -preguntó alguien.

»-¿Dónde?-preguntó otro.

»-Aquí -vociferó el borracho-. Aquí precisamente.

»Entonces alguien dio al borracho un golpe en la cabeza con un bieldo, y el borracho cayó de espaldas; se quedó tendido en el suelo y miró al hombre que le había golpeado, y luego cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho; y siguió tendido allí, junto a don Anastasio, como si se hubiese quedado dormido. El hombre no volvió a golpearle pero el borracho siguió allí, y estaba allí todavía cuando se recogió a don Anastasio y se le puso con los otros en la carreta que los llevó a todos hasta el borde del barranco, y aquella misma noche se tiró a ellos con los otros en la limpieza que despues se hizo en el Ayuntamiento. Hubiera sido mejor para el pueblo que hubiesen arrojado por la barranca a veinte o treinta borrachos, sobre todo los de los pañuelos rojos y negros, y si tenemos que hacer otra revolución creo que habrá que empezar por arrojarlos a ellos. Pero eso no lo sabíamos todavía por entonces. Lo aprendimos en los días siguientes.

»Aquella noche no se sabía lo que iba a pasar. Después de la matanza del Ayuntamiento no hubo más muertes; pero no pudimos celebrar la reunión, porque había demasiados borrachos. Era imposible conseguir el orden necesario, de manera que la reunión se aplazó para el día siguiente.

»Aquella noche dormí con Pablo. No debiera decir esto delante de ti, guapa, pero, por otra parte, es bueno que lo sepas todo, y por lo menos, lo que yo te digo es la verdad. Oye esto, inglés, que es muy curioso.

»Como digo, aquella noche cenamos y fue muy curioso. Era como después de una tormenta o de una inundación o de una batalla, y todo el mundo estaba cansado y nadie hablaba mucho. Pero yo me sentía vacía y nada bien; me sentía llena de vergüenza, con la sensación de haber obrado mal; tenía un gran ahogo y un presentimiento de que vendrían cosas malas, como esta mañana, después de los aviones. Y claro es que llegó lo malo. Llegó al cabo de tres días.

»Pablo, mientras comíamos, habló muy poco.

»-¿Te ha gustado, Pilar? -me preguntó, al fin, con la boca llena de cabrito asado. Comíamos en la posada de donde salen los autocares, y la sala estaba llena; las gentes cantaban y el servicio era escaso.

»-No -dije-. Salvo lo de don Faustino, no me gustó nada.

»-A mí me gustó -dijo Pablo.

»-¿Todo? -pregunté yo.

»-Todo -dijo, y se cortó un gran pedazo dé pan con su cuchillo y se puso a mojar la salsa-. Todo, menos lo del cura.

»-¿No te gustó el cura? -le pregunté, sabiendo que odiaba a los curas aún más que a los fascistas.

»-No, el cura me ha decepcionado -dijo Pablo tristemente.

»Había tanta gente que cantaba, que teníamos que gritar para oírnos el uno al otro.

»-¿Por qué?

»-Murió muy mal -contestó Pablo-. Tuvo muy poca dignidad.

»-¿Cómo querías que tuviese dignidad mientras la gente le daba caza? -le pregunté-. Me parece que estuvo todo el tiempo con mucha dignidad. Toda la dignidad que se puede tener en semejantes momentos.

»-Sí -dijo Pablo-; pero en el último momento tuvo miedo.

»-¿Y quién no hubiera tenido miedo? -pregunté yo-. ¿No viste con qué le golpeaban?

»-¿Cómo no iba a verlo? -preguntó Pablo-. Pero encuentro que murió muy mal.

»-En semejantes condiciones, todo el mundo hubiese muerto muy mal -le dije-. ¿Qué más quieres? Todo lo que pasó en el Ayuntamiento fue una cosa muy fea.

»-Sí -contestó Pablo-; no hubo mucha organización. Pero un cura debería haber dado ejemplo.

»-Creí que odiabas a los curas -le dije.

»-Sí -contestó Pablo, y se cortó más pan-; pero un cura español debería haber muerto bien.

»-Pienso que ha muerto bastante bien -dije yo-, para haber estado privado de toda formalidad.

»-No -dijo Pablo-; yo me he llevado un chasco. Todo el día estuve esperando la muerte del cura. Pensaba que sería el último que entrase en las filas. Lo esperaba con mucha impaciencia. Lo esperaba como una culminación. No había visto nunca morir a un cura.

»-Todavía tienes tiempo -le dije yo, irónicamente-: el Movimiento acaba de empezar hoy.

»-No -dijo él-; me siento chasqueado.

»-Ahora -dije- supongo que vas a perder la fe.

»-No lo comprendes, Pilar -dijo él-. Era un cura español.

»-¡Qué pueblo, eh, los españoles! ¡Ah, qué pueblo tan orgulloso! ¿No es así, inglés? ¡Qué pueblo!»

- Habrá que marcharse -dijo Robert Jordan. Levantó los ojos al sol-. Es casi mediodía.

- Sí -contestó Pilar-. Vamos a marcharnos ahora mismo. Pero déjame contarte lo que pasó con Pablo. Aquella misma noche me dijo: "Pilar, esta noche no vamos a hacer nada."

»-Bueno -le dije yo-; me parece muy bien.

»-Encuentro que sería de mal gusto, después de haber matado a tanta gente.

»-¡Qué va! -dije yo-. ¡Qué santo estás hecho! ¿No sabes que he vivido muchos años con toreros, para ignorar cómo se sienten después de la corrida?

»-¿Es eso cierto, Pilar? -me preguntó.

»-¿Te he engañado yo alguna vez? -le pregunté.

»-Es cierto, Pilar. Soy un hombre acabado esta noche. ¿No te enfadas conmigo?

»-No, hombre -le dije-; pero no mates hombres todos los días, Pablo.

»Y durmió aquella noche como un bendito y tuve que despertarle al día siguiente de madrugada. Pero yo no pude dormir durante toda la noche. Me levanté y estuve sentada en un sillón. Miré por la ventana y vi la plaza, iluminada por la luna, donde habían estado las filas; y al otro lado de la plaza vi los árboles brillando a la luz de la luna y la oscuridad de su sombra. Los bancos, iluminados también por la luna; los cascos de botellas que brillaban y el borde del barranco por donde los habían arrojado. No había ruido, solamente se oía el rumor de la fuente y permanecí allí sentada, pensando que habíamos empezado muy mal.

»La ventana estaba abierta y al otro lado de la plaza, frente a la fonda, oí a una mujer que lloraba. Salí con los pies descalzos al balcón. La luna iluminaba todas las fachadas del la plaza y el llanto provenía del balcón de la casa de don Guillermo. Era su mujer. Estaba en el balcón arrodillada,! y lloraba.

»Entonces volví a meterme en la habitación, volví a sentarme y no tuve ganas de pensar siquiera, porque aquél fue el día más malo de mi vida hasta que vino otro peor.

- ¿Y cuál fue el otro? -preguntó María.

- Tres días después, cuando los fascistas tomaron el pueblo.

- No me lo cuentes -dijo María-. No quiero oírlo. Ya tengo bastante. Hasta demasiado.]

- Ya te había advertido que no debías escuchar -dijo Pilar-. ¿No? No quería que escuchases. Ahora vas a tener pesadillas.

- No -dijo María-; pero no quiero oír más.

- Tendrás que contarme eso en otra ocasión -dijo Robert Jordan.

- Sí -contestó Pilar-. Pero no es bueno para María.

- No quiero oírlo -dijo María, quejumbrosa-; te lo ruego, Pilar. No lo cuentes cuando yo esté delante, porque podría oírlo aunque no quisiera.

Sus labios temblaban y el inglés creyó que iba a llorar.

- Por favor, Pilar, no cuentes más.

- No tengas cuidado, rapadita -dijo Pilar-. No tengas cuidado. Se lo contaré al inglés otro día.

- Pero estaré yo también cuando se lo cuentes. No lo cuentes, Pilar; no lo cuentes nunca.

- Se lo contaré mientras tú trabajas.

- No, no; por favor. No hablemos más de eso -dijo María.

- Lo justo sería que yo contara eso también, ya que he contado lo que hicimos nosotros. Pero no lo oirás, te lo prometo.

- ¿Es que no hay nada agradable que pueda contarse? -preguntó María-. ¿Es que tenemos que hablar siempre de horrores?

- Espera a la tarde -dijo Pilar-; el inglés y tú podréis hablar de lo que os guste, los dos solitos.

- Entonces, que venga la tarde -dijo María-; que venga en seguida.

- Ya vendrá -contestó Pilar-. Vendrá muy de prisa y se irá en seguida, y llegará mañana, y mañana pasará muy de prisa también.

- Que llegue la tarde -dijo María-; la tarde; que llegue la tarde en seguida.

Capítulo once

Cuando iban subiendo, a la sombra todavía de los pinos, después de haber descendido de la alta pradera al valle y de haber vuelto a ascender por una senda que corría paralela al río, para trepar después por una escarpada cuesta hasta lo más alto de una formación rocosa, les salió al paso un hombre con una carabina.

- ¡¡Alto! -gritó. Y luego-: ¡Hola, Pilar! ¿Quién viene contigo?

- Un inglés -dijo Pilar-. Pero de nombre cristiano: Roberto. ¡Y qué m… de cuesta hay que subir para llegar hasta aquí!

- Salud, camarada -dijo el centinela a Robert Jordan, tendiéndole la mano-. ¿Cómo te va?

- Bien -contestó Robert Jordan-. ¿Y a ti?

- A mí también -dijo el centinela.

Era un muchacho muy joven, de rostro delgado, huesudo, la nariz un tanto aguileña, pómulos altos y ojos grises. No llevaba nada en la cabeza y tenía el cabello negro y ensortijado. Tendió la mano de manera amistosa y cordial, con la misma chispa de cordialidad en los ojos.

- Buenos días, María -dijo a la muchacha-. ¿Te has cansado mucho?

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