Tansykbáyev no formaba parte del grupo de los ascendidos y premiados, pero tomaba parte activa en las celebraciones de sus colegas. Casi cada tarde, él y su esposa Aikumis iban al «remojo» de los nuevos ascensos, condecoraciones y pisos nuevos. Una serie completa de ágapes festivos, maravillosos e inolvidables, había empezado ya en vísperas de Año Nuevo. Ligeramente temblorosos al abandonar las calles frías y mal iluminadas de Alma-Atá, los invitados, al cruzar el umbral, quedaban envueltos en la alegría y el calor de los propietarios de los nuevos pisos, que estaban esperándoles. ¡Las caras y los ojos que les acogían en la puerta irradiaban un orgullo, una animación y un brillo tan poco ficticios! Verdaderamente, eran las fiestas de los elegidos, de los que conocían de nuevo el gusto de la felicidad. En aquella época, cuando las miserias y el hambre de los años de guerra todavía no se habían olvidado, en la periferia del Estado se acogía el nuevo y refinado confort entusiásticamente, hasta sentir vértigo. En provincias, sólo estaban de moda los coñacs caros, de marca, las lámparas y servicios de mesa de cristal. De los techos descendía el facetado destello de las arañas conseguidas como botín de guerra; en las mesas, cubiertas de níveos manteles, centelleaban los servicios alemanes, también botín de guerra, y todo esto cautivaba, predisponía a un humor benévolo, como si encerrara el más elevado sentido de la existencia, como si ninguna otra cosa de este mundo fuera ni pudiera ser digna de atención.
En el vestíbulo flotaban ya los efluvios de la cocina, donde entre otras cosas se preparaba el inevitable plato rey, la tierna y joven carne de caballo, alimento de los abuelos heredado de la vida nómada, una carne que desprendía caprichosamente los antiguos aromas de la estepa entre las nuevas paredes. Y todos los reunidos se sentaban ceremoniosamente, disfrutando por anticipado del ágape común. Pero el sentido del festín no estribaba únicamente, o no tanto, en la comida, pues el hombre, una vez harto, empieza a sentirse molesto si tiene delante comida en abundancia, sino en las opiniones manifestadas durante la sobremesa: las felicitaciones y buenos deseos. Era un ritual que encerraba algo infinitamente dulce, y esta sensación agradable era capaz de contener y de tragar todo cuanto se acumulaba en el alma. Durante un tiempo, incluso la envidia no era envidia sino amabilidad, los celos colaboración, y la hipocresía se tornaba por breve tiempo sinceridad. Y cada uno de los presentes, transfigurado de manera sorprendente, presentaba su más laudable faceta, se manifestaba como podía sobre temas inteligentes, y lo más importante, con elocuencia, entrando en tácita competencia con los demás. ¡Oh, era a su modo una representación dramática! Qué majestuosos brindis se levantaban como pájaros de vistoso plumaje bajo los techos provistos de arañas de cristal conquistadas durante la guerra, qué discursos se derramaban cual escritos rebuscados, contagiando a los asistentes un énfasis cada vez más elevado.
A Tansykbáyev y a su esposa les emocionó especialmente el brindis de un teniente coronel kasajo de la última hornada. El teniente coronel se levantó solemnemente de la mesa y se puso a hablar de un modo tan fervoroso y grave como si fuera un artista del teatro dramático en el papel de un rey que asciende al trono.
¡Isyl dosta [19] !–empezó mirando significativamente a los reunidos con ojos lánguidos y majestuosos, como subrayando con ello que era necesario prestar una atención total, completamente seria–. Como ya comprenderéis, hoy mi alma está a rebosar, es un mar de felicidad. Comprendedlo. Y quiero decir unas palabras. Es mi hora y quiero hablar. Comprendedlo. Siempre he sido ateo. He crecido en el komsomol. Soy un bolchevique firme. Comprendedlo. Estoy muy orgulloso de ello. Dios para mí no es nada. Que Dios no existe lo sabe todo el mundo, lo sabe todo colegial soviético. Pero quiero deciros una cosa muy distinta, ¡quiero deciros que en este mundo hay un dios! Un momento, esperad, no sonriáis, amigos míos. ¡Cómo sois! Creéis haberme pillado en lo que he dicho. ¡No, de ninguna manera! Comprendedlo. No me refiero al dios inventando por los opresores de las masas trabajadoras antes de la revolución. Nuestro dios es el portador del poder, cuya voluntad, según escriben los periódicos, dirige esta época del planeta, y nosotros vamos de victoria en victoria hacia el triunfo mundial del comunismo; es nuestro genial caudillo, que lleva de la mano la brida de la época del mismo modo, comprendedlo, que el guía de una caravana lleva la brida del camello que va en cabeza: ¡Es nuestro Iósif Vissariónovich! Nosotros le seguimos, él conduce la caravana y nosotros tras él por el mismo sendero. Y nadie de los que piensan de manera diferente a la nuestra, o llevan en la mente otras ideas que las nuestras, escapará a la espada justiciera de la Cheka que nos legó nuestro férreo Dserzhinski. Comprendedlo. Hemos declarado una guerra sin cuartel a nuestros enemigos. Su casta, su familia y todos los elementos afines serán liquidados en nombre de la causa proletaria, comprendedlo, como se queman en un montón las hojas en otoño. Pues sólo puede haber una ideología, comprendedlo, y ninguna otra. Entre todos, por ejemplo, hemos limpiado la tierra de adversarios ideológicos, de nacionalistas burgueses y demás, comprendedlo, y se esconda el enemigo donde se esconda, finja ser quien finja ser, no habrá compasión ninguna para él. Desenmascarar en todo lugar al enemigo de clase, poner al descubierto cualquier red de espionaje enemigo, comprendedlo, esto es lo que nos enseña el camarada Stalin, golpear al enemigo, consolidar la moral de las clases populares, éste es nuestro lema. Hoy, el día que se me concede la distinción, el día que se ha leído la orden de ascenderme antes del tiempo reglamentario, juro que también en adelante seguiré invariablemente la línea estalinista de buscar al enemigo, comprendedlo, de encontrarlo y descubrir sus criminales proyectos, por los que recibirá un irremisible y severo castigo. Comprendedlo, neutralizamos a los principales nacionalistas, pero sus partidarios se escondieron en los institutos y en las redacciones. Sin embargo, tampoco escaparán de nosotros, no habrá compasión ninguna. En cierta ocasión, durante un interrogatorio, un nacionalista me dijo que al final nuestra historia se encontraría en un callejón sin salida, y que seríamos malditos como diablos. ¿Lo comprendéis?
¡A un hombre así había que pegarle un tiro allí mismo! –no pudo contenerse Tansykbáyev, e incluso se incorporó irritado.
Cierto, comandante, y es lo que habría hecho –le secundó el teniente coronel–, pero todavía lo necesitaba para la investigación, de modo que le dije: «Cuando entremos en este callejón sin salida, tú, canalla, hará mucho tiempo que ya no estarás en este mundo. Los perros ladran pero la caravana de Stalin sigue adelante...».
Todos a la vez soltaron la carcajada y aplaudieron, aprobando el digno sermón largado al insignificante nacionalista, todos a la vez se levantaron con las copas dispuestas en las manos extendidas. «Por Stalin», corearon todos al unísono, y todos bebieron y se mostraron ostentosamente las copas vacías unos a otros, como confirmando con ello la veracidad de las palabras pronunciadas y su fidelidad a ellas.
Después se dijeron aún muchas cosas como continuación de la misma idea. Y estas palabras, que se generaban y multiplicaban espontáneamente, estuvieron aún largo rato revoloteando sobre las cabezas de los reunidos, acumulando en ellos una ira y una furia mal disimuladas, como el enjambre ahumado de unas avispas silvestres que se enfurecen cada vez más por el hecho de ser portadoras de veneno y de ser muchas.
En el alma de Tansykbáyev, sin embargo, hervía su propia y encrespada ola, que excitaba sus pensamientos y reforzaba su decisión. Y ello no porque semejantes manifestaciones fueran algo nuevo para él, nada de eso, al contrario, toda su vida y la vida de sus numerosos compañeros de servicio, lo mismo que la de todos sus aledaños sociales perceptibles, discurría día tras día en esta atmósfera de incesante estímulo, y de indomable lucha, que recibía el nombre de lucha de clases y que por ello era absolutamente justificable. Pero había un problema secreto. Para caldear continuamente la lucha se necesitaban nuevos objetivos cada día, nuevas orientaciones en la tarea de desenmascarar al enemigo; como quiera que en este campo ya se había trabajado mucho, poco menos que agotándolo hasta el fondo, hasta la deportación de pueblos enteros funestamente desterrados a Siberia y al Asia Central, cada vez resultaba más difícil recoger una cosecha «individualizada» recurriendo a la antigua costumbre de las acusaciones más en boga en la variante de la periferia nacionalista: las de nacionalismo feudal-burgués. Escarmentados por la amarga experiencia de una época en la que la más mínima denuncia sobre el carácter ideológicamente dudoso de tal o cual persona acarreaba inmediatamente el castigo de dicha persona y de sus allegados, la gente ya no cometía errores fatales, no decía ni escribía nada que pudiera interpretarse como una manifestación de nacionalismo. Al contrario, muchos fueron precavidos y cautos en exceso, hasta el punto de negar pomposamente cualquiera de los valores nacionales, llegando hasta renunciar a su idioma natal. Cualquiera pillaba a uno de ésos si a cada paso declaraba que hablaba y pensaba invariablemente en el idioma de Lenin...
Y precisamente en este período parco en acontecimientos, difícil en el campo de la lucha por descubrir nuevos enemigos ocultos, el comandante Tansykbáyev había tenido suerte, aunque por casualidad. La denuncia contra Abutalip Kuttybáyev, del apartadero de Boranly-Buránny, llegó a sus manos como un material de muy secundaria importancia, más como información que destinado a una seria investigación. No obstante, Tansykbáyev no lo dejó escapar. La intuición no le había fallado. Ni corto ni perezoso, Tansykbáyev fue al lugar, a enterarse, y ahora cada vez estaba más convencido de que el asunto, modesto a primera vista, podía adquirir el peso suficiente tras la correspondiente elaboración. Por tanto, si todo se desarrollaba debidamente, era indudable que los estímulos de arriba no le dejarían al margen. ¿No era testigo de un éxito semejante en este momento y en esta mesa? ¿No sabía como se montan esas cosas? ¿Sentíase acaso mal entre aquellas personas tan conocidas, tan honestamente entregadas al Dios-Poder, que gracias a su celo gozaban hoy de felicidad con cristales en la mesa y en el techo? Pero sólo había un camino hacia el Dios-Poder: sirviéndolo con el trabajo oscuro y continuo de descubrir y densenmascarar a los enemigos emboscados.
Y entre los enemigos convenía vigilar con especial atención a los que habían sido prisioneros de guerra. Eran criminales ya por el mero hecho de no haberse pegado un tiro en la frente, pues estaban obligados a no rendirse, a morir y a demostrar de esta manera su absoluta fidelidad al Dios-Poder, el cual exigía estrictamente morir y no caer prisionero. Y el que se había rendido era un criminal. Y el inevitable castigo debía servir de advertencia para todos, en todos los tiempos y en todas las generaciones. Ésta era la norma del propio Caudillo, del Dios-Poder. Y Kuttybáyev, a quien sometía a una investigación, pertenecía precisamente al número de los antiguos prisioneros de guerra, y además, cosa extremadamente importante, en su expediente había un punto muy útil donde engancharse, un detalle muy actual: si se conseguía arrancar a Kuttybáyev una confesión a este respecto, aunque sólo fuera la confesión de un hecho pequeño, esto podría servir en un gran asunto, como el clavo clavado en el sitio necesario, serviría para desenmascarar los proyectos –pérfidos desde el principio– de la banda revisionista de Tito y Rankovich que pretendían seguir su propio camino en el desarrollo de Yugoslavia sin la aprobación de Stalin. ¡Vaya propósitos! No hacía tanto que la guerra terminara y ya habían decidido independizarse. ¡No se saldrían con la suya! Stalin convertiría esta idea en cenizas y las echaría al viento. Y a todo esto, nunca vendría mal demostrar una vez más, aunque fuera con un hecho de poca monta, que las pérfidas ideas revisionistas habían nacido entre los jefes de los guerrilleros yugoslavos hacía tiempo, en los años de guerra, y que esto había sucedido bajo la influencia directa de los espías ingleses. Y en las notas de Abutalip Kuttybáyev figuraban unos recuerdos de la época en que los guerrilleros yugoslavos se encontraban con los ingleses, por lo que había todo el fundamento para obligarle a decir lo que ahora convenía que dijera. Y era indispensable conseguirlo a toda costa. Esforzarse hasta reventar, pero obligar a aquel plumífero de Sary-Ozeki a que expusiera lo conveniente. En realidad, en política todo vale cuando vuela en la dirección del viento. Cada pequeñez puede ser útil, puede servir de piedra arrojada al enemigo para rematarlo en la lucha ideológica. De ahí surgía la tarea de conseguir una piedra, aunque fuera una piedrecita, para depositarla de manera simbólica, pero personalmente hasta cierto punto, y de todo corazón, en las manos del Dios-Poder como una piedrecita más. Si no la arrojaba ÉL, ya encargaría a quien correspondiera que arrojara la piedra a los lameculos –según expresión de los periódicos– del odioso revisionista Tito y de su secuaz Rankovich. Y si no servía, si decían que era demasiado pequeña, tampoco su celo dejaría de ser tenido en cuenta... Posiblemente, todos los que se sentaban a la mesa estarían también en su casa, se sentirían igual en su hogar gracias a este excelente asunto. Realmente, el sentido de la vida está en la felicidad, y el éxito es el principio de la felicidad.
En esto pensaba Tansykbáyev con sus ojos de halcón durante esta velada conmemorativa, y sentado a la mesa intercambiaba réplicas con los demás, siguiendo al parecer el curso de la conversación, pero cual nadador en el flujo tumultuoso de un río, nadaba en aquel momento en el rápido creciente de sus pasiones y anhelos. Sólo su esposa, Aikumis, que conocía muy bien a su marido, observó que algo le pasaba, que se preparaba para algo como una fiera indomable que sale de noche a cazar y ya ha olfateado a su presa. Lo veía por sus ojos, por su mirada de halcón que no parpadeaba y que unas veces se congelaba y otras se cubría con un vaporcillo de inquietud. Por ello le cuchicheó: «Cuando salgamos de aquí con todos los demás nos iremos a casa, sólo a casa». Por toda respuesta, Tansykbáyev asintió a disgusto con la cabeza. No quiso replicar en público, aunque habría valido la pena. En su cabeza había madurado un nuevo plan de acción mucho más amplio. Porque Kuttybáyev había estado con los guerrilleros yugoslavos junto a muchos otros prisioneros de guerra que hoy se encontraban viviendo cada cual en su rincón. Por lo tanto, ellos también podían saber algo, recordar algo, y no sería tan difícil obligar a Kuttybáyev a dar el nombre de los más activos. Era indispensable recopilar este material, mañana mismo había que hacer la correspondiente petición. O ir personalmente al centro cuanto antes. Y analizar, desenterrar, obligar a Kuttybáyev a confirmar lo que fuera necesario. Luego, en base a sus declaraciones, acusar a los ex prisioneros de guerra que habían combatido en Yugoslavia, hacer recaer de nuevo la responsabilidad sobre estas personas por no haber denunciado, por haber ocultado –ante la Comisión de Repatriaciones de la Unión Soviética– los pérfidos proyectos de los revisionistas yugoslavos. Y personas de estas características podrían descubrirse más de cien y más de mil, y procedería –era preciso dar esta idea, más que nada en forma de nota secreta– hacerlos pasar por el molino de los interrogatorios para meter después a toda esta gente en un campo de concentración y poner punto final...