Yediguéi le agarró y le hizo rodar entre sus brazos. Y no supo qué más hacer. No tenía ninguna intención de incluirse en aquel juego familiar. Pero entonces doblaron la esquina, corriendo con fuertes chillidos, las dos hijas de Yediguéi, Saule y Sharapat. Acudían al ruido de los Kuttybáyev. También eran felices. «¡Papá, vamos a correr!», exigían. Y eso decidió las vacilaciones de Yediguéi. Ahora, todos juntos, unidos, retozaban bajo un incesante aguacero.
Yediguéi no soltó al pequeño Ermek, temiendo que con la confusión se cayera en un charco y se ahogara. Abutalip se sentó sobre sus hombros a la pequeña de Yediguéi, a Sharapat. Y así corrieron, para regodeo de los niños. Ermek saltaba dentro de los brazos de Yediguéi, chillaba a voz en grito y, cuando se atragantaba, pegaba fuertemente su húmeda carita al cuello de Yediguéi.
Era tan conmovedor que éste captó más de una vez las miradas agradecidas y brillantes de Abutalip y de Zaripa puestas en su persona, satisfechos de que su hijo se sintiera tan a gusto con el tío Yediguéi. Pero éste y sus niñas también estaban muy alegres por el barullo que había armado la familia Kuttybáyev con motivo de la lluvia. Involuntariamente, Yediguéi advirtió lo hermosa que era Zaripa. El agua desparramaba sus negros cabellos por la cara, el cuello y los hombros, y manaba desde la coronilla hasta las plantas de los pies de forma que el agua chorreaba generosamente por el flexible y joven cuerpo de la mujer destacando su cuello, sus brazos, sus caderas y las pantorrillas de sus piernas desnudas. Y los ojos brillaban alegres y provocativos. Sus blancos dientes relucían felices.
En Sary-Ozeki, la lluvia no da pasto a los caballos. La nieve empapa gradualmente la tierra. Pero la lluvia, caiga como caiga, es como el mercurio en la palma de la mano, se desliza por la superficie hacia los barrancos y abismos. Se agita, hace ruido y desaparece.
Unos minutos después de este gran aguacero empezaron a correr torrentes y arroyos, fuertes, rápidos, espumosos. Entonces, los de Boranly corrieron y saltaron por los arroyos, echaron jofainas y cubetas al agua. Los niños mayores, Daúl y Saule, se pasearon por el arroyo dentro de las cubetas. Fue preciso poner también a los pequeños dentro de una cubeta, y así navegaron...
La lluvia continuaba cayendo. Entusiasmados con la navegación, se encontraron junto a las vías, bajo el terraplén, al principio del apartadero. En aquel momento atravesó Boranly-Buránny un tren de pasajeros. La gente se asomaba poco menos que hasta la cintura por las ventanillas abiertas de par en par y los miraba, miraba a los desdichados extravagantes del desierto. Les gritaban algo parecido a: «¡Eh, no os ahoguéis!», y se retorcían de risa, silbaban, se reían. Seguramente era muy extraño el aspecto que tenían. Y el tren siguió adelante, lavado por la lluvia, llevándose a una gente que al cabo de un día o dos seguramente contaría lo visto para divertir a otros.
Yediguéi no habría pensado nada de eso de no haberle parecido que Zaripa estaba llorando. Cuando por la cara manan chorros de agua como echados con un cubo resulta difícil decir si una persona llora o no. Y sin embargo, Zaripa lloraba. Fingía que se reía, que estaba locamente alegre, pero lloraba conteniendo los sollozos, interrumpiendo el llanto con risas y exclamaciones. Abutalip, inquieto, la cogió del brazo:
—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? Vámonos a casa.
—No, simplemente, tengo hipo —respondió Zaripa.
Y de nuevo empezaron a divertir a los niños, procurando saturarse apresuradamente de los dones de aquella lluvia providencial. Yediguéi se sintió intranquilo. Imaginó lo duro que debía ser reconocer que la otra vida les había rechazado, la vida en la que la lluvia no era un acontecimiento, en la que la gente se bañaba y nadaba en un agua limpia y transparente, en la que había otras condiciones, otras diversiones, otras preocupaciones relativas a los niños... Y para no turbar a Abutalip y a Zaripa que, naturalmente, sólo fingían aquella alegría por los niños, Yediguéi continuó dando apoyo a su diversión...
Se lo pasaron muy bien, se cansaron de jugar, tanto los niños como los mayores, y la lluvia continuaba cayendo. Y entonces corrieron a sus casas. Viendo cómo se alejaban, Yediguéi disfrutó contemplando cómo los Kuttybáyev corrían juntos, el padre, la madre, los niños. Todos mojados. Por lo menos hubo un día de felicidad en Sary-Ozeki.
Con su pequeña en brazos y la mayor de la mano, Yediguéi apareció en el umbral de su casa. Ukubala juntó asustada las manos al ver su aspecto:
–Pero ¿qué os ha ocurrido? ¿Sabéis qué aspecto tenéis?
–No te asustes, madre –tranquilizó Yediguéi a su mujer, y se echó a reír–. Cuando el atan se emborracha, juega con sus taila [16]'.
–Sí, sí, ya veo que lo parecéis –sonrió con reproche Ukubala–. Hala, desnudaos, no os quedéis ahí parados como gallinas mojadas.
Cesó la lluvia, pero aún fue cayendo por los límites de SaryOzeki hasta el amanecer, a juzgar por el sordo retumbar de los truenos que se oyeron a lo lejos durante la noche. Yediguéi se despertó varias veces por esa causa. En el mar de Aral solía dormir incluso cuando retumbaba la tempestad sobre su cabeza. Pero allí era otra cosa, allí las tempestades eran frecuentes. Al despertar, Yediguéi adivinaba, a través de los párpados cerrados, cómo se reflejaba en las ventanas el vibrante resplandor de lejanos y erosionados relámpagos que se encendían en distintos lugares de la estepa.
Aquella noche, Burani Yediguéi soñó que estaba de nuevo en el frente, bajo el fuego. Pero los proyectiles caían silenciosamente. Las explosiones se levantaban en el aire sin hacer ruido y se quedaban como petrificadas en forma de negras salpicaduras que se derrumbaban lenta y pesadamente. Una de estas explosiones le levantó para arriba y estuvo mucho rato cayendo con el corazón paralizado por una horrible vaciedad. Luego, corría al ataque, pero no podía distinguir las caras, corrían los capotes solos, con las metralletas en la mano. Y cuando los capotes gritaron «hurra», surgió ante Yediguéi, en medio del camino, la figura sonriente de Zaripa. Fue asombroso. Con su vestidito de percal, con sus cabellos desparramados, chorreando agua por la cara, la joven se reía sin parar. Yediguéi no podía detenerse, recordaba que iba al ataque. «¿Por qué te ríes así, Zaripa? Es mala señal», dijo Yediguéi. «No me río, estoy llorando», respondió ella y continuó riéndose bajo la lluvia...
Al día siguiente quiso contarles este sueño a Abutalip y a ella. Pero cambió de parecer, no le pareció un buen sueño. Para qué inquietar aún más a las personas...
Después de aquella gran lluvia descendió el calor en SaryOzeki, o, como dijo Kazangap, terminaron las bazas del verano. Hubo aún días calurosos, pero soportables. Y a partir de entonces empezó el bienestar preotoñal de Sary-Ozeki. También los niños de Boranly se libraron del agotador sofoco. Se reanimaron, y volvieron a oírse sus voces. Y entonces comunicaron desde Kumbel que habían llegado a la estación melones y sandías de Kyzyl-Ordino. Y dijeron que quedaba a elección de los de Boranly que les enviaran su parte, o que fueran ellos mismos a recogerla. Esto lo aprovechó Yediguéi. Convenció al jefe del apartadero de que habían de ir ellos mismos, pues si se los enviaban, ya sabe: tomad, por Dios, lo que desechamos. Y éste aceptó. «Muy bien –dijo–, vaya con Kuttybáyev y elijan lo mejor.» Esto era lo que Yediguéi necesitaba. Quería sacar a Abutalip y a Zaripa de Boranly-Buránny aunque sólo fuera por un día. Sí, y tampoco a él le vendría mal orearse. Y se fueron a Kumbel a primera hora de la mañana, las dos familias con la chiquillería, en un tren de paso. Se endomingaron. Era magnífico. Los niños creían ir a un país de fábula. Todo el camino estuvieron entusiasmados, preguntando: «¿Crecen árboles allí?». «Claro que sí.» «¿Y la hierba es verde?» «Sí, también es verde. E incluso hay flores.» «¿Y hay casas grandes, y coches corriendo por las calles? ¿Y melones y sandías en cantidad? ¿Y hay helado allí? ¿Hay mar?»
El viento fustigaba el vagón de mercancías, entraba en forma de agradable y uniforme chorro por la entreabierta puerta, protegida por una plancha de madera por lo que pudiera ser, para que los niños no se cayeran, aunque al borde mismo del paso se habían sentado Yediguéi y Abutalip sobre unos cajones vacíos. Sostenían una variada conversación y además respondían a las preguntas de los niños. Burani Yediguéi estaba muy contento de que viajaran juntos, de que el tiempo fuera bueno, de que los niños estuvieran alegres, pero por lo que estaba más contento no era por los niños sino por Abutalip y por Zaripa. Sus caras se habían iluminado. Por corto tiempo, se habían liberado, habían roto las cadenas, si no de otra cosa por lo menos de su continua preocupación, de su abatimiento interno. Y a efecto de esta impresión, Yediguéi pensaba: «Quizá se le permita a Abutalip vivir en Sary-Ozeki a su manera y hasta donde sea capaz. ¡Dios lo quiera!».
Era agradable ver cómo Abutalip y Zaripa hablaban íntimamente de los diferentes asuntos cotidianos. Y eran felices. Así había de ser, la gente necesita tan poco... Yediguéi deseaba que los Kuttybáyev olvidaran todos los disgustos para que pudieran fortalecerse y adaptarse a la vida en Boranly, ya que no tenían otra elección. Era también muy halagador para Yediguéi que Abutalip estuviera sentado a su lado, hombro contra hombro, y supiera que podía confiar en él, que se comprendían muy bien uno a otro sin palabras superfluas, sin tocar, en el trajín de cada día, aquellos temas dolorosos sobre los que no convenía hablar de pasada. Yediguéi valoraba en Abutalip su inteligencia, su reserva y sobre todo su afecto por la familia, para la que vivía sin rendirse, sacando de ella sus fuerzas. Al escuchar sus manifestaciones, Yediguéi llegaba a la conclusión de que lo mejor que puede hacer un hombre para los demás es educar en familia a unos hijos dignos. Y no con la ayuda de otros, sino personalmente, día tras día, paso a paso, aplicando toda su persona a esta empresa, estando con los niños tanto como pueda, el rato más largo posible.
En cambio, eran muchas las escuelas donde había estudiado Sabitzhán desde la primera infancia: internados, institutos, diversos cursillos de formación. El pobre Kazangap daba cuanto ganaba para que su hijo pudiera estar en la ciudad, para que su Sabitzhán no viviera ni estuviera peor que los demás. ¿Y con qué resultado? Saber cosas sí sabía, pero un inútil es un inútil.
Y entonces, de camino a Kumbel en busca de sandías y melones, Yediguéi pensó que, si no había mejor salida, convendría instalar a Abutalip en Boranly-Buránny como es debido. Montar su propia economía, hacerse con un ganado y educar a los hijos en Sary-Ozeki como y hasta donde pudiera. Cierto que no se dispuso a darle ninguna lección, pero comprendió por la conversación que también Abutalip se inclinaba a ello, que tenía esas intenciones. Le interesaba saber cómo podía proveerse de patatas, dónde comprar botas de fieltro para su esposa y sus hijos en invierno. Preguntó también si en Kumbel había biblioteca y si prestaban libros al apartadero.
Por la tarde de aquel mismo día regresaron a casa en un tren de paso con los melones y las sandías que había destinado el DAO (Departamento de Aprovisionamiento Obrero) a los de Boranly. Los niños, como es natural, estaban muy cansados al caer la tarde, pero también muy contentos. Habían visto el mundo en Kumbel, habían comprado juguetes, habían comido helado y muchas otras cosas. Sí, ocurrió también un pequeño suceso en la barbería de la estación. Habían decidido cortar el cabello a los niños. Y cuando llegó el turno a Ermek, el crío empezó a chillar y a llorar de tal manera que no había forma de convencerle. Todos se esforzaron, pero él tenía miedo, escapaba, chillaba, llamaba a su padre. Abutalip había ido a la tienda de al lado. Zaripa no sabía qué hacer, enrojecía y palidecía de vergüenza. Y no cesaba de justificarse, diciendo que no le habían cortado el cabello al niño desde que naciera, que les daba pena cortárselo por ser tan hermoso y rizado. Y en efecto, Ermek tenía un cabello magnífico, espeso y rizado, había salido a su madre y en general se parecía a Zaripa: cuando le lavaran la cabeza y le peinaran los rizos sería un regalo para los ojos.
Llegados a esta situación, Ukubala consintió en recortar el cabello de Saule, como diciendo: «Mira, es una niña y no tiene miedo». Esto pareció causar algún efecto, pero apenas el peluquero tomó la maquinilla, se repitieron otra vez gritos y llantos. Ermek escapó de sus manos en el preciso momento en que aparecía Abutalip en la puerta. Ermek se precipitó hacia su padre. Éste lo levantó y lo estrechó fuertemente contra su pecho, y comprendió que no valía la pena atormentar al niño.
–Perdone usted –dijo al peluquero–. Ya lo haremos otro día. Haremos acopio de valor y entonces... De momento puede esperar, aún puede pasar. No hay prisa... Otro día...
En el curso de la sesión extraordinaria de las comisiones plenipotenciarias a bordo del portaviones Conventsia, y por acuerdo de las partes, se envió a la estación orbital Paritetotro comunicado cifrado con destino a los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1 que se encontraban en el planeta de la civilización extraterrestre: se les ordenaba categóricamente que no emprendieran acción alguna y que se quedaran donde estaban hasta que recibieran una indicación especial del Centrun.
La reunión tuvo lugar, como antes, a puerta cerrada. El portaviones Conventsiase encontraba, como siempre, en el mismo lugar del océano Pacífico, al sur de las Aleutianas en un punto rigurosamente equidistante por aire de San Francisco y de Vladivostok.
Como antes, nadie en el mundo sabía que había ocurrido un grandioso acontecimiento intergaláctico: en el sistema del astro Poseedor se había descubierto un planeta con una civilización extraterrestre cuyos seres racionales proponían establecer un contacto con los terrícolas.
En la sesión extraordinaria, ambas partes debatieron todos los pros y los contras de tan inusual e inesperado problema. En la mesa, ante cada miembro de las comisiones, había, entre otros materiales auxiliares, un dossier con el texto completo del mensaje enviado por los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1. Se estudiaba cada pensamiento, cada palabra de los documentos. Cualquier detalle que se aportara como prueba de la existencia de vida racional en el planeta Pecho Forestal se consideraba ante todo desde el punto de vista de las posibles consecuencias, de la compatibilidad o incompatibilidad con la experiencia terrena de civilización y con los intereses de los países dirigentes del planeta... Ninguno de ellos había tenido ocasión de tropezar jamás con este género de problemás y la cuestión requería una rápida solución...
En el océano Pacífico había, como antes, una tempestad de mediana fuerza...
Al ver que los miembros de la familia Kuttybáyev soportaban la época más terrible del tórrido calor estival de Sary-Ozeki y no hacían desesperados las maletas, no se movían de Boranly-Buránny para irse a otra parte, a donde fuera con tal de que estuviera muy lejos, los de Boranly comprendieron que aquella familia se quedaría allí, aguantaría. Abutalip Kuttybáyev se había animado mucho, o más exactamente, se había incorporado a la sirga de Boranly. Sí, naturalmente, se había acostumbrado, había asimilado las condiciones de vida en el apartadero. Como todos y cada uno de ellos, tenía derecho a decir que Boranly era el lugar más perdido del mundo, puesto que hasta el agua había que traerla en una cisterna, por ferrocarril, tanto para beber como para las demás necesidades, y el que quisiera beberla fresca, auténtica, tenía que ensillar el camello y dirigirse con unos odres a un pozo situado en el fin del mundo, cosa que fuera de Yediguéi y Kazangap nadie se atrevía a hacer.