—Recua, era lo correcto —dijo—. Una fabulosa recua de cómicos. Entrad, mis alegres hombrecitos, ¿y cuáles son vuestrosnombres? No necesito que me sirváis ahora mismo, sólo vuestros nombres. ¡Sentaos de una vez y dejad de menearos!
—Balin y Dwalin —dijeron, no atreviéndose a mostrarse ofendidos, y se sentaron dejándose caer pesadamente al suelo, un tanto estupefactos.
—¡Ahora continuemos! —dijo Beorn a Gandalf.
—¿Dónde estaba? Ah sí... A mí nome atraparon. Maté un trasgo o dos con un relámpago...
—¡Bien! —gruñó Beorn—. De algo vale ser mago entonces.
—... y me deslicé por la grieta antes que se cerrase. Seguí bajando hasta la sala principal, que estaba atestada de trasgos. El Gran Trasgo se encontraba allí con treinta o cuarenta guardias. Pensé para mí que aunque no estuviesen encadenados todos juntos, ¿qué podía hacer una docena contra toda una multitud?
—¡Una docena! Nunca había oído que ocho es una docena. ¿O es que todavía tienes más muñecos de resorte que no han salido de sus cajas?
—Bien, sí, me parece que ahora hay una pareja más por aquí cerca... Fili y Kili, creo —dijo Gandalf cuando éstos aparecieron sonriendo y haciendo reverencias.
—¡Es suficiente! —interrumpió Beorn—. ¡Sentaos y estaos quietos! ¡Prosigue, Gandalf!
Gandalf siguió con su historia, hasta que llegó a la pelea en la oscuridad, el descubrimiento de la puerta más baja y el pánico que sintieron todos al advertir que el señor Bilbo Bolsón no estaba con ellos. —Nos contamos y vimos que no había allí ningún hobbit. ¡Sólo quedábamos catorce!
—¡Catorce! Ésta es la primera vez que si a diez le quitas uno quedan catorce. Quieres decir nueve, o aún no me has dicho todos los nombres de tu grupo.
—Bien, desde luego todavía no has visto a Oin y a Gloin. ¡Y mira! Aquí están. Espero que los perdones por molestarte.
—¡Oh, deja que vengan todos! ¡Daos prisa! Acercaos vosotros dos y sentaos. Pero mira, Gandalf, aun ahora estáis sólo tú y los enanos y el hobbit que se había perdido. Eso suma sólo once (más uno perdido), no catorce, a menos que los magos no cuenten como los demás. Pero ahora, por favor, sigue con la historia. —Beorn trató de disimularlo, pero en verdad la historia había empezado a interesarle, pues en otros tiempos había conocido esa parte de las montañas que Gandalf describía ahora. Movió la cabeza y gruñó cuando oyó hablar de la reaparición del hobbit, de cómo tuvieron que gatear por el sendero de piedra y del círculo de lobos entre los árboles.
Cuando Gandalf contó cómo treparon a los árboles con todos los lobos debajo, Beorn se levantó, dio unas zancadas y murmuró: —¡Ojalá hubiese estado allí! ¡Les habría dado algo más que fuegos artificiales!
—Bien —dijo Gandalf, muy contento al ver que su historia estaba causando buena impresión—, hice todo lo que pude. Allí estábamos, con los lobos volviéndose locos debajo de nosotros, y el bosque empezando a arder por todas partes, cuando bajaron los trasgos de las colinas y nos descubrieron. Daban alaridos de placer y cantaban canciones burlándose de nosotros. Quince pájaros en cinco abetos...
—¡Cielos! —gruñó Beorn—. No me vengáis ahora con que los trasgos no pueden contar. Pueden. Doce no son quince, y ellos lo saben.
—Y yo también. Estaban además Bifur y Bofur. No me he aventurado a presentarlos antes, pero aquí los tienes.
Adentro pasaron Bifur y Bofur. —¡Y yo! —gritó el gordo Bombur jadeando detrás, enfadado por haber quedado último. Se negó a esperar cinco minutos, y había venido detrás de los otros dos.
—Bien, ahora aquí están, los quince; y ya que los trasgos saben contar, imagino que eso es todo lo que había allí arriba en los árboles. Ahora quizá podamos acabar la historia sin más interrupciones. —El señor Bolsón comprendió entonces qué astuto había sido Gandalf. Las interrupciones habían conseguido que Beorn se interesase más en la historia, y esto había impedido que expulsase en seguida a los enanos como mendigos sospechosos. Nunca invitaba gente a su casa, si podía evitarlo. Tenía muy pocos amigos y vivían bastante lejos; y nunca invitaba a más de dos a la vez. ¡Y ahora tenía quince extraños sentados en el porche!
Cuando el mago concluía su relato, y mientras contaba el rescate de las águilas y de cómo los habían llevado a la Carroca, el sol ya se ocultaba detrás de las Montañas Nubladas y las sombras se alargaban en el jardín de Beorn.
—Un relato muy bueno —dijo—. El mejor que he oído desde hace mucho tiempo. Si todos los pordioseros pudiesen contar uno tan bueno, llegaría a parecerles más amable. Es posible, claro, que lo hayáis inventado todo, pero aun así merecéis una cena por la historia. ¡Vamos a comer algo!
—¡Sí, por favor! —exclamaron todos juntos—. ¡Muchas gracias!
Era ya avanzada la mañana cuando despertó. Uno de los enanos se había caído encima de él en las sombras, y había rodado desde la plataforma al suelo con un fuerte topetazo. Era Bofur, quien se quejaba cuando Bilbo abrió los ojos.
—Levántate, gandul —le dijo Bofur—, o no habrá ningún desayuno para ti.
Bilbo se puso de pie de un salto. —¡Desayuno! —gritó—. ¿Dónde está el desayuno?
—La mayor parte dentro de nosotros —respondieron los otros enanos que se paseaban por la sala—, y el resto en la veranda. Hemos estado buscando a Beorn desde que amaneció, pero no hay señales de él por ninguna parte, aunque encontramos el desayuno servido tan pronto como salimos.
—¿Dónde está Gandalf? —preguntó Bilbo partiendo a toda prisa en busca de algo que comer.
—Bien —le dijeron—, fuera quizá, por algún lado. —Pero Bilbo no vio rastro del mago en todo el día hasta entrada la tarde. Poco antes de la puesta del sol, Gandalf entró en la sala, donde el hobbit y los enanos, bien atendidos por los magníficos animales de Beorn, se encontraban cenando, como habían estado haciendo a lo largo del día. De Beorn no habían visto ni sabido nada desde la noche anterior, y empezaban a inquietarse.
—¿Dónde está nuestro anfitrión, y dónde has pasado el día? —gritaron todos.
—¡Una pregunta por vez, y no hasta después de haber comido! No he probado bocado desde el desayuno.
Al fin Gandalf apartó el plato y la jarra (se había comido dos hogazas de pan enteras, con abundancia de mantequilla, miel y crema cuajada, y había bebido por lo menos un cuarto de galón de hidromiel) y sacó la pipa.
—Primero responderé a la segunda pregunta —dijo—; pero ¡caramba! ¡Éste es un sitio estupendo para echar anillos de humo!
Y durante un buen rato no pudieron sacarle nada más, ocupado como estaba en lanzar anillos de humo, que desaparecían entre los pilares de la sala, cambiando las formas y los colores, y haciéndolos salir por el agujero del tejado. Desde fuera estos anillos tenían que parecer muy extraños, deslizándose en el aire uno tras otro, verdes, azules, rojos, plateados, amarillos, blancos, grandes, pequeños, los pequeños metiéndose entre los grandes y formando así figuras en forma de ocho, y perdiéndose en la distancia como bandadas de pájaros.
—Estuve siguiendo huellas de oso —dijo por fin—. Una reunión regular de osos tiene que haberse celebrado ahí fuera durante la noche. Pronto me di cuenta de que las huellas no podían ser todas de Beorn; había demasiadas, y de diferentes tamaños. Me atrevería a decir que eran osos pequeños, osos grandes, osos normales y enormes osos gigantes, todos danzando fuera, desde el anochecer hasta casi el amanecer. Vinieron de todas direcciones, excepto del lado oeste, más allá del río, de las Montañas. Hacia allí sólo iba un rastro de pisadas..., ninguna venía, todas se alejaban desde aquí. Las seguí hasta la Carroca. Luego desaparecieron en el río, que era demasiado profundo y caudaloso para intentar cruzarlo. Es bastante fácil, como recordaréis, ir desde esta orilla hasta la Carroca por el vado, pero al otro lado hay un precipicio donde el agua desciende en remolinos. Tuve que andar millas antes de encontrar un lugar donde el río fuese bastante ancho y poco profundo como para poder vadearlo y nadar, y después millas atrás, otra vez buscando las huellas. Para cuando llegué, era ya demasiado tarde para seguirlas. Iban directamente hacia los pinares al este de las Montañas Nubladas, donde anteanoche tuvimos un grato encuentro con los wargos. Y ahora creo que he respondido además a vuestra primera pregunta —concluyó Gandalf, y se sentó largo rato en silencio.
Bilbo pensó que sabía lo que el mago quería decir. —¿Qué haremos —gritó— si atrae hasta aquí a todos los wargos y trasgos? ¡Nos atraparán a todos y nos matarán! Creí que habías dicho que no era amigo de ellos.
—Sí, lo dije. ¡Y no seas estúpido! Sería mejor que te fueses a la cama. Se te ha embotado el juicio.
El hobbit se quedó bastante aplastado, y como no parecía haber otra cosa que hacer, se fue realmente a la cama; mientras los enanos seguían cantando se durmió otra vez, devanándose todavía la cabecita a propósito de Beorn, hasta que soñó con cientos de osos negros que danzaban en círculos lentos y graves, fuera en el patio a la luz de la luna. Entonces despertó, cuando todo el mundo estaba dormido, y oyó los mismos rasguños, gangueos, pisadas y gruñidos de antes.
A la mañana siguiente, el propio Beorn los despertó a todos. —Así que todavía seguís aquí —dijo. Alzó al hobbit y se rió—. Por lo que veo aún no te han devorado los wargos y los trasgos o los malvados osos —y apretó el dedo contra el chaleco del señor Bolsón sin ninguna cortesía—. El conejito se está poniendo otra vez de lo más relleno y saludable con la ayuda de pan y miel. —Rió entre dientes—. ¡Ven y toma algo más!