Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 21 стр.


Y aunque todo esto no producía en el hijo mankurt ninguna impresión, la madre continuaba su relato, esperando vanamente que algo despertara de pronto en su apagada conciencia. Pero estaba llamando a una puerta cerrada y atrancada. Y sin embargo, continuó repitiendo sus palabras:

–Recuerda, ¿cuál es tu nombre? ¡Tu padre fue Donenbái! Luego, le dio de comer, le dio agua de su propia provisión y empezó a cantarle canciones de cuna.

Las canciones le gustaban mucho. Le agradaba escucharlas, y algo vivo, una especie de ternura, aparecía en su cara petrificada, curtida hasta la negrura. Y entonces la madre trató de persuadirle para que abandonara aquel lugar, para que abandonara a los zhuanzhuan y se fuera con ella a su tierra natal. El mankurt no imaginaba cómo era posible levantarse y partir para alguna parte: ¿y qué pasaría con el ganado? No, el amo le había ordenado que estuviera continuamente junto a la manada. Así lo había dicho el amo. Y él nunca se separaría de la manada...

Y de nuevo por enésima vez intentó Naiman-Ana abrirse paso a través de la puerta atrancada de aquella memoria destruida, y no hacía más que repetir:

–Recuerda, ¿quién eres? ¿Cuál es tu nombre? ¡Tu padre fue Donenbái!

En su vano esfuerzo, no advirtió la madre que el tiempo pasaba, sólo cayó en la cuenta cuando en un extremo de la manada apareció de nuevo el zhuanzhuan montado en su camello. Esta vez estaba mucho más cerca y caminaba de prisa, cada vez a mayor velocidad. Naiman-Ana montó en Akmai sin perder un minuto. Y se alejó. Por el otro extremo apareció otro zhuanzhuan montado en un camello cortándole el paso. Entonces, Naiman-Ana apresuró a Akmai y pasó entre los dos. La blanca Akmai de rápidas patas se la llevó a tiempo y los zhuanzhuan la persiguieron chillando y blandiendo sus lanzas. No estaban a la altura de Akmai. Cada vez quedaban más atrás, trotando en sus velludos camellos, mientras que Akmai, tomando aliento, corría por Sary-Ozeki a una velocidad inalcanzable llevándose a Naiman-Ana de una persecución mortal.

Ella no sabía que al volver a la manada los zhuanzhuan habían apaleado al mankurt. Éste no comprendía por qué lo hacían, sólo respondía:

–Decía que era mi madre.

–¡Ella no es tu madre ni nada! ¡Tú no tienes madre! ¿Sabes para qué ha venido? ¿Lo sabes? ¡Quiere arrancarte el casquete y despegar tu cabeza! –asustaron al desdichado mankurt.

Ante estas palabras, el mankurtpalideció, y su negra cara se tornó gris, muy gris. Metió el cuello entre los hombros, se llevó las manos a la gorra y empezó a mirar a su alrededor como una fiera.

–¡No temas! ¡Anda, toma! –el mayor de los zhuanzhuan puso en sus manos un arco y unas flechas.

¡Anda, dispara! –el zhuanzhuan más joven echó su propio sombrero al aire. La flecha atravesó el sombrero–. ¡Fíjate! –se asombró–. ¡La mano todavía recuerda!

Cual pájaro asustado del nido, Naiman-Ana rondaba por los alrededores de Sary-Ozeki. No sabía qué hacer ni qué esperar. Los zhuanzhuan ahora se llevarían todo el rebaño a otra parte, y con él a su hijo mankurt, a un lugar inaccesible, cerca de su gran horda, o bien estarían al acecho para cazarla. Perdiéndose en suposiciones, avanzaba dando rodeos por lugares a cubierto, y al mirar se alegró mucho de ver que los dos zhuanzhuan abandonaban la manada. Partían los dos juntos, sin volver la cabeza. Naiman-Ana estuvo largo rato siguiéndolos con la vista, y cuando se perdieron en la lejanía decidió volver con su hijo.

Ahora quería llevárselo con ella costara lo que costase. Fuera ahora como fuese no era culpa suya que el destino hubiera tomado aquel giro, que sus enemigos se hubiesen mofado de él, pero la madre no le dejaría en la esclavitud. Y que los naimanos, al ver cómo los invasores mutilaban a los prisioneros, cómo los humillaban y los privaban de la razón, los odiaran más y tomaran las armas. No era cuestión de tierras, habría habido para todos. Sin embargo, la maldad de los zhuanzhuan era intolerable incluso como vecindad...

Con estos pensamientos volvía Naiman-Ana a su hijo y no dejaba de pensar en cómo convencerle, cómo persuadirle para que huyera aquella misma noche.

Caía ya el crepúsculo. Sobre el grandioso Sary-Ozeki se abatía, metiéndose invisible por barrancas y valles, un crepúsculo rojizo, una noche más de la infinita sucesión de noches pasadas y futuras. La blanca camella Akmaitrasladaba fácil y libremente a su dueña hacia la gran manada. Los rayos del sol poniente iluminaban claramente su figura entre las gibas del camello. Alarmada y preocupada, Naiman-Ana estaba pálida y seria. Las canas, las arrugas, los pensamientos reflejados en su frente y en sus ojos, eran, como el crepúsculo de Sary-Ozeki, un dolor difícil de alejar... Y llegó a la manada, pasó cabalgando entre los animales que pastaban, miró a su alrededor, pero su hijo no estaba. Su camello de montar, cargado, pastaba libremente arrastrando las riendas por el suelo... Pero él no estaba. ¿Qué le habría ocurrido?

–¡Zholamán! ¡Zholamán, hijo, mío!, ¿dónde estás? –empezó a llamarle Naiman-Ana.

Nadie apareció ni respondió.

¡Zholamán! ¿Dónde estás? ¡Soy yo, tu madre! ¿Dónde estás?

Y mirando por todos lados llena de inquietud, no advirtió que su hijo mankurtestaba escondido a la sombra de un camello y ya se preparaba, rodilla en tierra, para apuntarle con una flecha en la cuerda tensa. El reflejo del sol le molestaba, esperaba el momento oportuno para disparar.

¡Zholamán! ¡Hijo mío! –le llamaba Naiman-Ana temiendo que le hubiera ocurrido algo. Se volvió desde la silla–. ¡No dispares! –tuvo tiempo de gritar, y apenas arreó a la blanca carnella Akmai para dar la vuelta y quedar de frente, la flecha, tras un breve silbido, penetró bajo el brazo en su flanco izquierdo.

Era una herida mortal. Naiman-Ana se inclinó y empezó a caer lentamente, agarrándose al cuello del camello. Pero primero cayó de su cabeza el pañuelo blanco que se convirtió en pájaro y echó a volar chillando:

–Recuerda, ¿quién eres? ¿Cuál es tu nombre? ¡Tu padre es Donenbái! ¡Donenbái! ¡Donenbái! ¡Donenbái!

Y desde entonces, según cuentan, empezó a volar de noche por Sary-Ozeki el pájaro Donenbái. Cuando encuentra a un viajero, el pájaro Donenbái revolotea por las cercanías chillando: «Recuerda, ¿quién eres? ¿De quién procedes? ¿Cómo te llamas? ¿Tu nombre? ¡Tu padre es Donenbái! ¡Donenbái, Donenbái, Donenbái, Donenbái!».

El lugar en donde fue enterrada Naiman-Ana empezó a llamarse, en Sary-Ozeki, el cementerio de Ana-Beit, el descanso de la madre...

La blanca camella Akmaidejó mucha descendencia. Las hembras de su especie salieron parecidas a ella; las camellas de cabeza blanca se hicieron famosas por los contornos, mientras que los machos, por el contrario, nacieron negros y poderosos como Burani Karanar.

El difunto Kazangap, que ahora llevaban a enterrar a AnaBeit, siempre decía que Burani Karanarno era un simple camello, sino que tenía su origen en la propia Akmai, la célebre camella blanca que había quedado en Sary-Ozeki después de la muerte de Naiman-Ana.

Yediguéi creía de buen grado a Kazangap. Por qué no... Burani Karanarlo valía... Muchas habían sido las pruebas, tanto en los días buenos como en los malos, y siempre Karanarlos había sacado de apuros... Sólo, eso sí, se volvía muy fiero cuando lo llevaban al cercado; siempre le sucedía en los tiempos más fríos, y cuando se enfurecía, lo hacía de verdad, se enfurecían el invierno y él. Dos inviernos a la vez. Era imposible ponerse de acuerdo con él en tales días... Una vez le falló a Yediguéi, y le falló por todo lo alto; de haber sido, bueno, no digamos una persona pero sí un ser racional, nunca le habría perdonado Burani Yediguéi aquel hecho a Burani Karanar... Pero tenérselo en cuenta a un camello atontado por la época de celo... Además, tampoco fue culpa suya. No parece posible ofenderse con un animal, eso dicho sea de pasada, fue simplemente el destino quien lo quiso de aquella manera. ¿Qué tenía que ver Burani Karanar? Kazangap conocía muy bien aquella historia, y fue quien la sentenció con su opinión, de otro modo nadie puede saber cómo habría terminado.

CAPÍTULO VII

Burani Yediguéi recordaba con una sensación especial de felicidad el final del verano de 19 5 2 y el comienzo del otoño. Como por arte de magia se había realizado la predicción de Yediguéi. Después de aquel terrible calor, bajo cuyos efectos hasta los reptiles de Sary-Ozeki acudían corriendo al umbral de las viviendas para resguardarse del sol, el tiempo cambió súbitamente a partir de mediados de agosto. De pronto cedió el insoportable calor y empezó a aumentar el frescor, y por lo menos ya fue posible dormir tranquilamente por las noches. En SaryOzeki, semejante bienestar no suele darse cada año, pero sí algunas veces. Los inviernos son invariables, siempre son rigurosos, pero los veranos a veces se muestran indulgentes. Eso sucede cuando en las capas altas de la atmósfera, según contó un día Elizárov, tienen lugar grandes desplazamientos, cambian las direcciones de los ríos celestes. A Elizárov le gustaba contar tales cosas. Decía que por arriba discurrían enormes ríos invisibles, con sus orillas y sus inundaciones. Esos ríos, en incesante movimiento, lavaban en cierto modo el globo terráqueo. Y la Tierra, envuelta toda ella por los vientos, navegaba siguiendo sus propios círculos, y esto constituía el discurrir del tiempo. Era curioso escuchar a Elizárov. No se encuentran personas así, era un hombre con un alma como hay pocas. Burani Yediguéi le respetaba, y Elizárov le pagaba con la misma moneda. Así pues, como decíamos, este río celeste, que acarreaba hacia SaryOzeki un aliviante frescor en la época más calurosa, bajaba de su techo sin que se sepa por qué, y al perder altura chocaba contra el Himalaya. Y el Himalaya, aunque se encuentra Dios sabe a qué enorme distancia, está muy próximo a escala del globo terráqueo. El río aéreo tropezaba con el Himalaya y daba marcha atrás. No iba a parar a la India ni a Pakistán, allí el calor continuaba siendo fuerte, sino que en su retroceso se desparramaba por Sary-Ozeki, porque Sary-Ozeki era como un mar, un espacio abierto sin obstáculos... Y este río traía el frescor del Himalaya...

Sea como fuera, aquel año reinaba un tiempo verdaderamente agradable a finales de verano y principios de otoño. En Sary-Ozeki, las lluvias son un fenómeno raro. Cada una se puede recordar durante mucho tiempo. Pero aquélla la recordó Burani Yediguéi toda su vida. Al principio, el cielo se llenó de nubarrones, e incluso fue algo fuera de lo común ver cómo se cubría la profundidad eternamente vacía de aquel cielo ardiente y paralizado. Y empezó a levantarse vapor, el calor sofocante llegó a una tensión imposible. Yediguéi trabajaba aquel día de enganchador. En la vía muerta había tres vagones recién descargados de machaca y de una nueva partida de traviesas de pino. Las habían acarreado la víspera. Como de costumbre, se exigía una descarga con carácter urgente, y luego resultaba que la cosa no era tan urgente ni mucho menos. Doce horas después de descargarlos, los vagones estaban aún en la vía muerta. Y todos habían arrimado el hombro: Kazangap, Abutalip, Zaripa, Ukubala, Bukéi, todos los que no estaban trabajando en la línea fueron destinados a esa empresa urgente. Téngase en cuenta que entonces todo debía hacerse a mano. ¡Y qué calor hacía! Sólo faltaba eso, que se les ocurriera mandar aquellos vagones con semejante calor. Pero si era preciso, era preciso. Y trabajaron. Ukubala sintió náuseas y empezó a vomitar. No soportaba el olor de las ardientes traviesas alquitranadas. Fue preciso enviarla a casa. Luego dejaron partir a las demás mujeres: los niños se consumían de calor en casa. Se quedaron los hombres, sudaron la gota gorda, pero terminaron su cometido.

Y al día siguiente, poco antes de la lluvia, los ya vacíos vagones regresaron a Kumbel con un tren de mercancías. Mientras hacían maniobras y enganchaban los vagones, Yediguéi se ahogaba de calor como en un baño de vapor. Y le cayó en suerte un maquinista que no hacía más que retrasarlo todo. Y él, entretanto, doblado en cuatro bajo los vagones. Y Yediguéi insultó al maquinista con la palabra gorda correspondiente. Y éste le respondió de la misma manera. Tampoco lo pasaba muy bien junto al fogón de la locomotora. El calor los tenía locos. Y gracias a Dios, partió el mercancías. Se llevó los vagones vacíos.

Y entonces cayó súbitamente el aguacero. Estalló. Cayó agua por todas las sequías. La tierra tembló y se levantó en un instante en ampollas y charcos. Y la lluvia fue cayendo y cayendo, una lluvia furiosa, enloquecida, que había acumulado todas las reservas de frescor y de humedad, caso de ser verdad, de las nevadas cumbres del propio Himalaya... ¡Y qué Himalaya! ¡Qué potencia! Yediguéi corrió a su casa. Ni él mismo sabía por qué. Porque sí. En realidad, el hombre, cuando cae bajo la lluvia, siempre corre a casa o busca cualquier techo. Es la costumbre. De no ser así, ¿para qué ocultarse de semejante lluvia? Lo comprendió y se detuvo cuando vio que toda la familia Kuttybáyev –Abutalip, Zaripa y los dos niños, Daúl y Ermek– bailaban cogidos de la mano y saltaban bajo la lluvia junto a su barraca. Y esto impresionó a Yediguéi. No porque estuvieran saltarines y se alegraran de la lluvia. Sino porque antes de que empezara ésta, Abutalip y Zaripa se habían dado prisa caminando con amplio paso por el camino desde el trabajo. Entonces lo comprendió. Querían estar juntos bajo la lluvia, con los niños, toda la familia. Eso no le había pasado a Yediguéi por la cabeza. Y ellos, bañándose en los chorros del aguacero, bailaban y alborotaban como los patos migratorios en el mar de Aral. Para ellos era una fiesta, un respiradero del cielo. ¡Habían añorado tanto la lluvia en Sary-Ozeki, habían languidecido tanto por ella! Y a Yediguéi le pareció tan alegre como triste, tan gracioso como lastimoso, ver a aquellos marginados agarrándose a un minuto luminoso en el apartadero de Boranly-Buránny.

¡Yediguéi! ¡Venga con nosotros! –gritó Abutalip en medio de la lluvia, y agitó los brazos como un nadador.

¡Tío Yediguéi! –se precipitaron hacia él, muy alegres, los niños.

El más pequeño no tendría más de tres años, Ermek, el predilecto de Yediguéi, corrió hacia él abriendo los brazos, con la boca muy abierta, ahogándose con la lluvia. Sus ojos estaban llenos de indescriptible alegría, heroicidad y travesura.

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