–No somos presos –dijeron–, y en las cárceles por lo menos conceden un tiempo para dormir.
Con eso, cambiaron de destino, y por la mañana, cuando ya podían pasar los trenes, les silbaron como despedida: –Eh, pedazos de bestia, ¡el diablo os lleve!
Pero no fue porque tan gallardos forasteros les ladraran, sucedió así. Kazangap y él lucharon contra aquella obstrucción. Sí, sucedió así. Por la noche se hizo imposible trabajar. Caía la nieve, soplaba el viento por todos lados y se agarraba a ellos como perro rabioso. No había dónde protegerse del viento. La locomotora proyectaba sus faros, pero sólo producía niebla. Los faros iluminaban a duras penas la oscuridad. Cuando aquellos tres se marcharon, Kazangap y él se quedaron para transportar la nieve con un carro de camello. Llevaba un par de camellos enganchados. Los animales no querían andar, también sentían frío y náuseas en aquel torbellino. En las márgenes, la nieve llegaba hasta el pecho. Kazangap tiraba de los camellos por el morro, para que le siguieran, Yediguéi, en el carro, los azuzaba por detrás con el látigo. Así estuvieron penando hasta medianoche. Después, los camellos cayeron en la nieve, y aunque los mataran no se movían, habían llegado al final de sus fuerzas. ¿Qué hacer? Había que abandonar hasta que el tiempo se calmara. De pie, junto a la locomotora, se protegían del viento.
–Basta, kazajo, subamos a la máquina, allí veremos qué hace el tiempo –dijo Yediguéi golpeando las heladas manoplas una contra otra.
–El tiempo continuará siendo lo que es. Y de todos modos nuestro trabajo es limpiar las vías. Tomemos las palas, no tenemos derecho a parar.
–¿No somos seres humanos?
No son los seres humanos, sino los lobos y demás fieras, quienes ahora buscan sus madrigueras para esconderse.
–¡Canalla! –se enfureció Yediguéi–. ¡A ti te importa poco que estire la pata o estirarla tú mismo! –y le sacudió en la mandíbula.
Se agarraron, se destrozaron los labios uno a otro. Menos mal que el fogonero saltó de la máquina y los separó a tiempo.
Así era Kazangap. Hoy día no hay hombres como él, ya no quedan Kazangaps. Al último lo llevan hoy a enterrar. Sólo queda esconder al difunto bajo tierra con las palabras de adiós, y ¡amén!
Pensando en esto, Burani Yediguéi repetía en su interior oraciones medio olvidadas, para comprobar el orden establecido de las palabras, para reproducir exactamente en la memoria un orden de pensamientos dirigidos a Dios, pues sólo Él, incognoscible e invisible, puede conciliar en la conciencia del hombre los incompatibles principio y fin, vida y muerte. Para eso, seguramente, se han compuesto las oraciones. Pues no llegarán tus gritos a Dios, no le podrás preguntar por qué lo ha establecido así para que haya que nacer y que morir. Y así vive el hombre desde que el mundo es mundo, no aceptándolo pero conformándose. Y esas oraciones son invariables desde aquellos días, y dicen lo mismo, para que el hombre no proteste inútilmente, para que se consuele. Y estas palabras, pulidas por los siglos como piezas de oro fundido, son las últimas de las últimas que debe pronunciar el vivo ante el muerto. Éste es el rito.
Y también pensaba, que aparte de que Dios exista en este mundo o de que no exista en absoluto, el hombre sin embargo se acuerda de él sobre todo cuando lo necesita, aunque no esté bien actuar así. Por ello, seguramente, se dice: «El incrédulo sólo se acuerda de Dios cuando le duele la cabeza». Sea o no así, hay que saber oraciones.
Mirando a sus jóvenes acompañantes del tractor, Burani Yediguéi se acongojaba sinceramente lamentando que ninguno de ellos conociera ninguna oración. ¿Cómo podrían enterrarse los unos a los otros? ¿Con qué palabras que encerraran tanto el principio como el fin de la vida podrían poner broche a la salida de un hombre hacia la nada? Tal vez con un: «Adiós, camarada, nos acordaremos de ti». ¿O alguna otra estupidez?
Una vez tuvo ocasión de asistir a un entierro en la capital del distrito. Burani Yediguéi no salía de su asombro: el cementerio parecía una asamblea cualquiera. Ante el difunto, colocado en el ataúd, actuaban papel en mano los oradores, y todos decían lo mismo: de qué trabajaba, qué cargos había ocupado y de qué manera, a quién había servido y cómo lo había hecho, y luego tocó la música y cubrieron de flores la tumba. Pero ninguno de ellos se dignó hablar de la muerte como se habla en las oraciones que coronan el conocimiento de los hombres desde tiempos inmemoriales en esta sucesión de existencia e inexistencia, como si antes nadie hubiera muerto en el mundo ni después nadie debiera ya morir. ¡Desgraciados, eran inmortales! Así lo declaraban, a despecho de lo evidente: «¡Ha partido hacia la inmortalidad!».
Yediguéi conocía muy bien el terreno. Además, desde la altura de Burani Karanar, él, como jinete, podía ver lo que tenía delante hasta largas distancias. Procuraba seguir un camino, por Sary-Ozeki, lo más directo posible hasta Ana-Beit, dando sólo algún rodeo para que los tractores pudieran superar más fácilmente los baches y hoyas.
Todo salía según se había planeado. Sin prisa y sin pausa habían recorrido ya una tercera parte del camino... Burani Karanarllevaba un trote incansable, captando con sensibilidad las órdenes de su amo. Le seguía, chirriando, el tractor con su remolque, y tras éste iba la excavadora Bielorús.
Y sin embargo, los esperaban circunstancias imprevistas que, por increíble que eso suene, tuvieron cierta relación interna con los hechos que estaban ocurriendo en el cosmódromo de Sary-Ozeki...
En aquel momento, el portaviones Conventsiase encontraba en su puesto, en aquella zona del océano Pacífico, al sur de las Aleutianas, en un punto rigurosamente equidistante de, por el aire, Vladivostok y de San Francisco.
El tiempo no había cambiado en el océano. En el curso de la primera mitad del día, el sol continuó brillando de forma cegadora sobre los grandes espacios de agua siempre radiantes. En el horizonte, nada hacía prever cambios atmosféricos de ningún tipo.
En el portaviones, todos los servicios estaban en tensión, en estado de preparación plena, incluyendo al ala de aviación y al grupo de seguridad interna, aunque no había ningún motivo concreto para ello en el mundo real que los rodeaba. El motivo estaba tras los límites del cosmos.
Los comunicados de los paritet-cosmonautas desde el planeta Pecho Forestal, que llegaban a bordo del Conventsia a través de la órbita «Tramplin», produjeron en los mandos del Centrun, y en las comisiones plenipotenciarias, una total confusión. El desconcierto era tan grande que ambas partes decidieron llevar a cabo, al principio, reuniones por separado para examinar la situación creada partiendo ante todo de sus propios intereses y posiciones, y luego reunirse para un estudio conjunto.
El mundo no conocía aún aquel descubrimiento sin precedentes en la historia de la Humanidad: la existencia de una civilización no terrena en el planeta Pecho Forestal. Incluso los gobiernos de ambas naciones, que habían sido puestos en antecedentes de la manera más secreta, no tenían de momento noticias sobre el ulterior desarrollo de los acontecimientos. Esperaban el punto de vista concorde de las comisiones competentes. En toda el área del portaaviones se estableció un severo régimen: nadie, incluida el ala de aviación, tenía derecho a abandonar su puesto. Nadie, bajo ningún pretexto, podía abandonar el barco, y ninguna otra nave estaba autorizada a acercarse al Conventsiaen un radio de cincuenta kilómetros. Los aviones que sobrevolaban aquella zona cambiaron su curso para no pasar a menos de trescientos kilómetros del lugar que ocupaba el portaviones.
Así, pues, la reunión general de las partes quedó interrumpida, y cada comisión, junto con sus corresponsables del programa «Demiurg», empezó a estudiar los informes de los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1, transmitidos desde el planeta Pecho Forestal, desconocido por la ciencia.
Sus palabras llegaban de una impensable distancia astronómica:
«¡Atención, atención!
»¡Vamos a efectuar una transmisión transgaláctica para la Tierra!
»Es imposible explicar todas aquellas cosas que no tienen un nombre en nuestro planeta. Sin embargo, hay mucho en común.
»¡Son seres con figura humana, gente como nosotros! ¡Viva la evolución mundial! ¡También aquí la evolución ha elaborado un modelo homínido siguiendo un principio universal! ¡Son unos tipos magníficos, los homínidos extraterrestres! Piel morena, cabellos azules, ojos violáceos o verdes con blancas y espesas pestañas.
»Los vimos en sus escafandras transparentes cuando se ensamblaron a nuestra estación espacial. Nos sonreían desde la popa de la nave y nos invitaban a pasar a ella.
»Y pasamos de una civilización a otra.
»El helicoidal aparato volador desatracó, y a la velocidad de la luz, que prácticamente no se advertía en el interior de la nave, cruzamos el universo superando el torrente del tiempo. Lo primero que nos llamó la atención y que nos produjo un inesperado alivio fue la ausencia de estado de ingravidez. De momento no hemos podido averiguar cómo lo consiguen. Mezclando palabras inglesas y rusas, pronunciaron la primera frase: "Bienvenidos a nuestra Estrella". Y entonces comprendimos que, si había un cierto grado de sensibilidad, podríamos intercambiar pensamientos. Había cinco seres de cabellos azules y elevada estatura, cerca de dos metros: cuatro hombres y una mujer. La mujer no se diferenciaba por la estatura sino por sus formas netamente femeninas y por una piel más clara. Todos los pechianos de cabellos azules son bastante morenos, algo así como nuestros árabes del norte. Nos inspiraron confianza desde el primer momento.
»Tres de ellos eran los pilotos del aparato volador, y uno de los hombres, y la mujer, eran expertos en idiomas terráqueos. Eran los primeros que habían aprendido y sistematizado palabras inglesas y rusas captando emisiones de radio en el cosmos, y habían compuesto un vocabulario terráqueo. En el momento de nuestro encuentro habían asimilado el significado de más de dos mil palabras y términos. Con la ayuda de esta reserva lingüística empezó nuestra comunicación. Ellos hablaban una lengua completamente incomprensible para nosotros, naturalmente, pero cuyo sonido recordaba al español.
»Once horas después de abandonar la Paritet, salíamos de los límites del sistema solar.
»El paso de nuestro sistema astral a otro se realizó imperceptiblemente, sin que nada especial lo distinguiera. La materia del universo es igual en todas partes. Pero en nuestro rumbo (evidentemente, tal debía de ser en aquel momento la disposición y el estado de los cuerpos celestes en aquel otro sistema) se encendió gradualmente frente a nosotros un crepúsculo carmesí. Este crepúsculo fue creciendo y se ensanchó a lo lejos en un espacio ilimitado de luz. Al propio tiempo nos cruzamos con algunos planetas que en aquel momento aparecían oscuros por una parte e iluminados por la otra. Muchos soles y lunas pasaron por los espacios visibles.
»Pareció que pasábamos de la noche al día. Y de pronto entramos volando en una luz cegadoramente pura e inmensa que procedía de un grande y poderoso sol en un cielo hasta entonces desconocido.
»–¡Estamos en nuestra galaxia! ¡Aquí brilla nuestro Poseedor! ¡Pronto aparecerá nuestro Pecho Forestal! –anunció la lingüista.
»Y efectivamente, a inconmensurable altura, en aquel nuevo espacio cósmico, vimos un sol desconocido para nosotros, un astro llamado Poseedor. Este Poseedor supera a nuestro Sol por la intensidad de sus radiaciones y por su tamaño. Por cierto, estas cualidades del mencionado astro, y el hecho de que los días del planeta Pecho Forestal consten de veintiocho horas, son, nos inclinamos a creer, la explicación de una serie de diferencias geobiológicas entre ese mundo y el nuestro.
»De todo ello, sin embargo, intentaremos informar la próxima vez, o cuando volvamos a la Paritet, y ahora sólo daremos de paso algunos datos importantes. Desde las alturas, el planeta Pecho Forestal recuerda nuestra Tierra, rodeada del mismo tipo de nubes atmosféricas. Pero ya más cerca, a una distancia de cinco o seis mil metros de la superficie –los pechianos realizaron para nosotros un vuelo especial de observación– es un espectáculo de inaudita belleza: montañas, picos, montículos, todos bajo una capa de vivo verde, con ríos, mares y lagos entre ellos, y en algunas partes del planeta, sobre todo en los extremos de los polos, enormes manchas de desiertos sin vida, azotados por tempestades de polvo. Pero la mayor impresión nos la produjeron las ciudades y pueblos. Estas islas de construcciones dentro del paisaje pechiano son testigos de un nivel de urbanismo excepcionalmente elevado. Ni Manhattan puede compararse con lo que representa la construcción de ciudades por los habitantes de azules cabellos de aquel planeta.
»A nuestro juicio, los mismos pechianos son un fenómeno aparte entre los seres racionales del universo. El período de embarazo consta de once meses pechianos. La duración de la vida es larga, aunque ellos mismos consideran que el principal problema de la sociedad y del sentido de la existencia es la prolongación de la vida. Viven un término medio de ciento treinta a ciento cincuenta años, y alguno llega hasta los doscientos años. La población del planeta supera los diez mil millones de habitantes.
»No estamos en condiciones de exponer con cierta sistematización todo lo relacionado con la forma de vida de las gentes de cabellos azules y con las conquistas de su civilización. Por ello vamos comunicando fragmentariamente lo que más nos impresiona de ese mundo.
»Saben conseguir energía solar –o mejor dicho "poseedora"–convirtiéndola en energía térmica y eléctrica con un alto coeficiente de aprovechamiento que supera nuestros medios hidrotécnicos, y también, y eso es muy importante, sintetizan energía de la diferencia de temperatura entre el aire diurno y el nocturno.
»Han aprendido a controlar el clima. Cuando realizamos el vuelo de observación sobre el planeta, el aparato volador, por medio de radiaciones, disipaba instantáneamente las nubes y las nieblas allí donde se concentraban. Nos enteramos de que son capaces de influir en el movimiento de las masas de aire y de las corrientes marinas. Con ello regulan el proceso de humectación y el régimen térmico en la superficie del planeta, es más, han aprendido a controlar la gravitación y esto les facilita los vuelos interestelares.
»Sin embargo, se les plantea un problema colosal con el que, por lo que nosotros sabemos, todavía no ha tropezado la Tierra.
»No sufren sequías, por cuanto son capaces de controlar el clima. De momento no son deficitarios en la producción de alimentos. Y eso con una cantidad de población tan enorme que supera en dos veces y media la población de la Tierra. Pero una parte considerable del planeta se convierte gradualmente en suelo no apto para la vida. En aquellos lugares, todo lo vivo muere. En nuestro vuelo de observación vimos tormentas de polvo en la parte sudeste de Pecho Forestal. Como resultado de ciertas terribles reacciones en el seno del planeta –posiblemente, algo semejante a nuestros procesos volcánicos, aunque los pechianos presentan quizá una forma de lenta difusión de erupciones radiactivas– el suelo de la superficie se va destruyendo, va perdiendo su estructura y se consumen todas las sustancias de la tierra vegetal. En esta parte de Pecho Forestal hay un desierto del tamaño del Sahara que, cada año, va invadiendo paso a paso el espacio vital de los extraterrestres de cabellos azules. Esta es para ellos la mayor desgracia. Aún no han aprendido a controlar los procesos que tienen lugar en las profundidades del planeta. En la lucha contra este amenazador fenómeno de desecación interna se han invertido los mejores esfuerzos, y enormes medios científicos y materiales. No tienen una luna en su sistema astral, pero conocen nuestra Luna y la han visitado. Suponen que nuestra Luna debió de sufrir posiblemente algo semejante. Al enterarnos de esto, nos quedamos algo pensativos: la Luna no está tan lejos de la Tierra. ¿Estamos preparados para este encuentro? ¿Cuáles pueden ser las consecuencias, tanto de carácter externo como interno? ¿Comprenderán los hombres que han perdido mucho, en su desarrollo intelectual, con sus eternas desavenencias en la Tierra?