Mientras, el ejército caía rápidamente en un sueño profundo. Sólo la llamada de las patrullas nocturnas, que recorrían los campamentos en cada parada, atestiguaban que también por la noche la vida seguía un orden rigurosamente establecido. Así debía ser para todos aquellos cuya predestinación apuntaba en definitiva a un solo y elevado objetivo: servir rigurosamente y sin reservas a la idea de Gengis Kan de conquistar el mundo. En estos minutos, el kan, con el alma embriagada, comprendía su propia esencia, la esencia de un superhombre: una insaciable y posesa sed de poder, tanto más grande cuanto mayor era el poder que poseía. De esta esencia se deducía irremisiblemente una conclusión absoluta: sólo era preciso aquello que correspondiera a su poder como objetivo añadido. Lo que no respondía a él no tenía derecho a la existencia.
Por eso tuvo lugar el castigo de Sary-Ozeki, cuya leyenda anotó Abutalip Kuttybáyev mucho tiempo después para su desgracia...
Una de las noches, durante la parada nocturna, una patrulla a caballo recorría el campamento del turnen de la derecha. Más allá de los vivaques militares se encontraban los campamentos de los carros, de los conductores de ganado, y de diferentes tipos de servicios auxiliares. La patrulla echó una mirada a esos lugares. Todo estaba en orden. Derrengada por el trayecto recorrido, la gente dormía amontonada, en yurtas, en tiendas, y muchos al aire libre, junto a las hogueras medio consumidas. Reinaba el silencio, y todas las yurtas estaban oscuras. La patruIla montada había terminado ya su recorrido. Los hombres de la patrulla eran tres. Refrenando los caballos, hablaban entre ellos. El jefe, un jinete alto con gorra de sótnik, dispuso en voz baja:
–Bien, eso es todo. Id y echad una cabezada. Yo voy a mirar un poco más por ahí.
Los dos jinetes se alejaron. El que se había quedado, el , miró primero atentamente a su alrededor, escuchó con atención, y luego descabalgó y condujo el caballo de la brida entre el amontonamiento de carros y de talleres de campaña pasando junto a los carros desenganchados de los guarnicioneros, de las costureras y de los armeros, en dirección a una yurta solitaria situada en el borde mismo del campamento. Mientras caminaba con la cabeza pensativamente gacha y el oído atento a los ruidos, la luz de la luna se derramaba desde las alturas iluminando turbiamente los rasgos de su grueso rostro y dando un brillo nebuloso a los grandes ojos del caballo que le seguía obedientemente.
El Erdene se acercó a la , donde presumiblemente le estaban esperando. Una mujer salió de la con el pañuelo echado sobre la cabeza y se detuvo, esperando, junto a la entrada.
–Sambainu [23]–saludó el sótnik a la mujer ahogando la voz–. ¿Qué tal van las cosas? –preguntó con inquietud.
–Todo va bien, salimos bien del paso, alabado sea el Cielo. Ahora ya no debes preocuparte –murmuró la mujer–. Te espera ansiosa. Me oyes, ansiosa.
–¡Yo también ansiaba venir con toda el alma! –respondió el Erdene–. Pero como a propósito, nuestro noion decidió recontar los caballos. No he podido alejarme en tres días, ocupado en los rebaños de caballos.
–Ay, no te atormentes, Erdene. ¿Qué habrías podido hacer cuando llegó el momento? –la mujer movió la cabeza tranquilizadoramente y añadió–: Lo principal es que acabó felizmente, dio a luz con mucha facilidad. No gritó ni siquiera una vez, lo soportó. Por la mañana la instalé en un carro cubierto. Y como si nada. Así es de magnífica la mujer que tienes. ¡Ay, pero qué digo! –cayó en la cuenta la mujer que saliera a recibirle–. ¡Es un halcón que ha venido a tu mano y que siempre estará contigo! –le felicitó–. ¡Piensa un nombre para tu hijito!
–¡Que el Cielo oiga tus palabras, Altun! Dogulang y yo te lo agradeceremos eternamente –le dio las gracias el –. El nombre ya lo pensaremos, por eso no va a quedar.
Entregó a la mujer las riendas del caballo.
–No te preocupes, vigilaré cuanto haya que vigilar, como siempre –aseguró Altun–. Ve, ve, Dogulang te espera con ansia.
El esperó un poco, como haciendo acopio de valor, y luego se acercó a la , entreabrió la pesada y compacta cortina de fieltro, y entró en el interior encogiendo la cabeza. En el centro de la ardía un pequeño hogar, y bajo sus débiles y mortecinos reflejos vio a la mujer, a su Dogulang, sentada en el fondo del habitáculo con una pelliza de marta echada sobre los hombros. Su mano derecha balanceaba ligeramente la cuna cubierta con una manta acolchada.
–¡Erdene! Estoy aquí –respondió en voz baja a la aparición del –. Estamos aquí –se corrigió con una sonrisa de turbación.
El se sacó rápidamente el carcaj, el arco, la hoja envainada, dejó las armas junto a la entrada y se acercó a la mujer alargando los brazos. Se dejó caer de rodillas, y los rostros de los dos se rozaron. Se abrazaron poniendo cada uno la cabeza sobre el hombro del otro. Y se quedaron inmóviles en el abrazo. Y con ello el mundo pareció cerrarse para ellos bajo la cúpula de la . Todo cuanto quedaba más allá de los límites de aquella vivienda de campaña perdió su realidad. Sólo fueron reales ellos dos, sólo el impulso que los unía, y el diminuto ser de la cuna, que había aparecido en este mundo hacía tres días.
Erdene fue el primero en abrir la boca:
–¿Qué tal? ¿Cómo te encuentras? –preguntó conteniendo a duras penas su acelerada respiración–. He estado muy intranquilo.
–Ahora ya ha pasado todo –respondió la mujer sonriendo en la penumbra–. No es en eso en lo que debes pensar. Pregúntame por él, por nuestro hijito. Ha salido tan fuerte. Chupa con tanta fuerza mi pecho. Se te parece mucho. Altun también dice que es muy parecido a ti.
–Enséñamelo, Dogulang. ¡Déjame mirarle!
Dogulang se apartó, y antes de entreabrir la manta que cubría la cuna escuchó con atención, involuntariamente en guardia ante los ruidos del exterior. A su alrededor todo estaba silencioso
El contempló largamente la carita del niño dormido, que aún no expresaba nada, intentando descubrir sus propios rasgos. Al fijarse en el recién nacido con la respiración en suspenso, quizá por primera vez comprendiera como un proyecto de eternidad la esencia divina de la aparición de los descendientes en este mundo. Por ello, seguramente, dijo sopesando cada palabra:
–Ahora siempre estaré contigo, Dogulang, siempre contigo, incluso en el caso de que me suceda algo. Porque tú tienes a mi hijo
–¿Tú, conmigo? ¡Desde luego! –sonrió dolorosamente la mujer–. Quieres decir que el niño es tu segunda encarnación, como en el caso de Buda. Pensé en ello cuando lo alimentaba con el pecho. Lo tenía en brazos, un niño que no existía hace tres días, y me decía que eras tú en tu nueva encarnación. ¿Has pensado en esto, ahora?
–Lo he pensado. Aunque no exactamente así. No puedo compararme con Buda.
–Puedes no compararte. No eres Buda, eres mi dragón. Yo te comparo con un dragón –murmuró cariñosamente Dogulang–. Bordo dragones en las banderas. Nadie lo sabe, pero siempre eres tú. Eres tú en todas mis banderas. A veces lo veo en sueños, estoy bordando en sueños un dragón que cobra vida, y por favor no te rías, lo abrazo en sueños, nos juntamos y volamos, el dragón me lleva y yo vuelo con él, y en el momento más dulce resulta que eres tú. Tú estás conmigo en sueños, ora como dragón, ora como hombre. Y al despertar, no sé qué creer. Ya sabes, Erdene, te lo dije antes, eres mi dragón de fuego. No bromeaba. Así ha sido. Te bordo a ti en las banderas, tu reencarnación en dragón. Y he aquí que ahora he parido del dragón.
–Sea como a ti te gusta. Pero escucha lo que voy a decirte, Dogulang –el hizo una pausa y luego dijo–: Ahora que ya tenemos un hijo debemos pensar lo que hay que hacer. Y de eso vamos a hablar ahora. Antes quiero decirte una cosa, para que lo sepas, aunque bien lo sabes, pero de todos modos te lo diré: siempre te he echado de menos y siempre siento nostalgia de ti. Y el temor más terrible no es perder la cabeza en combate sino perder esa nostalgia, verme privado de ella. Cuando parto con las tropas para algún lugar, pienso continuamente cómo separar de mí esa nostalgia, para que no perezca conmigo y se quede contigo. No puedo encontrar solución alguna, pero ansío que mi nostalgia se convierta en pájaro, o quizá en un animal, en algo vivo que pueda poner en tus manos diciendo: anda, toma, es mi nostalgia, que se quede para siempre contigo. Y entonces no me daría miedo perecer. Ahora comprendo que mi hijo ha nacido de mi nostalgia por ti. Y ahora siempre estará contigo.
–Pero aún no le hemos puesto un nombre. ¿Has pensado un nombre para él? –preguntó la mujer.
–Sí –respondió el –. Si estás de acuerdo le pondremos un buen nombre: ¡Kunán!
–¡Kunán!
–Sí.
–Por qué no, está muy bien. ¡Kunán! Joven Corcel. –Sí, corcel de tres años. En la plenitud de fuerzas. Crines como la tempestad, y cascos como el plomo.
Dogulang se inclinó sobre el bebé:
–Escucha, ¡tu padre va a decirte tu nombre!
Y el Erdene dijo:
Tu nombre es Kunán. ¿Me oyes, hijo? Kunán. En verdad que es así.
Hicieron una pausa cediendo involuntariamente a la solemnidad del momento. La noche era silenciosa. En el rebaño de caballos vecino únicamente ladraba un perro sin ira, y llegaba de la lejanía un prolongado relincho, quizá un caballo recordaba en mitad de la noche su tierra de la montaña, los rápidos ríos, la espesa hierba, la luz del sol sobre los lomos de los caballos... El niño que había adquirido un nombre dormía pacíficamente, y el destino de su niñez dormía también a su lado, de momento. Pronto debería volver a la realidad.
He pensado no sólo en el nombre de nuestro hijo –rompió el silencio el Erdene, y alisándose los bigotes con la palma de su fuerte mano dijo con un suspiro–: He pensado también en otra cosa, Dogulang. Como comprenderás, el niño y tú no podéis quedaros aquí. Hay que marcharse cuanto antes.
–¿Marcharnos?
–Sí, Dogulang, marcharnos, y cuanto antes mejor.
–Yo también lo he pensado, pero, ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo? ¿Qué será de ti?
–Ahora te lo diré. Nos marcharemos juntos.
–¿Juntos? ¡Eso es imposible, Erdene!
–Sólo juntos. ¿Podría ser de otra manera?
–¡Piensa lo que estás diciendo, eres un del turnenderecho!
–Ya lo he pensado, lo he pensado muy bien.
–¿Pero a qué lugar huirás para escapar de las manos del kan? ¡No existe tal lugar en el mundo! ¡Vuelve a la realidad, Erdene!
–Ya lo he pensado todo. Escúchame con más tranquilidad. Al principio, cuando era permitido, cuando aún estábamos en populosas ciudades con mercados y vagabundos, no nos ocultamos. No en vano, Dogulang, te decía aquellos días: vistámonos con harapos de extranjeros, unámonos a los peregrinos y vámonos a vagar por el mundo.
–¿Por qué mundo, Erdene? –exclamó con amargura la bordadora–. ¿Dónde encontraremos una tierra en la que podamos vivir a nuestro aire? Más fácil es huir de Dios que del kan. Por eso no nos decidimos, ya lo comprendes. Además, qué guerrero de este ejército habría podido decidir semejante cosa. Y así nos quedamos con nuestro secreto, entre el terror y el amor: tú no podías abandonar el ejército, te habría costado la cabeza, y yo no podía abandonarte a ti, me habría costado la felicidad. Y ahora ya no estamos solos. Tenemos un hijo.
Callaron penosamente en medio de la inquietud que se apoderaba de ellos. Y entonces el dijo:
–A veces, la gente huye del deshonor y de la deshonra, del castigo por una traición: huye con tal de salvarse. Nosotros deberemos huir porque el destino nos ha mandado un hijo, pero deberemos pagar el mismo precio. No cabe esperar compasión. El kan nunca se ha hecho para atrás en el cumplimiento de sus órdenes. Hay que huir antes de que sea demasiado tarde, Dogulang. No muevas la cabeza. No hay otra salida. La felicidad y la desgracia crecen de una misma raíz. Tuvimos felicidad, no temamos ahora la desgracia. Hay que huir.
–Te comprendo, Erdene –dijo suavemente la mujer–. Tienes razón, naturalmente. Pero pienso qué será mejor, si morir o continuar viviendo. No hablo por mí. Soy tan feliz contigo que me digo: si es preciso moriré, aunque no me atrevo a matar lo que me ha llegado de ti. No sé si soy tonta o lista, pero no se me levantaría la mano...
–No te atormentes, no es preciso, no debes atormentarte de esta manera: ¡Vivir o no vivir! No quisimos sacrificar lo que aún no había nacido. Ahora ha nacido. Ahora hay que vivir para él. Huir y vivir. Ambos deseábamos un hijo.
–No me refiero a mí. Sino a otra cosa. ¿Puedes decirme una cosa? Si me ejecutan, ¿dejarán que viváis tú y tu hijo?
–No debes hablar así. No me humilles, Dogulang. ¿Se trata acaso de eso? Más vale que me digas cómo te sientes. ¿Podrás ponerte en camino? Viajarás en el carro con Altun, ella irá contigo, está dispuesta. Yo iré a caballo a tu lado para, en caso necesario, impedir...
–Como digas –respondió brevemente la bordadora–. ¡Con tal de estar contigo! De estar a tu lado...
Ambos callaron con las cabezas inclinadas sobre la cuna. –Escucha –empezó Dogulang–, se dice que el ejército pronto llegará a orillas del Zhaík [24]. Altun se lo oyó decir a los hombres.
Puede que dentro de dos días, ya no queda tanto. Y a las tierras bajas llegaremos mañana. Empezarán los bosques, los arbustos y matorrales, y allí estará el Zhaík.
–¿Es un río grande, profundo?
–El más grande en nuestro camino hacia el Itil.
–¿Y profundo?
–No puede cruzarlo a nado cualquier caballo, especialmente en las corrientes, pero en los brazos no es tan profundo.
–¿O sea que es un río profundo de corriente mansa?
–Tranquilo, como un espejo, pero hay lugares más rápidos. Ya sabes que mi infancia discurrió en las estepas del Zhaík, de allí procedemos. Y nuestras canciones proceden todas del Zhaík. Las noches de luna cantábamos nuestras canciones.
–Lo recuerdo –corroboró pensativa la bordadora–. En cierta ocasión me cantaste una que hasta el presente no he podido olvidar, era la canción de una muchacha a la que separaban de su amado y se ahogaba en el Zhaík.
–Es una canción antiquísima.