–Tenemos un largo camino por delante. ¿A quién quieres que transmitamos tu saludo, a qué beldad, en qué país? Dínoslo, no lo ocultes. ¿Me oyes? ¿No quieres que le entreguemos un pañuelo de tu parte?
El mankurtestuvo largo rato silencioso mirando al arriero, y luego dijo:
–Cada día miro la Luna y ella me mira a mí. Pero no nos oímos uno a otro... Allí habrá alguien...
En la tienda, la mujer que servía el té a los mercaderes, estaba oyendo la conversación. Era Naiman-Ana. Con este nombre figura en la leyenda de Sary-Ozeki.
Naiman-Ana no dio nada a entender ante los forasteros. Nadie observó cuán raramente la impresionaba esta noticia, cómo cambiaba su cara. Quería interrogar de forma más detallada a los mercaderes sobre el joven mankurt, pero eso la asustaba: saber más de lo que habían dicho. Y supo callarse, ahogar en su seno la inquietud naciente como un chillón pájaro herido... Entretanto, la conversación giraba ya sobre otro tema, a nadie le importaba el desgraciado mankurt, había muchos casos como ése en la vida, pero Naiman-Ana procuró dominar el terror que sentía, eliminar el temblor de sus manos como si efectivamente ahogara al pájaro chillón y se limitó a bajarse más sobre el rostro el negro pañuelo fúnebre que desde hacía tiempo era habitual en su encanecida cabeza.
La caravana de mercaderes no tardó en seguir su camino. Aquella noche de insomnio, Naiman-Ana comprendió que no tendría reposo hasta que no encontrara en Sary-Ozeki al pastor mankurty no se convenciera de que no era su hijo. Este doloroso y terrible pensamiento animó de nuevo su corazón maternal, calmado desde hacía tiempo con el vago presentimiento de que su hijo había caído en el campo de batalla... Y habría sido mejor, naturalmente, enterrarle por segunda vez antes que sufrir, que experimentar un inextinguible terror, un inextinguible dolor, una inextinguible duda.
Su hijo había caído en alguno de los combates contra los zhuanzhuan por la parte de Sary-Ozeki. Su marido había perecido un año antes. Fue un hombre conocido y célebre entre los naimanos. Luego, el hijo marchó a su primera campaña, a vengar a su padre. No era costumbre dejar a los muertos en el campo de batalla. Los parientes tenían la obligación de traer el cuerpo. Pero esa vez resultó imposible. En aquella gran batalla, al entrar en contacto directo con el enemigo, muchos habían visto que el joven, su hijo, caía sobre la crin del caballo, y que éste, ardiente y asustado por el rumor del combate, se lo llevaba lejos. El joven cayó de la silla, y con un pie enganchado en el estribo colgó muerto del caballo, mientras el animal, aún más enloquecido, arrastraba al galope por la estepa su cuerpo sin vida. Como hecho adrede, el caballo dirigió su carrera hacia el campo del enemigo. A pesar del encarnizado y sangriento combate, en el que todos tenían que estar en su puesto, dos compañeros de tribu se lanzaron tras él para detener a tiempo al desmandado caballo y recuperar el cuerpo del difunto. Sin embargo, había una patrulla de zhuanzhuan parapetada en un barranco, y de ella salieron algunos jinetes de curvo látigo que se lanzaron gritando a cortarles el camino. Uno de los naimanos resultó muerto; el otro, gravemente herido, volvió grupas y a duras penas consiguió llegar al galope hasta los suyos, donde se derrumbó en el suelo. Este caso ayudó a los naimanos a descubrir a tiempo a la patrulla de zhuanzhuan que se disponía a descargar en el momento decisivo un golpe en su flanco.
Apresuradamente, los naimanos retrocedieron para reagruparse y lanzarse de nuevo al combate. Y naturalmente, a nadie le importó ya qué había sido de su joven guerrero, del hijo de Naiman-Ana... El naimano herido, el que consiguió galopar hasta los suyos, contó después que, cuando se precipitaron en su persecución, el caballo que arrastraba al hijo de Naiman-Ana había desaparecido rápidamente de su vista en dirección desconocida...
Durante unos cuantos días, los naimanos salieron en busca del cuerpo. Pero no pudieron encontrar ni al muerto, ni a su caballo, ni las armas, ni rastro alguno. A nadie le quedaba ninguna duda de que había muerto. Incluso de haber estado herido, habría muerto de sed o desangrado. Pasaron su pena, lloraron al difunto diciendo que su joven pariente había quedado insepulto en los desiertos de Sary-Ozeki. Era una vergüenza para todos. Las mujeres, que lloraban a voz en grito dentro de la tienda de Naiman-Ana, se lo echaban en cara a sus maridos y hermanos en su cantinela:
—Le han picoteado las aves carroñeras, le han arrastrado los chacales. Después de esto, ¡cómo os atrevéis a llevar gorras de hombre sobre la cabeza!
Y para Naiman-Ana siguieron unos días vacíos en una tierra vacía. Comprendía que en la guerra muere gente, pero la idea de que su hijo había sido abandonado en el campo de batalla, que su cuerpo no había sido entregado .a la tierra, no le daba paz ni descanso. Sufría la madre con estos amargos e inagotables pensamientos. Y no tenía a quién contárselo para mitigar su pena, no tenía a quién dirigirse, como no fuera al propio Dios...
Para prohibirse a sí misma estos pensamientos, tenía que convencerse por sus propios ojos de que su hijo había muerto. ¿Quién podría discutir en este caso la voluntad del destino? Lo que más la turbaba era que el caballo de su hijo hubiera desaparecido sin dejar rastro. El caballo no estaba herido, había huido asustado. Como todo caballo de manada, tarde o temprano tenía que regresar al lugar de origen arrastrando del estribo el cadáver del jinete. Y entonces, por horrible que hubiera sido, habría chillado, llorado y aullado hasta la saciedad sobre aquellos despojos, arañándose la cara con las uñas, y hubiera dicho todo cuanto a ella le sucedía para que Dios se sintiera mal en el cielo, si es que sabía comprender las alegorías. Pero, en cambio, no habría quedado en su alma ninguna duda y se hubiese preparado para la muerte con la mente fría, esperándola en cualquier momento, sin agarrarse a la vida, sin procurar, ni aun mentalmente, prolongarla. Pero el cuerpo de su hijo no había sido encontrado y el caballo no había regresado. Las dudas atormentaban a la madre, pero sus compañeros de tribu empezaron gradualmente a olvidarse de ello, ya que todas las pérdidas se calman con el tiempo y pasan al olvido... Y sólo ella, la madre, no podía tranquilizarse y olvidar. Sus pensamientos revoloteaban siempre alrededor de un mismo círculo. Qué le había pasado al caballo, dónde habían quedado los arreos, las armas; por todo eso, aunque de manera indirecta, se podría saber qué había sido de su hijo. Porque también hubiese podido suceder que al caballo lo hubieran capturado los zhuanzhuan en algún lugar de Sary-Ozeki cuando el animal una vez agotadas sus fuerzas se hubiera dejado coger. Un caballo más, con unos buenos arreos, también es un botín. ¿Cómo habrían procedido entonces con su hijo? ¿Le habrían enterrado o arrojado a las fieras de la estepa? ¿Y si hubiese estado con vida, si por algún milagro aún vivía? ¿Le habrían rematado, acabando con ello sus sufrimientos, o le habrían dejado perecer a campo abierto, o bien...? ¿Y si...?
Las dudas no tenían fin. Y cuando los mercaderes hablaron durante el té del joven mankurtque habían encontrado en SaryOzeki, no sospecharon que con ello arrojaban una chispa en el alma doliente de Naiman-Ana. Su corazón sintió el frío de un inquieto presentimiento. Y el pensamiento de que se podía tratar de su hijo perdido, cada vez dominaba más, con mayor insistencia y con mayor fuerza, su mente y su corazón. La madre comprendió que no se tranquilizaría hasta encontrar y ver a aquel mankurty convencerse de que no era su hijo.
Por aquellas semiesteparias estribaciones, por aquellos campamentos estivales de los naimanos, discurrían pequeños arroyuelos pedregosos. Toda la noche prestó oído Naiman-Ana al murmullo de la corriente de agua. ¿De qué le hablaba el agua, tan poco en armonía con la turbación de su alma? Deseaba tranquilidad. Cansarse de oír, saciarse con los sonidos de la corriente líquida, antes de lanzarse al sordo silencio de SaryOzeki. La madre sabía lo peligroso que era dirigirse sola a Sary-Ozeki, pero no deseaba confiar a nadie su proyecto. Nadie lo hubiera comprendido. Incluso los más allegados no habrían aprobado sus intenciones. ¿Cómo podía lanzarse a la búsqueda de un hijo que había muerto hacía largo tiempo? Y si por azar estuviera vivo, lo habrían convertido en mankurt, por lo que aún era más absurdo buscarle, romperse el corazón inútilmente, pues el mankurt, a excepción de su envoltura externa, no es más que un muñeco disecado del hombre que fue...
La noche anterior a la partida, Naiman-Ana salió varias veces de la tienda. Estuvo largo rato mirando, escuchando, procurando concentrarse, ordenar sus pensamientos. La luna de medianoche estaba muy alta sobre su cabeza, en un cielo sin nubes, derramando sobre la tierra una luz uniforme, lechosa y pálida. La multitud de tiendas blancas, desparramadas por distintos lugares de las estribaciones montañosas, parecían una bandada de grandes pájaros que pernoctaran allí, a orillas de los ruidosos riachuelos. Junto al pueblo, donde se ubicaban los cercados para las ovejas, y más allá, en los barrancos donde pastaban las manadas de caballos, se oía el ladrido de los perros y las vagas voces de las personas. Pero lo que más emocionó a Naiman-Ana fue la llamada de las muchachas, que cantaban junto a un cercado en el extremo más próximo del pueblo. En otro tiempo ella también había cantado aquellas canciones nocturnas... Se habían detenido en aquellos lugares cada verano, desde su recuerdo, desde que la llevaran allí casadera. Toda su vida había discurrido en aquellos lugares: tanto cuando la familia era numerosa, cuando levantaban cuatro tiendas a la vez –una, la cocina; otra la sala; dos los dormitorios– como más tarde, después de la invasión de los zhuanzhuan, cuando se quedó sola...
Ahora, también ella abandonaba su solitaria tienda... Por la tarde ya se había preparado para el camino. Se había provisto de comida y de agua. Agua, había tomado mucha. La llevaba en dos pellejos para el caso de que no consiguiera encontrar en seguida los pozos en el terreno de Sary-Ozeki... Ya desde la tarde esperaba, atada a una estaca cerca de la tienda, la camella Akmai. Era su esperanza y su compañera de viaje. ¿Habría osado adentrarse en las profundidades de Sary-Ozeki sin disponer de la fuerza y la rapidez de Akmai? Aquel año, la camella era estéril, descansaba después de dos partos y se encontraba en perfecta forma como cabalgadura. Flaca, con fuertes y largas patas, con flexibles plantas aún no aplastadas por excesivos pesos ni por la vejez, con un sólido par de gibas y una hermosa y seca cabeza bellamente colocada sobre el musculoso cuello, con sus suaves ollares, móviles como alas de mariposa, que agarraban con afán el aire durante la marcha, la blanca camella Akmaitenía un precio muy alto, el de todo un rebaño. Por aquel rápido animal en la flor de la edad daban diez cabezas de ganado joven, para obtener descendencia. Era el último tesoro, una hembra de oro en manos de Naiman-Ana, el último recuerdo de su anterior riqueza. Lo demás se había perdido como el polvo que coge la mano. Las deudas, las celebraciones –los cuarenta días y el aniversario–, los funerales por los difuntos... Por su hijo, cuya búsqueda preparaba movida por un presentimiento, por su insoportable tristeza y dolor, también se habían organizado hacía poco los últimos oficios por el descanso de su alma, con gran afluencia de gente, todos los naimanos de los distritos próximos.
Al amanecer, Naiman-Ana salió de la tienda dispuesta a emprender el camino. Una vez fuera, se detuvo, atravesó el umbral, se apoyó contra la puerta, inmersa en meditaciones, y abarcó con la mirada al pueblo dormido antes de abandonarlo. De figura armoniosa que aún conservaba su pasada belleza, Naiman-Ana iba ceñida como correspondía a un largo camino. Llevaba botas, pantalones bombachos, blusa sin mangas encima del vestido y una capa que colgaba libremente de sus hombros. Su cabeza estaba cubierta por un pañuelo blanco cuyos extremos había atado sobre la nuca. Así lo había decidido en sus reflexiones nocturnas: si esperaba ver vivo a su hijo, para qué llevar luto. Y si su esperanza no se realizaba, ya tendría tiempo de envolver su cabeza con el eterno pañuelo negro. La mañana crepuscular disimulaba en aquella hora su cabello encanecido y el sello de profunda amargura sobre el rostro de la madre, las arrugas que surcaban profundamente su triste faz. En aquel momento, sus ojos estaban húmedos, y Naiman-Ana suspiró pesadamente. Pensaba, intentaba adivinar lo que tendría que soportar. Pero luego cobró ánimo. « Ashbadan la il-la jill Allah» («No hay otro Dios más que Dios»), murmuró la primera frase de la oración y luego se dirigió con decisión a la camella e hizo que se sentara sobre las patas dobladas. Rebelde como de costumbre por guardar las formas, Akmaichilló suavemente y se agachó pausadamente hasta tocar el suelo con el pecho. Después de arrojar rápidamente las alforjas en la silla, Naiman-Ana montó sobre ella, la incitó y ésta se puso de pie estirando las patas y elevando de pronto a su dueña por encima de la tierra. Ahora, Akmaicomprendía que tenía un camino que recorrer...
Nadie en el pueblo conocía la partida de Naiman-Ana y, con la excepción de su sirvienta-cuñada, que bostezaba continuamente con la boca muy abierta, nadie salió a despedirla a aquella hora. La tarde anterior había dicho que iría a visitar a sus parientes torkis [13], parte de su familia de soltera, y que de allí, si encontraba otros peregrinos, iría con ellos a tierras de Kipchak, a inclinarse ante el templo del sagrado Yasab...
Salió muy de mañana para que nadie la molestara con preguntas. Al alejarse del pueblo, Naiman-Ana dobló en dirección a Sary-Ozeki, cuyas turbias lejanías apenas se adivinaban en el inmóvil vacío que tenía por delante...
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Saly-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.
En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...
Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Del portaviones Conventsiasalió otro radiograma cifrado dirigido a los cosmonautas que se encontraban en la estación orbital Paritet. Con el mismo tono de categórica advertencia, el radiograma indicaba que no debían tener ningún enlace por radio con los paritet-cosmonautas 1-2 y 2.-1, situados fuera del sistema solar, que permitiera estudiar el tiempo y las posibilidades para que éstos volvieran a la estación orbital, y que en adelante esperaran las indicaciones del Centrun.
Sobre el océano se abatía una tempestad de considerable fuerza. El portaviones se balanceaba sobre las olas. El agua del océano Pacífico ponía en juego su oleaje a lo largo de la popa del gigantesco navío. Pero el sol continuaba brillando sobre los espacios marinos dominados por el incesante movimiento de las olas hirvientes de blanca espuma. El viento soplaba como una respiración uniforme.