—Que el viento bajo las alas os sostenga allá donde el sol navega y la luna camina —respondió Gandalf, que conocía la respuesta correcta.
Y de este modo partieron. Y aunque el Señor de las Águilas llegó a ser Rey de Todos los Pájaros, y tuvo una corona de oro, y los quince lugartenientes llevaron collares de oro (fabricados con el oro de los enanos), Bilbo nunca volvió a verlos, excepto en la batalla de los Cinco Ejércitos, lejos y arriba. Pero como esto ocurre al final de la historia, por ahora no diremos más.
Había un espacio liso en la cima de la colina de piedra y un sendero de gastados escalones que descendían hasta el río; y un vado de piedras grandes y chatas llevaba a la pradera del otro lado. Allí había una cueva pequeña (acogedora y con suelo de guijarros), al pie de los escalones, casi al final del vado pedregoso. El grupo se reunió en la cueva y discutió lo que se iba a hacer.
—Siempre quise veros a todos a salvo (si era posible) del otro lado de las montañas —dijo el mago—, y ahora, gracias al buen gobierno y a la buena suerte, lo he conseguido. En realidad hemos avanzado hacia el este más de lo que yo deseaba, pues al fin y al cabo ésta no es mi aventura. Puedo venir a veros antes de que todo concluya, pero mientras tanto he de atender otro asunto urgente.
—¿Llamas varios a dos?
—Bien, no. En realidad había más de dos.
—¿Dónde están? ¿Muertos, devorados, de vuelta en casa?
—Bien, no. Parece que no vinieron todos cuando silbé. Tímidos, supongo. ¿Ves?, me temo que seamos demasiados para hacerte perder el tiempo.
—Vamos, ¡silba otra vez! Parece que reuniré aquí a todo un grupo, y uno o dos no hacen mucha diferencia —refunfuñó Beorn.
Gandalf silbó de nuevo; pero Nori y Ori estaban allí antes de que hubiese dejado de llamar, porque, si lo recordáis, Gandalf les había dicho que viniesen por parejas de cinco en cinco minutos.
—Hola —dijo Beorn—. Habéis venido muy rápido. ¿Dónde estabais escondidos? Acercaos, muñecos de resorte.
—Nori, a vuestro servicio. Ori, a... —empezaron a decir los enanos, pero Beorn los interrumpió.
—¡Gracias! Cuando necesite vuestra ayuda, os la pediré. Sentaos, y sigamos con la historia o será hora de cenar antes de que acabe.
—Tan pronto como estuvimos dormidos —continuó Gandalf—, una grieta se abrió en el fondo de la caverna; unos trasgos saltaron y capturaron al hobbit, a los enanos y nuestra recua de poneys...
—¿Recua de poneys? ¿Qué erais... un circo ambulante? ¿O transportabais montones de mercancías? ¿O siempre llamáis recua a seis?
—¡Oh, no! En realidad había más de seis poneys, pues éramos más de seis... y bien ¡aquí hay dos más! —Justo en ese momento aparecieron Balin y Dwalin, y se inclinaron tanto que barrieron con las barbas el piso de piedra. El hombrón frunció el entrecejo al principio, pero los enanos se esforzaron en parecer terriblemente corteses, y siguieron moviendo la cabeza, inclinándose, haciendo reverencias y agitando los capuchones delante de las rodillas (al auténtico estilo enano) hasta que Beorn no pudo más y estalló en una risa sofocada: ¡parecían tan cómicos!