El Hobbit - Tolkien John Ronald reuel 13 стр.


Las águilas no son aves bondadosas. Algunas son cobardes y crueles. Pero la raza ancestral de las montañas del norte era la más grande entre todas. Altivas y fuertes, y de noble corazón, no querían a los trasgos, ni les temían. Cuando les prestaban alguna atención (lo que era raro, pues no se alimentaban de tales criaturas), se precipitaban sobre ellos y los obligaban a retirarse chillando a las cuevas, y detenían cualquier maldad en que estuviesen empeñados. Los trasgos odiaban a las águilas y les tenían miedo, pero no podían alcanzar aquellos encumbrados sitiales, ni sacarlas de las montañas.

Esa noche el Señor de las Águilas tenía mucha curiosidad por saber qué se estaba tramando; de modo que convocó a otras águilas, y juntas volaron desde las cimas, y trazando círculos lentamente, siempre girando y girando, bajaron y bajaron y bajaron hacia el anillo de los lobos y el sitio en que se reunían los trasgos.

¡Algo muy bueno, por cierto! Cosas espantosas habían estado sucediendo allí abajo. Los lobos alcanzados por las llamas habían huido al bosque, y habían prendido fuego en varios sitios. Era pleno verano, y en este lado oriental de las montañas había llovido poco en los últimos tiempos. Helechos amarillentos, ramas caídas, espesas capas de agujas de pino, y aquí y allá árboles secos, pronto empezaron a arder. Todo alrededor del claro de los wargos el fuego se elevaba en llamaradas. Pero los lobos guardianes no abandonaban los árboles. Enloquecidos y coléricos saltaban y aullaban al pie de los troncos, y maldecían a los enanos en aquel horrible lenguaje, con las lenguas fuera y los ojos brillantes tan rojos y fieros como las llamas.

Entonces, de súbito, los trasgos llegaron corriendo y aullando. Pensaban que se estaba librando una batalla contra los hombres de los bosques, pero pronto advirtieron lo que ocurría. Unos pocos llegaron a sentarse y rieron. Otros blandieron las lanzas y golpearon los mangos contra los escudos. Los trasgos no temen al fuego, y pronto tuvieron un plan que les pareció de lo más divertido. Algunos reunieron a todos los lobos en una manada. Otros apilaron helechos y brezos alrededor de los troncos, y se precipitaron en torno, y pisotearon y golpearon, golpearon y pisotearon, hasta que apagaron casi todos los fuegos, pero no los más próximos a los árboles donde estaban los enanos. Estos fuegos los alimentaron con hojas, ramas secas y helechos. Pronto un anillo de humo y llamas rodeó a los enanos, un anillo que no crecía hacia fuera, pero que se iba cerrando lentamente, hasta que el fuego lamió la leña apilada bajo los árboles. El humo llegaba a los ojos de Bilbo, podía sentir el calor de las llamas; y a través de la humareda alcanzaba a ver a los trasgos que danzaban, girando y girando, en un círculo, como gente que celebraba alrededor de una hoguera la llegada del verano. Fuera del círculo de guerreros danzantes, armados con lanzas y hachas, los lobos se mantenían apartados, observando y aguardando.

Bilbo pudo oír a los trasgos que entonaban ahora una horrible canción:

¡Quince pájaros en cinco abetos,

las plumas aventadas por una brisa ardiente!

Pero, qué extraños pájaros, ¡ninguno tiene alas!

¡Oh! ¿Qué haremos con estas raras gentes?

¿Asarlas vivas, o hervirlas en la olla;

o freírlas, cocerlas y comerlas calientes?

Luego se detuvieron y gritaron: —¡Volad, pajaritos! ¡Volad si podéis! ¡Bajad, pajaritos; os asaréis en vuestros nidos! ¡Cantad, cantad, pajaritos! ¿Por qué no cantáis?

—¡Alejaos, chiquillos! —gritó Gandalf por respuesta—. No es época de buscar nidos. Y los chiquillos traviesos que juegan con fuego reciben lo que se merecen. —Lo dijo para enfadarlos, y para mostrarles que no tenía miedo, aunque en verdad lo tenía, mago y todo como era. Pero los trasgos no le prestaron atención, y siguieron cantando.

¡Que ardan, que ardan, árboles y helechos!

¡Marchitos y abrasados! Que la antorcha siseante

ilumine la noche para nuestro contento.

¡Ea ya!

¡Que los cuezan, los frían y achicharren,

hasta que ardan las barbas, y los ojos se nublen;

y hiedan los cabellos y estallen los pellejos,

se disuelvan las grasas, y los huesos renegros

descansen en cenizas bajo el cielo!

Así los enanos morirán,

la noche iluminando para nuestro contento.

¡Ea ya!

¡Ea pronto ya!

¡Ea que va!

Y con ese ¡ea que va!las llamas llegaron bajo el árbol de Gandalf. En un momento se extendieron a los otros. La corteza ardió, las ramas más bajas crujieron.

Entonces Gandalf trepó a la copa del árbol. El súbito resplandor estalló en su vara como un relámpago cuando se aprestaba a saltar y a caer, justo entre las lanzas enemigas. Aquello hubiese sido el fin de Gandalf, aunque probablemente hubiese matado a muchos, al precipitarse entre ellos como un rayo. Pero no llegó a saltar.

En aquel preciso momento el Señor de las Águilas se abalanzó desde lo alto, abrió las garras, se apoderó de Gandalf, y desapareció.

CAPÍTULO VII

Extraños aposentos

A LA MAÑANA SIGUIENTE Bilbo despertó con el sol temprano en los ojos. Se levantó de un salto para mirar la hora y poner la marmita al fuego... y descubrió que no estaba en casa, de ningún modo. Así que se sentó, deseando en vano un baño y un cepillo. No los consiguió, ni té, ni tostadas, ni panceta para el desayuno, sólo cordero frío y conejo. Y en seguida tuvo que prepararse para la inminente partida.

Esta vez se le permitió montar en el lomo de un águila y sostenerse entre las alas. El aire golpeaba y Bilbo cerraba los ojos. Los enanos gritaban despidiéndose y prometiendo devolver el favor al Señor de las Águilas, mientras quince grandes aves partían de la ladera de la montaña. El sol aún estaba cerca de los lindes orientales. La mañana era fría, y había nieblas en los valles y hondonadas, y sobre los picos y crestas de las colinas. Bilbo abrió un ojo y vio que las aves estaban muy arriba y el mundo muy lejos, y que las montañas se empequeñecían. Cerró otra vez los ojos y se aferró con más fuerza.

—¡No pellizques! —le dijo el águila—. No tienes por qué asustarte como un conejo, aunque te parezcas bastante a uno. Es una bonita mañana y el viento sopla apenas. ¿Hay acaso algo más agradable que volar?

A Bilbo le hubiese gustado decir: «Un baño caliente y luego, más tarde, un desayuno sobre la hierba»; pero le pareció mejor no decir nada y aflojó un poquito las manos.

Al cabo de un buen rato, las águilas divisaron sin duda el punto al que se dirigían, aun desde aquellas alturas, pues empezaron a volar en círculos, descendiendo en amplias espirales. Bajaron así un tiempo, y al final el hobbit abrió de nuevo los ojos. La tierra estaba mucho más cercana, y debajo había árboles que parecían olmos y robles, y amplias praderas, y un río que lo atravesaba todo. Pero sobresaliendo del terreno, justo en el curso del río que allí serpenteaba, había una gran roca, casi una colina de piedra, como una última avanzada de las montañas distantes, o un enorme peñasco arrojado millas adentro en la llanura por algún gigante entre gigantes.

Las águilas descendían ahora con rapidez una a una sobre la cima de la roca, y dejaban allí a los pasajeros.

—¡Buen viaje! —gritaron—. ¡Dondequiera que vayáis, hasta que los nidos os reciban al final de la jornada! —Una fórmula de cortesía común entre estas aves.

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