Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 25 стр.


Hicieron una pausa. Yediguéi se disponía ya a despedirse y a marcharse, cuando el inspector habló de nuevo:

–¿Y escribe sobre Yugoslavia?

–Hablando con sinceridad, no lo sé con certeza –respondió Yediguéi–. Creo que sí. Tenga en cuenta que fue guerrillero allí durante muchos años. Lo escribe para sus hijos.

–Lo oí decir. He interrogado a Abílov. También estuvo prisionero, según parece. Y no sé si ejerció de maestro algunos años. Y ahora ha decidido manifestarse a través de la pluma –soltó una risita chirriante–. Pero esto no es tan sencillo como parece. Yo también pienso en alguna obra importante. El frente, la retaguardia, hay bastante trabajo. Y además, en nuestra profesión carecemos de tiempo. Siempre en misión oficial.

–Él, también, sólo puede escribir por las noches. De día trabaja –intercaló Yediguéi.

De nuevo hicieron una pausa. Y Yediguéi no pudo retirarse.

–Y qué manera de escribir, qué manera de escribir, no levanta la cabeza –dijo el inspector enseñando los dientes en su media sonrisa y fijando la mirada en la silueta de Abutalip en la ventana.

–Hay que ocuparse en algo –respondió Yediguéi a eso–. Es un hombre culto. No tiene a nadie ni nada a su alrededor. Por eso escribe.

–Ajá, no es mala idea. No tiene a nadie ni nada a su alrededor –murmuró el inspector entornando los ojos y meditando algo–. Y uno es libre y no tiene a su alrededor a nadie ni nada, no es mala idea... Uno es libre...

En eso se despidieron. En los días siguientes rondó por su cabeza que no debía olvidarse de contar a Abutalip la casual conversación con el inspector, pero nunca parecía presentarse la ocasión propicia, y luego lo olvidó definitivamente.

Había mucho trabajo cara al invierno. Y lo principal era que Karanarse había puesto en movimiento. ¡Aquello era un lío, un castigo para su amo! Hacía dos años que Karanarse había convertido en joven macho. Pero en aquel tiempo aún no había mostrado tan tumultuosamente sus pasiones, aún se lo podía convencer, asustar, someter con un grito severo. Además, el viejo semental de la manada de Boranly –un antiguo camello de Kazangap no lo dejaba aún emprender su intento. Lo golpeaba, lo mordía, lo apartaba de las hembras. Pero la estepa es muy amplia. Y el viejo semental lo estuvo persiguiendo todo el santo día hasta que se le agotaron las fuerzas. Entonces, el joven y ardiente macho Karanar, por las buenas o por las malas, consiguió su objetivo.

Pero con la llegada de la nueva estación, de los fríos invernales, cuando despierta de nuevo en la sangre de los camellos la eterna llamada de la naturaleza, Karanarfue ya el dueño de la manada de Boranly. Se había tornado poderoso, había alcanzado una fuerza demoledora. Acorraló por las buenas al viejo semental de Kazangap bajo el despeñadero, y en la desierta estepa lo golpeó, lo pateó y le mordió hasta dejarlo medio muerto, aprovechando que no había nadie para separarlos. Esta ley implacable de la naturaleza era consecuente: ahora le había llegado el turno a Karanarde dejar descendencia.

Sobre esta cuestión, sin embargo, Kazangap y Yediguéi se pelearon por primera vez en su vida. Kazangap no pudo contenerse al ver el lastimoso espectáculo del semental pateado bajo el despeñadero. Volvió sombrío de los pastos y le espetó a Yediguéi:

¿Por qué permites estas cosas? ¡Ellos son animales, pero tú y yo somos personas! Este gran desastre lo ha causado tu Karanar. ¡Y tú, tranquilamente, lo sueltas en la estepa!

Yo no lo he soltado, kazajo. Él se ha marchado. ¿Cómo quieres que lo retenga? ¿Con cadenas? Las rompe. Ya sabes que no es casual aquel antiguo dicho: «La fuerza no admite autoridad». Ha llegado su día.

Y tú tan contento. Mas espera, ya veremos lo que pasa. Le tienes lástima, no quieres agujerearle el morro para ponerle la shisha [17], pero ya lo lamentarás, ya tendrás que correr tras él. Una fiera así no se contenta con una manada. Irá en busca de pelea por todo Sary-Ozeki. Y no habrá nada que lo detenga. Entonces recordarás mis palabras...

Yediguéi no quiso enfurecer a Kazangap, le respetaba, y además, en general, tenía toda la razón.

–Tú mismo me lo regalaste cuando era una cría, y ahora te quejas –murmuró conciliador–. De acuerdo, lo pensaré, haré algo para encontrar el modo de controlarlo.

Pero tampoco le obedecía la mano para deformar a un ejemplar tan bello como Karanaragujereándole el morro y atravesándolo con una astilla de madera. Y efectivamente, cuántas veces recordó después las palabras de Kazangap, y cuántas veces, llevado al frenesí, juró que no tendría en cuenta nada, y sin embargo no tocó al camello. Durante un tiempo pensó en castrarlo, pero tampoco se atrevió, no supo vencerse a sí mismo. Y pasaban los años, y con la llegada de los fríos invernales comenzaba el suplicio, la búsqueda del rebelde en celo, del furioso Karanar...

Todo empezó aquel invierno. Quedó grabado en su memoria. Y mientras sometía a Karanary preparaba un cercado para tenerlo sólidamente encerrado, llegó el Año Nuevo. Y los Kuttybáyev tuvieron la idea del abeto. Fue un gran acontecimiento para toda la chiquillería de Boranly. De hecho, Ukubala y sus hijas se trasladaron a la barraca de los Kuttybáyev. Todo el día estuvieron ocupados en los preparativos y en el adorno del abeto. Tanto al ir al trabajo como al volver, lo primero que hacía Yediguéi era entrar a echar un vistazo para ver cómo iba el abeto de los Kuttybáyev. Cada vez estaba más hermoso, más engalanado, florecía con sus cintas y sus diferentes juguetes de confección casera. Aquí hay que rendir homenaje a las mujeres: Zaripa y Ukubala se esforzaron por los niños, pusieron a contribución toda su maestría. Y se trataba quizá no tanto del abeto en sí como de las esperanzas para el nuevo año, que para todos se concretaban en una inconsciente espera de rápidos y felices cambios.

Abutalip no se contentó con eso, sacó a la chiquillería al patio y allí empezaron a levantar un enorme monigote de nieve. Al principio Yediguéi pensó que, simplemente, se estaba divirtiendo, pero luego quedó admirado de su empresa. El enorme monigote de nieve, casi de la altura de un hombre, un gracioso monstruo con los ojos y las cejas negros de carbón, con la nariz roja y la bocaza sonriente, con el raído gorro de piel de zorro de Kazangap en la cabeza, se levantaba frente al apartadero dando la bienvenida a los trenes. En una de sus manos, el monigote tenía el banderín verde del ferrocarril –vía libre–, y en la otra una placa de madera con la felicitación: «¡Feliz año 1953!». ¡Fue algo fantástico! Aquel monigote se mantuvo allí bastante tiempo, incluso después del 1 de enero...

El 31 de diciembre del año que se iba, los niños de Boranly jugaron alrededor del abeto y en el patio durante todo el día, hasta caer la tarde. También tenían allí su ocupación los mayores, los que se encontraban libres de servicio. Por la mañana, Abutalip contó a Yediguéi que a primera hora los niños se habían acercado a rastras hasta su cama, resoplando y armando jaleo mientras él se fingía profundamente dormido. «–¡Levántate, levántate, pápika! –importunaba Ermek–. Pronto llegará Papá Noel. Iremos a recibirle.

»–Muy bien –les he dicho–. Ahora nos levantaremos, nos lavaremos, nos vestiremos e iremos. Prometió que vendría.

»–¿En qué tren? –Eso lo preguntó el mayor.

»–En cualquiera –les dije–. Para Papá Noel se detiene cualquier tren incluso en nuestro apartadero.

»–¡Entonces, tenemos que levantarnos más de prisa!

»O sea que nos preparamos seria y solemnemente.

»–¿Y mamá? –preguntó Daúl–. Ella también querrá ver a Papá Noel, ¿verdad?

»–Naturalmente –les dije–, cómo no. Llamadla también.

»Nos reunimos todos y salimos juntos de casa. Los niños corrían por delante, hacia la caseta del guarda. Nosotros los seguíamos. Los niños corrieron de acá para allá, pero Papá Noel no estaba.

»–¿Dónde está, pápika?

»Los ojos de Ermek, ya sabes, plop-plop, se abrían y cerraban.

»–En seguida voy –les dije–, no tengáis prisa. Voy a preguntar al que está de guardia.

»Entré en la caseta. Allí, al caer la tarde, había escondido una nota de parte de Papá Noel y un saquito con los regalos. Cuando salí, acudieron.

»–¿Qué hay, pápika?

»–Pues veréis –les dije–, Papá Noel os ha dejado una nota, aquí la tenéis: "¡Queridos niños Daúl y Ermek! He llegado muy temprano a vuestro famoso apartadero de Boranly-Buránny, a las cinco de la mañana. Vosotros todavía dormíais, y hacía mucho frío. Y también yo soy muy frío, mi barba es de lana de hielo. Y el tren sólo se detuvo dos minutos. Pero tuve tiempo de escribir esta nota y dejaros los regalos. En el saquito hay, de mi parte, una manzana y dos nueces para cada niño del apartadero. No os enfadéis conmigo, tengo mucho trabajo que hacer. Voy a ver a otros niños. También me esperan. Pero el próximo Año Nuevo procuraré venir de manera que podamos vernos. De momento, adiós. Vuestro Papá Noel, Ayas-ata". Esperad, esperad, hay una posdata. Está escrita muy de prisa, cuesta de leer. Seguramente, ya partía el tren. Ah, ya lo leo: "Daúl, no pegues a tu perro. Una vez oí que lanzaba fuertes gemidos cuando le pegabas con tus chanclos. Pero luego ya no lo he oído más. Seguramente, ahora lo tratas mejor. Eso es todo. Vuestro, una vez más, Ayas-ata". Esperad, esperad, aquí hay aún otros garabatos. Ah, lo entiendo: "Vuestro monigote de nieve os ha salido muy bonito. Bravo. Lo he saludado estrechándole la mano".

»Y claro, se alegraron mucho. La nota de Papá Noel los convenció al instante. No se sintieron ofendidos. Sólo discutieron sobre quién llevaría el saquito con los regalos. Entonces, la madre razonó así:

»–Primero lo llevará Daúl diez pasos, porque es el mayor. Luego, tú lo llevarás otros diez pasos, Ermek, porque eres el menor...»

Yediguéi se rió con gusto:

–Pues mira que, de encontrarme en su lugar, yo también me lo habría creído.

En cambio, durante el día, tío Yediguéi fue el más popular entre la chiquillería. Organizó un paseo en trineo. Kazangap tenía un trineo muy antiguo. Engancharon el camello de Kazangap, que caminaba muy bien y era muy pacífico con su collera pectoral. A Karanar, naturalmente, era imposible encargarle semejantes menesteres. Lo engancharon y partió toda la pandilla. Aquello era ruido. Yediguéi hacía de cochero. Los niños se le pegaban, todos querían sentarse a su lado. Y no paraban de rogar: «¡Más de prisa, vamos, más de prisa!». Abutalip y Zaripa caminaban o corrían a su lado, pero en las bajadas se sentaban sobre el borde del trineo. Se alejaron unas dos verstas del apartadero, dieron la vuelta sobre un montículo y regresaron cuesta abajo. El camello jadeaba. Había que darle un descanso.

Hacía muy buen día. Sobre el inmenso Sary-Ozeki blanco y nevado, hasta donde alcanzaba la vista y el oído, reinaba un silencio blanco e inmaculado. En derredor, misteriosamente cubierta por la nieve, se extendía la estepa, los surcos, los montículos, los llanos; el cielo, sobre Sary-Ozeki, irradiaba un reflejo opaco y un dulce calorcillo de mediodía. Un vientecillo apenas audible acariciaba el oído. Delante, avanzaba por la vía un largo convoy color rojo ocre con dos locomotoras enganchadas una tras otra que lo arrastraban respirando por las dos chimeneas. El humo de éstas colgaba en el aire unos anillos flotantes que se iban desvaneciendo lentamente. Al llegar al semáforo, la locomotora delantera dio un pitido, un largo y poderoso clarinazo. Lo repitió dos veces, dando cuenta de su presencia. El tren era de paso y retronó por el apartadero sin disminuir su velocidad, pasando junto a los semáforos y la media docena de casas torpemente pegadas casi a la línea del ferrocarril, aunque disponían de tanto espacio a su alrededor. Y de nuevo todo quedó silencioso y quieto. Ningún movimiento. Solamente, sobre los techos de las casas de Boranly ascendían las azuladas espirales del humo de las cocinas. Todos callaban. Incluso los niños, enardecidos por el viaje, se habían apaciguado en aquel momento. Zaripa dijo en voz baja dirigiéndose sólo a su marido:

–¡Qué bienestar y qué miedo!

–Tienes razón –respondió Abutalip también a media voz.

Yediguéi los miró por el rabillo del ojo sin volver la cabeza. Estaban de pie, muy parecidos uno a otro. Las palabras de Zaripa, pronunciadas en voz baja pero con claridad, entristecieron a Yediguéi, aunque no iban destinadas a su persona. De pronto comprendió con qué tristeza y terror contemplaba ella aquellas casitas con sus humos en espiral. Pero Yediguéi no podía ayudarlos con nada ni de ninguna manera, porque aquello que se cobijaba junto a la línea del ferrocarril era el único asilo para todos ellos.

Yediguéi arreó al camello enganchado al trineo. Le soltó un latigazo y el trineo se deslizó camino de vuelta al apartadero.

La víspera de Año Nuevo, por la noche, todos los de Boranly se reunieron en casa de Yediguéi y Ukubala. Así lo habían decidido Yediguéi y Ukubala hacía unos cuantos días.

–Ya que los recién llegados, los Kuttybáyev, han montado un abeto para los niños, ahora nos toca a nosotros –dijo Ukubala–, no nos echaremos para atrás.

Yediguéi se alegró mucho con ello. Cierto que no todos, ni mucho menos, pudieron estar presentes: algunos estaban de guardia en la línea, otros tenían guardia por la noche. Los trenes pasaban sin considerar si era fiesta o día laborable. Kazangap sólo pudo estar presente al comienzo. A las nueve de la noche fue a las agujas, y por lo que respecta a Yediguéi, tenía que estar en la línea a las seis de la mañana del día i de enero. Así es el servicio. Y sin embargo, la velada resultó magnífica. Todos estaban de buen humor, y aunque se veían diez veces cada día, se mudaron para aquella reunión como si fueran forasteros llegados de algún lugar lejano. Ukubala se superó a sí misma: preparó toda clase de manjares. También había bebidas: champaña, vodka. Y para quien lo deseara, se había preparado un shubatde invierno procedente de las camellas lecheras, a las que en invierno ordeñaba la incansable Bukéi de Kazangap.

Pero la celebración se convirtió en verdadera fiesta cuando, después de los entremeses y de las primeras copas, empezaron a cantar. Llegó el momento en que se simplificaron las tareas de los dueños de la casa, desapareció la tensión de los invitados y ya fue posible, sin prisas, sin distraerse en minucias, entregarse a esa rara satisfacción espiritual, y hermanarse y comunicarse con aquellos a quienes veían cada día y conocían bien, encontrando en ellos cierta novedad, pues las fiestas tienen la cualidad de transformar a las personas. A veces también por su lado malo. Pero no allí, entre los de Boranly. Vivir en Sary-Ozeki y ser además insociable y escandaloso... Yediguéi se achispó un poco. Sin embargo, eso le sentaba bien. Ukubala, sin excesiva alarma, recordó a su marido:

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