CAPÍTULO VIII
Y pese a todo, el final del año cincuenta y dos, o más exactamente, todo el otoño y todo el invierno, que llegó con retraso, eso sí, pero sin tempestades de nieve, fueron seguramente los mejores días para el puñado de habitantes del apartadero de Boranly-Buránny. Después, a menudo sintió Yediguéi añoranza de aquellos días.
Kazangap, el patriarca de Boranly, muy diplomático además, pues nunca se mezcló en los asuntos ajenos, estaba entonces en la plenitud de sus fuerzas y gozaba de buena salud. Su Sabitzhán estudiaba ya en el internado de Kumbel. En aquella época, la familia de los Kuttybáyev se había asentado sólidamente en Sary-Ozeki. Habían preparado la barraca para el invierno, tenían su reserva de patatas, habían adquirido las botas de fieltro para Zaripa y los niños, y habían llevado de Kumbel todo un saco de harina. Lo llevó Yediguéi del DAO en las alforjas del joven Karanar, que en aquella época estaba en la flor de sus fuerzas. Abutalip trabajaba lo que le correspondía, y en su tiempo libre se ocupaba como antes de los niños; por las noches escribía con tesón, instalado junto a una lámpara en el antepecho de la ventana. Había además dos o tres familias de obreros de la estación, pero por lo visto se trataba de personas cuya estancia en el apartadero de Boranly-Buránny era provisional. El jefe del apartadero, Abílov, tampoco parecía mala persona. Ninguno en Boranly estaba enfermo. El servicio se llevaba a cabo. Los niños crecían. Todos los trabajos preinvernales de protección y reparación de las vías se habían ejecutado dentro del plazo previsto.
El tiempo era maravilloso para Sary-Ozeki. ¡Un otoño color castaño como una corteza de pan! Y luego llegó el invierno. La nieve cuajó de golpe. Y también era hermoso, todo tan blanco alrededor. Y en medio de aquel majestuoso silencio blanco se extendía como un hilo negro la línea del ferrocarril, y por ella, como siempre, pasaban unos trenes tras otros. Y a un lado de este movimiento, entre elevaciones nevadas, se cobijaba una pequeña aldea, el apartadero Boranly-Buránny. Unas cuantas casitas y todo lo demás... Los viajeros las contemplaban con mirada indiferente desde los vagones, o por un momento despertaba en ellos una compasión marginal por los solitarios habitantes del apartadero...
Pero esa compasión marginal era injustificada. Los de Boranly gozaban de un buen año, con la excepción del salvaje y tórrido calor del verano, pero eso ya había quedado atrás. En general, en todas partes, la vía crujía por acá y por allá, pero iba arreglándose después de la guerra. Para Año Nuevo se esperaba un nuevo abaratamiento en el precio de los comestibles y de los objetos manufacturados, y aunque las tiendas distaban de estar abarrotadas se mejoraba de año en año...
Normalmente, los de Boranly no concedían al Año Nuevo ningún sentido especial, no esperaban con estremecimiento la medianoche. En el apartadero, el servicio continuaba pese a todo, los trenes pasaban sin considerar ni por un instante dónde y en qué parte del camino les alcanzaría el nuevo año. Además, era invierno y el trabajo de la casa aumentaba. Había que cargar las estufas, que vigilar más al ganado, tanto en el pasto como en el cercado. El hombre quedaba rendido al final del día, y valía más descansar, acostarse antes.
Y así pasaban los años uno tras otro...
Pero la víspera del cincuenta y tres hubo en Boranly-Buránny una verdadera fiesta. Naturalmente, la fiesta fue idea de la familia Kuttybáyev. Ya al final, Yediguéi se sumó a los preparativos de año nuevo. Todo empezó cuando los Kuttybáyev decidieron montar un árbol para los niños. ¿Y de dónde sacar un abeto en Sary-Ozeki, donde es más fácil encontrar los huevos de un dinosaurio fósil? Efectivamente, Elizárov, vagando por senderos geológicos, había encontrado en Sary-Ozeki unos huevos de dinosaurio que tenían millones de años. Aquellos huevos se habían convertido en piedras y cada uno tenía el tamaño de una enorme sandía. Llevaron el hallazgo al museo de AlmaAtá. Se publicó en los periódicos.
Abutalip Kuttybáyev tuvo que ir bajo la helada a Kumbel y conseguir allí, en el comité local de la estación, que uno de los cinco abetos, sólo cinco para una estación tan grande, fuera de todos modos para Boranly-Buránny. Así empezó todo.
Yediguéi estaba precisamente junto al almacén recibiendo del jefe del apartadero unas manoplas nuevas para trabajar, cuando, frenando glacialmente, se detuvo en la vía principal un tren de mercancías cubierto de escarcha por el viento de la estepa. Un largo convoy compuesto de vagones precintados de cuatro ejes. De la plataforma descubierta del último vagón, saltó al suelo Abutalip moviendo con dificultad sus entumecidas piernas enfundadas en las heladas botas. El conductor del material, que acompañaba al tren, moviéndose torpemente en la plataforma con su enorme pelliza y gorra de pieles fuertemente encasquetada y atada, empezó a entregarle algo muy voluminoso. Un abeto, adivinó Yediguéi, y se sorprendió mucho.
–¡Eh! ¡Yediguéi! ¡Burani! ¡Ven aquí y ayuda a este hombre! –le llamó el conductor sacando todo su corpachón desde el estribo del vagón.
Yediguéi se apresuró, y al acercarse se asustó por Abutalip. Blanco hasta las cejas, todo cubierto de polvo de nieve, Abutalip estaba tan helado que no podía mover los labios. No podía accionar los brazos. Y a su lado el abeto, aquel arbolillo punzante por el que Abutalip por poco se va al otro mundo.
–¿Cómo viaja así vuestra gente? –preguntó con voz ronca y descontenta el conductor–. A uno se le asalta el alma con este viento trasero. Quería darle mi pelliza, pero entonces me habría helado yo.
Así que pudo dominar sus labios, Abutalip se excusó: –Disculpadme, son cosas que pasan. En seguida me caliento, estoy aquí cerca.
–Yo ya se lo dije –refunfuñó el conductor dirigiéndose a Yediguéi–. Yo llevo la pelliza, y debajo un vestido acolchado, botas de fieltro, gorra, y a pesar de ello, mientras espero el cruce, los ojos se me suben a la frente. ¡Cómo es posible de esta manera!
Yediguéi se sintió violento:
–¡Está bien, ya lo tendremos en cuenta, Trofim! Gracias. En marcha y que tengas buen viaje.
Y levantó el abeto. Era frío, pequeño, de la altura de un hombre. Percibió en las agujas el olor invernal del bosque. El corazón se le encogió, recordó los bosques del frente. Allí había abetos como aquél para parar un tren. Los derribaban con los tanques, los destrozaban con los proyectiles. Y en realidad, no pensaban que algún día resultaría agradable respirar el olor del abeto.
–Vámonos –dijo Yediguéi y echó una mirada a Abutalip mientras se cargaba el abeto sobre el hombro.
En el grisáceo rostro de Abutalip, tenso por el frío, con lágrimas paralizadas en las mejillas, brillaban unos ojos vivos, alegres y triunfantes bajo las blancas cejas. Yediguéi, de pronto, sintió miedo: ¿valorarían los hijos la devoción de su padre por ellos? Porque en la vida se encuentra a cada paso precisamente lo contrario. En lugar de agradecimiento, indiferencia si no odio. «Líbrele Dios de semejante cosa. Ya le bastan las demás amarguras», pensó Yediguéi.
El primero en ver el abeto fue el mayor de los Kuttybáyev, Daúl. Empezó a chillar alegremente y se metió por la puerta de la barraca. De allí salieron sin sus abrigos Zaripa y Ermek.
–¡Un abeto! ¡Un abeto! ¡Mirad qué abeto! –se entusiasmó Daúl dando saltos impetuosos alrededor del árbol.
Zaripa no se alegró menos:
–¡Pese a todo, lo has conseguido! ¡Qué bien!
Ermek, según se ve, nunca había visto un abeto. Contemplaba, sin apartar la mirada, la carga de tío Yediguéi.
–¿Es un abeto eso, mamá? Es bonito, ¿verdad? ¿Vivirá en casa con nosotros?
–Zaripa –dijo Yediguéi–, por este palo, como dicen los rusos, podías haber recibido un marido congelado. Anda, que vaya a calentarse cuanto antes. Primero hay que sacarle las botas.
Éstas se habían congelado. Abutalip fruncía el ceño y apretaba los dientes cuando, todos a la vez, intentaron sacarle las botas. Los niños mostraban un tesón especial. Ahora por aquí, ahora por allá, agarraban con sus manecitas las pesadas botas de piel de vaca pétreamente pegadas a los pies por la helada.
–¡Niños, no molestéis, niños, dejadme hacer a mí! –los apartó su madre.
Pero Yediguéi consideró indispensable decirle a media voz:
–Déjalos, Zaripa. Déjalos que se esfuercen.
Comprendió en su interior que para Abutalip era la mejor recompensa: el amor, la colaboración de sus hijos. Eso quería decir que ya eran personas, que ya comprendían algunas cosas. Lo más divertido y conmovedor era contemplar al pequeño. Ermek llamaba a su padre, sin saber por qué, pápika. Y nadie le corregía por cuanto era personal su «modificación» de una de las más primitivas y eternas palabras en boca de los hombres.
–¡ pápika! ¡ pápika! –se afanaba preocupado, enrojecido por sus vanos esfuerzos.
Sus bucles andaban desparramados, sus ojos ardían en el deseo de llevar a cabo algo extremadamente imprescindible, y estaba tan serio que a uno le daban involuntarias ganas de soltar una carcajada.
Naturalmente, había que hacer de manera que los niños consiguieran su objetivo. Yediguéi encontró el medio. Para entonces, las botas empezaban a descongelarse, se podían ya sacar sin causar especial dolor a Abutalip.
–A ver, niños, sentaos tras de mí. Haremos como un tren: uno tirará del otro. Daúl, tú cógete a mí, y tú, Ermek, tira de Daúl.
Abutalip comprendió la intención de Yediguéi y movió la cabeza con aprobación, sonriendo entre lágrimas que brotaban al pasar del frío al calor. Yediguéi se sentó frente a Abutalip, tras él se engancharon los niños, y cuando estuvieron dispuestos, Yediguéi empezó a sacar las botas.
–¡A ver, niños, más fuerte, tirad todos a una! ¡Que yo solo no puedo! No tengo suficiente fuerza. ¡Venga, venga, Daúl, Ermek! ¡Más fuerte!
Los niños jadeaban detrás, se esforzaban en ayudar con todas sus fuerzas. Zaripa era la animadora. Yediguéi fingía adrede mucha dificultad, y cuando por fin sacaron la primera bota, los niños lanzaron un grito de triunfo. Zaripa se precipitó a frotar la planta del pie de su marido con un tejido de lana, pero Yediguéi los detuvo a todos.
–¡A ver, niños, a ver, mamá! Pero ¿qué es esto? ¿Y quién va a sacar la segunda bota? ¿O vamos a dejar así a papá, con un pie descalzo y el otro metido en una bota helada? ¿Estaría bien?
Y todos soltaron una carcajada sin saber por qué. Riéronse mucho, rodaron por el suelo. Especialmente los niños y el propio Abutalip.
Y quién sabe –pensó después Burani Yediguéi intentando descifrar aquel terrible enigma–, quién sabe, quizá precisamente en aquel momento, en algún lugar alejado de BoranlyBuránny el nombre de Abutalip Kuttybáyev salía de nuevo a la superficie de los papeles y la gente que recibía el papel decidía en base al mismo una cuestión en la que nadie pensaba en absoluto, ni en aquella familia ni en el apartadero.
La desgracia cayó de improviso. Aunque, naturalmente, si Yediguéi hubiera sido más ducho en semejantes cosas, quizá, aunque no lo hubiese adivinado, sí habría sentido que una vaga inquietud se le metía en el alma.
¿Y por qué habían de alarmarse? Siempre, a final de año, venía al apartadero el inspector de zona. Siguiendo un calendario, recorría apartadero tras apartadero, estación tras estación. Llegaba, permanecía un par de días, comprobaba cómo se pagaban los salarios, cómo se gastaban los materiales y todo lo demás, levantaba un acta de la inspección junto con el jefe del apartadero y alguno de los obreros, y se volvía en un tren de paso. ¡Con la de asuntos que podía haber en el apartadero! Yediguéi, a veces, también firmaba las actas de la inspección. Aquella vez, el inspector pasó tres días en Boranly-,Buránny. Dormía en la casita del servicio, el principal local del apartadero, donde estaban el centro de transmisiones y el cuchitril del jefe, que llevaba el nombre de despacho. El jefe del apartadero, Abílov, iba de cabeza, le llevaba el té en la tetera. También Yediguéi fue a echar una ojeada al inspector. El hombre estaba sentado fumando sobre los papeles. Yediguéi pensó que quizá sería alguno de los anteriores, pero no, era un desconocido. Un hombre de mejillas encarnadas, pocos dientes, con gafas, cabello cano, En sus ojos fulguraba una extraña sonrisa que se pegaba a los demás.
Se encontraron al caer la tarde. Yediguéi volvía de su turno y vio que el inspector se paseaba frente a la casa del servicio, bajo un farol. Llevaba el cuello de astracán levantado, una gorra también de astracán, sus gafas, y fumaba lentamente haciendo crujir la arena bajo las suelas de sus botas.
–Buenas noches. ¿Qué, ha salido a fumar? ¿Cansado de trabajar? –le compadeció Yediguéi.
–Sí, naturalmente –respondió el otro con media sonrisa–. No es fácil –y volvió a exhibir su media sonrisa.
–Sí, claro, naturalmente –dijo por educación Yediguéi.
–Me marcho mañana por la mañana –comunicó el inspector–. Pasará el diecisiete y se detendrá. Y yo me iré. –De nuevo mostró su media sonrisa. Su voz era ahogada, atormentada incluso. Sus ojos entornados miraban a la cara–. ¿Usted será Yediguéi Zhangueldín? –se informó el inspector.
–Sí, el mismo.
–Ya me lo pensaba –el inspector exhaló con aplomo el humo por entre sus escasos dientes–. Antiguo soldado. En el apartadero desde el cuarenta y cuatro. Los ferroviarios le llaman Buránny.
–Sí, es verdad –respondió Yediguéi con sencillez.
Le resultaba agradable que aquel hombre supiera tanto sobre él, pero al mismo tiempo le sorprendía que el inspector hubiera averiguado todo aquello y lo recordara.
–Tengo muy buena memoria –prosiguió el inspector con media sonrisa, adivinando evidentemente en qué pensaba Yediguéi–. Yo también escribo, como vuestro Kuttybáyev –señaló con la cabeza la ventana iluminada, al tiempo que soltaba un chorro de humo. Sobre el alféizar, la cabeza de Abutalip se inclinaba como siempre sobre sus notas–. Hace tres días que le observo y no deja de escribir. Lo comprendo. Yo también escribo. Sólo que yo escribo versos. Casi cada mes me los publican en el ciclostilado del depósito. Allí tenemos un círculo literario. Yo lo dirijo. Y también los he publicado en el periódico del distrito: una vez el ocho de marzo, y este año el primero de mayo.