Ante esta idea, que se le había ocurrido ante una mesa dispuesta con toda clase de manjares y de copas de coñac, Tansykbáyev sintió que se elevaba su espíritu, le vinieron ganas de beber un poco más, de comer, de cantar, de fastidiar a los vecinos y de reír de satisfacción disfrutando anticipadamente con el nuevo cambio que iba a producirse en su vida. Contempló a los presentes con la mirada agradecida de sus ojos misteriosamente brillantes, pues en realidad todos los presentes eran de su misma cuerda, eran personas queridas, de un mismo barro, y por ello muy agradables en aquel momento. Esa gente querida no tenía la menor sospecha de que estaba viviendo el momento del nacimiento de grandes ideas en la mente de Tansykbáyev. Todo esto le provocó un ardiente flujo de sangre a la cabeza, y unos latidos alegres y acelerados en su exultante y vibrante corazón.
El proyecto surgido en aquel momento contenía perspectivas completamente reales de ascenso en el servicio. Era sensato y lógico: cuanto más acosara a los enemigos ocultos más ganaría él mismo. Semejante perspectiva ponía alas a su espíritu. Y pensó no sin orgullo: «¡Así organizan sus asuntos las personas inteligentes! ¡No me quedaré a mitad camino, cueste lo que cueste!». Y le vinieron ganas de actuar inmediatamente, de sacar acto seguido el coche del garaje y volar hacia allí, hacia el semisótano de ventanas enrejadas que llevaba el nombre de celda incomunicada de investigación, donde estaba Abutalip Kuttybáyev, y ponerse en seguida manos a la obra: interrogar sin perder tiempo, allí mismo, en la celda, e interrogar de tal manera que el acusado sintiera en su alma que se le petrificaban las tripas de terror. Y nada de ambigüedades con respecto al fin del asunto; si Kuttybáyev confesaba su culpa, si confirmaba los manejos anglo-yugoslavos, si nombraba a todos los que habían estado con los guerrilleros, lo condenarían por el artículo 58, punto 1-«b», a veinticinco años de campo de concentración; si no, sería fusilado por traición, por espionaje en colaboración con los servicios especiales extranjeros y por labor de zapa ideológica entre la población del lugar. Que se lo pensara muy bien.
Al razonar cómo sucedería todo esto, Tansykbáyev preveía con antelación muchas cosas: cómo entablaría la conversación durante el interrogatorio, cómo se obstinaría Kuttybáyev y qué medidas habría que adoptar para quebrantar su voluntad. Pero sabía también que el otro no tenía escape, no tenía elección, si quería vivir. Naturalmente, se justificaría obstinadamente diciendo que no era culpable de nada, que había redimido su condición de prisionero con las armas en la mano luchando al lado de los guerrilleros yugoslavos, que había sido herido, que había derramado su sangre, que al final de la guerra había pasado por la Comisión de Repatriaciones, que había trabajado honradamente, etc. Todo esto eran palabras vacías. Kuttybáyev no podía saber que no se le necesitaba en calidad de esto sino en calidad de otra cosa muy distinta. Y que puesto en esta otra calidad que le exigían, serviría de principio a toda una actuación para desenraizar a los enemigos ocultos del Estado. Se le necesitaba como primer eslabón tras el cual seguiría toda la cadena. ¿Qué podía haber por encima de los intereses del Estado? Algunos piensan que la vida humana. ¡Locos! El Estado es un horno que arde con una sola leña, la humana. De otro modo, el horno se ahogaría, se apagaría. Y no habría necesidad de él. Pero la gente no puede existir sin Estado. Ella misma organiza la cocción. Y los fogoneros tienen la obligación de aportar leña. Todo se sostiene sobre eso.
Filosofando de esta guisa –en la escuela del partido algo había aprendido en otro tiempo de los estudios clásicos– sentado a la mesa al lado de su esposa, a la que al parecer era difícil esconder su pensamiento, Tansykbáyev sacaba tiempo para asentir con la cabeza y la palabra a sus vecinos en medio de la conversación general, y se entusiasmaba en su fuero interno con la maravillosa condición humana. Ahora, por ejemplo, estaba sentado en un grupo, entre invitados, y aunque aparentaba estar total y completamente absorto en la gravedad del momento, en realidad pensaba en algo enteramente distinto. ¿Quién habría podido imaginar a qué meta apuntaba ni qué planes estaba madurando? La conciencia de que él, pacíficamente sentado a la mesa, encerraba algo demoledor, inevitable, dependiente sólo de su voluntad, la conciencia de que nadie, de momento, podía acceder a sus proyectos, cuya secreta fuerza, una vez puesta en acción, obligaría a las personas a arrastrarse de rodillas ante él y –a través de su persona– ante el propio Dios-Poder, y de que en este sentido él era uno de los peldaños –entre muchos, aunque limitados– que conducían al intimidador pedestal del Dios-Poder, le provocaba una beatitud y una impaciencia físicas, como la vista de una comida sabrosa o el frenético presentimiento de una unión carnal. Y cada copa que tomaba hacía crecer más y más esta excitación que se apoderaba de su persona y discurría por su cuerpo como una agobiante y acelerada circulación sanguínea, de modo que le costaba no poco esfuerzo dominarse. Tansykbáyev se repetía a sí mismo que empezaría a poner en práctica su plan no más tarde de mañana, y que todavía estaba a tiempo.
Examinando mentalmente los detalles del asunto que iba a emprender, Tansykbáyev experimentaba una sensación de profunda satisfacción por la solidez de sus intenciones, por lo lógico del proyecto. Mas pese a todo existía la sensación de que le faltaba algo, de que era preciso redondear el pensamiento sobre algo, de que algunas pruebas no habían entrado aún en acción, no habían sido estudiadas en suficiente medida.
Por ejemplo, algo se ocultaba realmente en las notas de Kuttybáyev sobre el mankurt. ¡El mankurt! ¡El rapado mankurtque había matado a su madre! Sí, naturalmente, era una antiquísima leyenda, ¡pero a algo debía referirse Kuttybáyev al anotar la leyenda! No en vano, ni por casualidad, habría anotado ese mito tan detallada y cuidadosamente. Sí, el mankurt, el mankurt... ¿Qué habría allí escondido, si era alegórico, qué? Y sobre todo, ¿cómo se disponía Kuttybáyev a utilizar la historia del mankurten sus fines de instigación, en qué forma, de qué manera? Aunque vagamente adivinaba algo ideológicamente sospechoso en la leyenda del mankurt, Tansykbáyev, no obstante, no podía afirmarlo categóricamente, no había una seguridad plena para poder demostrar la culpa con absoluta certeza. ¿Y si dijera –como corresponde en tales casos– que dicha leyenda es antipopular y le hiciera responsable de ello? ¿Pero cómo? En este punto, Tansykbáyev no era competente, y él lo comprendía. Debería dirigirse a algún científico. En realidad, en el desenmascaramiento de los nacionalistas burgueses que hoy estaban celebrando, la cosa había ido de esta manera: descubrieron primero a un grupo, y luego lanzaron a unos científicos contra otros acusándoles de nacionalismo, de cantar el pasado en perjuicio de la época socialista estaliniana, y eso había sido suficiente para que el molino funcionara días enteros. Y pese a todo, sí, algo se ocultaba en el hecho de que Kuttybáyev hubiera anotado con tanto esmero la historia del mankurt. Sería necesario empaparse cuidadosamente, una vez más, de cada palabra, y si se descubría el más mínimo agarradero aprovechar también la anotación de la leyenda, adjuntarla al expediente e incriminarle.
Aparte de esto, entre los papeles de Kuttybáyev se había descubierto el texto de otra leyenda con el título de «El castigo de Sary-Ozeki», de la época de Gengis Kan. Tansykbáyev no prestó de momento atención a esta antiquísima historia, que sólo ahora empezaba a preocuparle. En realidad, si se meditaba profundamente, parecía posible encontrar en ella alguna alusión política...
Durante la campaña para la conquista de Occidente, Gengis Kan, que conducía por las grandes extensiones asiáticas a su pueblo en armas, ordenó una ejecución en las estepas de SaryOzeki: entregó a la horca a un [20]y a una joven bordadora que recamaba en oro las banderas triunfales de seda, con sus dragones de fuego...
En aquella época, gran parte de Asia estaba ya bajo la bota de
Gengis Kan dividida en regiones repartidas entre sus hijos, sus nietos y sus generales. Ahora llegaba el turno de las tierras de más allá del Itil (el Volga), el destino de Europa.
En las estepas de Sary-Ozeki reinaba ya el otoño. Las copiosas lluvias habían llenado de agua los pequeños lagos y ríos que se secaban durante el verano, por lo tanto había con qué abrevar los caballos durante el camino. La armada de la estepa tenía prisa. El paso del desierto de Sary-Ozeki se consideraba la parte más difícil de la campaña.
Tres ejércitos, tres turnende diez mil hombres, avanzaban abriendo ampliamente sus flancos. Del poder de estos turnense podía juzgar por sus actos, y por el polvo que levantaban sus cascos, que flotaba sobre el horizonte durante muchos kilómetros como el humo de un incendio en la estepa. Otros dos turnencon rebaños de caballos de reserva, carros y ganado para la matanza diaria, seguían detrás; era posible convencerse de ello con sólo volver la cabeza: allí también se arremolinaba el polvo hasta la mitad del cielo. Había también otras fuerzas de combate que no era posible ver por encontrarse muy alejadas de estos lugares. Para llegar a ellas había que galopar varios días: eran el ala derecha y el ala izquierda, compuestas por tres turnencada una. Estas tropas avanzaban independientemente en dirección al Itil. Cuando llegaran los primeros fríos, estaba previsto convocar en el cuartel general del kan, a orillas del Itil, a todos los jefes de los once turneny consensuar las acciones futuras. Luego avanzarían sobre el hielo a través del Itil hacía países famosos y ricos en cuya conquista soñaba tanto Gengis Kan como sus jefes y cada uno de sus jinetes...
Así avanzaba el ejército en campaña, sin distraerse, sin demorarse, sin perder tiempo. Con ellos, en los carros, había también mujeres, y esto fue la desgracia.
Gengis Kan, acompañado durante la marcha por medio millar de guardianes y por un séquito de zhasaulos, se encontraba en el centro de todo el movimiento como una isla flotante. Pero cabalgaba aparte, delante de ellos. Al Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales no le gustaba el ajetreo de mucha gente a su alrededor, y mucho menos en campaña, cuando era conveniente guardar silencio, mirar hacia delante y pensar en los asuntos.
Montaba a su predilecto Juba, un corcel amblador –había recorrido medio mundo bajo la silla del kan– de buena complexión, liso como un canto rodado, poderoso de pecho y cerviz, crines blancas y cola negra, paso uniforme, sedoso. Dos caballos de reserva, no menos sufridos y andarines, iban descargados, adornados con los arreos del kan, de brillante confección, conducidos por palafreneros a caballo. El kan cambiaba de caballo en plena marcha así que el que montaba empezaba a sudar.
Lo más notable, sin embargo, no era el entorno de Gengis Kan, sus intrépidos y zhasaulos, cuya vida pertenecía más a Gengis Kan que a ellos mismos –por eso eran elegidos como los filos de los cuchillos, uno de cada cien–, ni tampoco los magníficos caballos de silla, tan raros como los filones de oro en la naturaleza. No, lo notable de esta campaña era algo completamente distinto. Durante todo el camino había sobre la cabeza de Gengis Kan una nube que le tapaba el sol. La nube iba donde él iba. El blanco nubarrón, del tamaño de unayurta' grande, le seguía como si fuera un ser vivo. Y a nadie le pasó por la cabeza –había tantas nubes en las alturas– que aquello era una señal: así mostraba el Cielo su bendición al Soberano de los Mundos. Sin embargo, Gengis Kan, que lo sabía, observaba involuntariamente el curso de la nube, cada vez más convencido de que se trataba efectivamente de un signo de la voluntad de Cielo-Tengra.
Un profeta nómada, al que Gengis Kan había permitido un día acercarse a su persona, había predicho la aparición de la nube. El extranjero no había pegado la cara al suelo, no le había adulado ni había profetizado en su provecho. Al contrario, ante la faz amenazadora del conquistador de la estepa, solemnemente sentado en el trono de la [21]dorada, había permanecido de pie con la cabeza dignamente alta, flaco, harapiento, con los cabellos largos hasta los hombros, cual mujer con los rizos sueltos. El extranjero tenía una mirada severa, una barba impresionante, y unos rasgos faciales morenos y secos.
He venido a ti, gran kan –le transmitió a través de un intérprete iugur–, para decirte que por voluntad del Cielo Supremo habrá para ti una señal especial en las alturas.
Por un instante, Gengis Kan se quedó inmóvil de sorpresa. El forastero estaba loco o no comprendía cómo podía terminar todo aquello para él.
¿Qué signo? ¿De dónde lo has sacado? –se interesó el todopoderoso con la frente fruncida, conteniendo a duras penas su irritación.
–De dónde lo he sacado no es cosa que deba divulgarse. Por lo que respecta al signo, te lo diré: aparecerá una nube sobre tu cabeza y te seguirá a todas partes.
–¿Una nube? –exclamó Gengis Kan sin disimular su asombro, y levantó bruscamente las cejas. Todos los que estaban a su alrededor se pusieron involuntariamente tensos a la espera del estallido de la cólera del kan. Los labios del intérprete se tornaron blancos de terror. El castigo podía afectarle también a él.
–Sí, una nube –respondió el profeta–. Será el índice del Cielo Supremo bendiciendo tu altísima posición en la tierra. Pero debes salvaguardar esta nube, pues si la pierdes perderás tu poderosa fuerza...
En la yurta dorada se hizo una sorda pausa. En aquel momento podía esperarse de Gengis Kan cualquier cosa, pero la furia de su mirada se apagó súbitamente como el fuego que acaba de consumirse en una hoguera. Superado el salvaje instinto de castigar, comprendió que no era conveniente interpretar las palabras del profeta vagabundo como un exabrupto provocativo, y mucho menos castigarlo, pues no estaría a la altura de su honor de kan. Y Gengis Kan, escondiendo una maligna sonrisa en sus bigotes ralos y rojizos, dijo:
–Admitamos que el Cielo Supremo te haya inspirado estas palabras. Admitamos que me lo creo. Mas dime, prudentísimo extranjero, ¿cómo voy a salvaguardar una nube que va libremente por los cielos? ¡No voy a enviar conductores de ganado montados en caballos alados para que vigilen esa nube! ¡No voy a embridar la nube como si fuera un caballo salvaje! ¿Cómo puedo vigilar a una nube del cielo impulsada por el viento?
–Éste es tu problema –respondió brevemente el forastero.
Y de nuevo todos se quedaron inmóviles, de nuevo reinó un silencio de muerte, y de nuevo se pusieron blancos los labios del intérprete, y nadie de los que se encontraban en la yurta dorada se atrevió a levantar los ojos hacia el desgraciado profeta que, por estupidez o por alguna razón desconocida, se había condenado a una perdición segura.