El Hobbit - Tolkien John Ronald reuel 2 стр.


Llevaban apenas un rato sentados a la mesa, en verdad estaban empezando el tercer pastelillo, cuando resonó otro campanillazo todavía más estridente.

—¡Disculpad! —dijo el hobbit, y se encaminó hacia la puerta.

«¡Así que al fin habéis venido!» Esto era lo que iba a decirle ahora a Gandalf. Pero no era Gandalf. En cambio, vio en el umbral un enano que parecía muy viejo, de barba blanca y capuchón escarlata; y éste también entró de un salto tan pronto como la puerta se abrió, como si fuera un invitado.

—Veo que han empezado a llegar —dijo cuando vio en la percha el capuchón verde de Dwalin. Colocó el suyo rojo junto al otro y —¡Balin, a vuestro servicio! —dijo con la mano en el pecho.

—¡Gracias! —dijo Bilbo casi sin voz. No era la respuesta más apropiada, pero el han empezado a llegarlo había dejado perplejo. Le gustaban las visitas, aunque prefería conocerlas antes de que llegasen, e invitarlas él mismo. Tenía el terrible presentimiento de que los pasteles no serían suficientes, y como conocía las obligaciones de un anfitrión y las cumplía con puntualidad aunque le parecieran penosas, quizás él se quedara sin ninguno.

—¡Entre, y sírvase una taza de té! —consiguió decir luego de tomar aliento.

—Un poco de cerveza me iría mejor, si a vos no os importa, mi buen señor —dijo Balin, el de la barba blanca—. Pero no me incomodaría un pastelillo, un pastelillo de semillas, si tenéis alguno.

—¡Muchos! —se encontró Bilbo respondiendo, sorprendido, y se encontró, también, corriendo a la bodega para echar en una jarra una pinta de cerveza, y después a la despensa a recoger dos sabrosos pastelillos de semillas que había hecho esa tarde para el refrigerio de después de la cena.

Cuando regresó, Balin y Dwalin estaban charlando a la mesa como viejos amigos (en realidad eran hermanos). Bilbo depositó la cerveza y el pastel delante de ellos, cuando de nuevo se oyó un fuerte campanillazo, y después otro.

«¡Gandalf de seguro esta vez!», pensó mientras resoplaba por el pasillo. Pero no; eran dos enanos más, ambos con capuchones azules, cinturones de plata y barbas amarillas; y cada uno de ellos llevaba una bolsa de herramientas y una pala. Saltaron al interior tan pronto la puerta comenzó a abrirse. Bilbo ya apenas se sorprendió.

—¿En qué puedo yo serviros, mis queridos enanos? —dijo.

—¡Kili, a vuestro servicio! —dijo uno—. ¡Y Fili! —añadió el otro; y ambos se sacaron a toda prisa los capuchones azules e hicieron una reverencia.

—¡Al vuestro y al de vuestra familia! —replicó Bilbo, recordando esta vez sus buenos modales.

—Veo que Dwalin y Balin están ya aquí —dijo Kili—. ¡Unámonos al tropel!

«¡Tropel!», pensó el señor Bolsón. «No me gusta el sonido de esa palabra. Necesito sentarme un minuto y recapacitar, y echar un trago.» Sólo había alcanzado a mojarse los labios, en un rincón, mientras los cuatro enanos se sentaban en torno a la mesa, y charlaban sobre minas y oro y problemas con los trasgos, y las depredaciones de los dragones, y un montón de otras cosas que él no entendía, y no quería entender, pues parecían demasiado aventureras, cuando, din-don-dan, la campana sonó de nuevo, como si algún travieso niño hobbit intentase arrancar el llamador.

—¡Alguien más a la puerta! —dijo parpadeando.

—Por el sonido yo diría que unos cuatro —dijo Fili—. Además, los vimos venir detrás de nosotros a lo lejos.

El pobrecito hobbit se sentó en el vestíbulo y apoyando la cabeza en las manos, se preguntó qué había pasado, y qué pasaría ahora, y si todos se quedarían a cenar. En ese momento la campana sonó de nuevo más fuerte que nunca, y tuvo que correr hacia la puerta. Y no eran cuatro, sino cinco. Otro enano se les había acercado mientras él seguía en el vestíbulo preguntándose qué ocurría. Apenas había girado la manija y ya todos estaban dentro, haciendo reverencias y diciendo uno tras otro «a vuestro servicio». Dori, Nori, Ori, Oin y Gloin eran sus nombres, y al momento dos capuchones de color púrpura, uno gris, uno castaño y uno blanco colgaban de las perchas, y allá fueron los enanos con las manos anchas metidas en los cinturones de oro y plata a reunirse con los otros. Ya casi eran un tropel. Unos pedían cerveza del país, otros cerveza negra, uno café, y todos ellos pastelillos; así que tuvieron al hobbit muy ocupado durante un rato.

Una gran cafetera había sido puesta a la lumbre, los pastelillos de semillas ya se habían acabado, y los enanos empezaban una ronda de bollos con mantequilla, cuando de pronto... un fuerte golpe. No un campanillazo, sino un fuerte toc-toc en la preciosa puerta verde del hobbit. ¡Alguien estaba llamando a bastonazos!

Bilbo corrió por el pasillo, muy enfadado, y por completo atribulado y compungido; éste era el miércoles más desagradable que pudiera recordar. Abrió la puerta de un bandazo, y todos rodaron dentro, uno sobre otro. Más enanos, ¡cuatro más! Y detrás Gandalf, apoyado en su vara y riendo. Había hecho una muesca bastante grande en la hermosa puerta; por cierto, también había borrado la marca secreta que pusiera allí la mañana anterior.

—¡Tranquilidad, tranquilidad! —dijo—. ¡No es propio de ti, Bilbo, tener a los amigos esperando en el felpudo y luego abrir la puerta de sopetón! ¡Déjame presentarte a Bifur, Bofur, Bombur, y sobre todo a Thorin!

—¡A vuestro servicio! —dijeron Bifur, Bofur y Bombur, los tres en hilera. En seguida colgaron dos capuchones amarillos y uno verde pálido; y también uno celeste con una larga borla de plata. Este último pertenecía a Thorin, un enorme e importante enano, de hecho nada más y nada menos que el propio Thorin Escudo de Roble, a quien no le gustó nada caer de bruces sobre el felpudo de Bilbo con Bifur, Bofur y Bombur sobre él. Ante todo, Bombur era enormemente gordo y pesado. Thorin era muy arrogante, y no dijo nada sobre servicio; pero el pobre señor Bolsón le repitió tantas veces que lo sentía, que el enano gruñó al fin: —Le ruego no lo mencione más —y dejó de fruncir el entrecejo.

—¡Vaya, ya estamos todos aquí! —dijo Gandalf, mirando la hilera de trece capuchones, una muy vistosa colección de capuchones, y su propio sombrero colgados en las perchas—. ¡Qué alegre reunión! ¡Espero que quede algo de comer y beber para los rezagados! ¿Qué es eso? ¡Té! ¡No, gracias! Para mí un poco de vino tinto.

—Y también yo —dijo Thorin.

—Y mermelada de frambuesa y tarta de manzana —dijo Bifur.

—Y pastelillos de carne y queso —dijo Bofur.

—Y pastel de carne de cerdo y también ensalada —dijo Bombur.

—Y más pasteles, y cerveza, y café, si no os importa —gritaron los otros enanos al otro lado de la puerta.

—Prepara unos pocos huevos. ¡Qué gran amigo! —gritó Gandalf mientras el hobbit corría a las despensas—. ¡Y saca el pollo frío y unos encurtidos!

«¡Parece conocer el interior de mi despensa tanto como yo!», pensó el señor Bolsón, que se sentía del todo desconcertado y empezaba a preguntarse si la más lamentable aventura no había ido a caer justo a su propia casa. Cuando terminó de apilar las botellas y los platos y los cuchillos y los tenedores y los vasos y las fuentes y las cucharas y demás cosas en grandes bandejas, estaba acalorado, rojo como la grana y muy fastidiado.

—¡Fustigados y condenados enanos! —dijo en voz alta—. ¿Por qué no vienen y me echan una mano? —Y he aquí que allí estaban Balin y Dwalin en la puerta de la cocina, y Fili y Kili tras ellos, y antes de que pudiese decir cuchillo, ya se habían llevado a toda prisa las bandejas y un par de mesas pequeñas al salón, y allí colocaron todo otra vez.

Gandalf se puso a la cabecera, con los trece enanos alrededor, y Bilbo se sentó en un taburete junto al fuego, mordisqueando una galleta (había perdido el apetito) e intentando aparentar que todo era normal y de ningún modo una aventura. Los enanos comieron y comieron, charlaron y charlaron, y el tiempo pasó. Por último echaron atrás las sillas, y Bilbo se puso en movimiento, recogiendo platos y vasos.

—Supongo que os quedaréis todos a cenar —dijo en uno de sus más educados y reposados tonos.

—¡Claro que sí! —dijo Thorin—, y después también. No nos meteremos en el asunto hasta más tarde, y antes podemos hacer un poco de música. ¡Ahora a levantar las mesas!

En seguida los doce enanos —no Thorin, él era demasiado importante, y se quedó charlando con Gandalf— se incorporaron de un salto, e hicieron enormes pilas con todas las cosas. Allá se fueron, sin esperar por las bandejas, llevando en equilibrio en una mano las columnas de platos, cada una de ellas con una botella encima, mientras el hobbit corría detrás casi dando chillidos de miedo: —¡Por favor, cuidado! —y— ¡Por favor, no se molesten! Yo me las arreglo. —Pero los enanos no le hicieron caso y se pusieron a cantar:

¡Desportillad los vasos y destrozad los platos!

¡Embotad los cuchillos, doblad los tenedores!

¡Esto es lo que Bilbo Bolsón detesta tanto!

¡Estrellad las botellas y quemad los tapones!

¡Desgarrad el mantel, pisotead la manteca,

y derramad la leche en la despensa!

¡Echad los huesos en la alfombra del cuarto!

¡Salpicad de vino todas las puertas!

¡Vaciad los cacharros en un caldero hirviente;

hacedlos trizas a barrotazos;

y cuando terminéis, si aún algo queda entero,

echadlo a rodar pasillo abajo!

¡Esto es lo que Bilbo Bolsón detesta tanto!

¡De modo que cuidado! ¡Cuidado con los platos!

Y desde luego no hicieron ninguna de estas cosas terribles, y todo se limpió y se guardó a la velocidad del rayo, mientras el hobbit daba vueltas y más vueltas en medio de la cocina intentando ver qué hacían. Al fin regresaron, y encontraron a Thorin con los pies en el guardafuego fumándose una pipa. Estaba haciendo unos enormes anillos de humo, y dondequiera que le dijera a uno que fuese, allí iba —chimenea arriba, o detrás del reloj sobre la repisa, o bajo la mesa, o girando y girando en el techo—, pero dondequiera que fuesen no eran bastante rápidos para escapar a Gandalf. ¡Pop! De la pipa de barro de Gandalf subía en seguida un anillo más pequeño que atravesaba el último anillo de Thorin. Luego el anillo de Gandalf tomaba un color verde, y bajaba a flotar sobre la cabeza del mago. Tenía ya toda una nube alrededor, y a la luz indistinta parecía una figura extraña y fantasmagórica. Bilbo permanecía inmóvil y observaba —le encantaban los anillos de humo— y se sonrojó al recordar qué orgulloso había estado de los anillos que en la mañana anterior lanzara al viento sobre La Colina.

—¡Ahora un poco de música! —dijo Thorin—. ¡Sacad los instrumentos!

Kili y Fili se apresuraron a buscar las bolsas y trajeron unos pequeños violines; Dori, Nori y Ori sacaron unas flautas de algún bolsillo de los capotes; Bombur tamborileó desde el vestíbulo; Bifur y Bofur salieron también, y volvieron con unos clarinetes que habían dejado entre los bastones. Dwalin y Balin dijeron: —¡Disculpadme, dejé el mío en el porche! —Y Thorin dijo:— ¡Trae el mío también! —Regresaron con unas violas tan grandes como ellos mismos, y con el arpa de Thorin envuelta en una tela verde. Era una hermosa arpa dorada, y cuando Thorin la rasgueó, los otros enanos empezaron juntos a tocar una música, tan súbita y dulcemente que Bilbo olvidó todo lo demás, y fue transportado a unas tierras distantes y oscuras, bajo lunas extrañas, lejos de El Agua y muy lejos del agujero-hobbit bajo La Colina.

La oscuridad penetró en la habitación por el ventanuco que se abría en la ladera de La Colina; el fuego parpadeaba —era abril— y aún seguían tocando, mientras la sombra de la barba de Gandalf danzaba contra la pared.

La oscuridad invadió toda la habitación, y el fuego se extinguió y las sombras se borraron; y todavía seguían tocando. Y de pronto, uno primero y luego otro, mientras tocaban, entonaron el canto grave que antaño cantaran los enanos, en lo más hondo de las viejas moradas, y estas líneas son como un fragmento de esa canción, aunque no hay comparación posible sin la música.

Más allá de las frías y brumosas montañas,

a mazmorras profundas y cavernas antiguas,

en busca del metal amarillo encantado,

hemos de ir, antes que el día nazca.

Los enanos echaban hechizos poderosos

mientras las mazas tañían como campanas,

en simas donde duermen criaturas sombrías,

en salas huecas bajo las montañas.

Para el antiguo rey y el señor de los Elfos

los enanos labraban martilleando

un tesoro dorado, y la luz atrapaban

y en gemas la escondían en la espada.

En collares de plata ponían y engarzaban

estrellas florecientes, el fuego del dragón

colgaban en coronas, en metal retorcido

entretejían la luz de la luna y del sol.

Más allá de las frías y brumosas montañas,

a mazmorras profundas y cavernas antiguas,

a reclamar el oro hace tiempo olvidado,

hemos de ir, antes de que el día nazca.

Allí para ellos mismos labraban las vasijas

y las arpas de oro; pasaban mucho tiempo

donde otros no cavaban; y allí muchas canciones

cantaron que los hombres o los Elfos no oyeron.

Los vientos ululaban en medio de la noche,

y los pinos rugían en la cima.

El fuego era rojo, y llameaba extendiéndose,

los árboles como antorchas de luz resplandecían.

Las campanas tocaban en el valle,

y hombres de cara pálida observaban el cielo,

la ira del dragón, más violenta que el fuego,

derribaba las torres y las casas.

La montaña humeaba a la luz de la luna;

los enanos oyeron los pasos del destino,

huyeron y cayeron y fueron a morir

a los pies del palacio, a la luz de la luna.

Más allá de las hoscas y brumosas montañas,

a mazmorras profundas y cavernas antiguas,

a quitarle nuestro oro y las arpas,

¡hemos de ir, antes que el día nazca!

Mientras cantaban, el hobbit sintió dentro de él el amor de las cosas hermosas hechas a mano con ingenio y magia; un amor fiero y celoso, el deseo de los corazones de los enanos. Entonces algo de los Tuk renació en él: deseó salir y ver las montañas enormes, y oír los pinos y las cascadas, y explorar las cavernas, y llevar una espada en vez de un bastón. Miró por la ventana. Las estrellas asomaban fuera en el cielo oscuro, sobre los árboles. Pensó en las joyas de los enanos que brillaban en las cavernas tenebrosas. De repente, en el bosque de más allá de El Agua se alzó un fuego —quizás alguien encendía una hoguera—, y pensó en dragones devastadores que invadían la pacífica Colina envolviendo todo en llamas. Se estremeció; y en seguida volvió a ser el sencillo señor Bolsón, de Bolsón Cerrado, Sotomonte otra vez.

Se incorporó temblando. Tenía muy pocas ganas de traer la lámpara, y apenas un poco más de fingir que iba a buscarla y marcharse y esconderse luego en la bodega detrás de los barriles de cerveza y no volver a salir hasta que los enanos se fueran. De pronto advirtió que la música y el canto habían cesado y que todos lo miraban con ojos brillantes en la oscuridad.

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