Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 35 стр.


–Tengo una ilusión, Erdene, quiero hacer un bordado en tela de seda blanca: el agua ya se ha cerrado sobre la muchacha, sólo hay suaves olas, y alrededor, la vegetación, los pájaros, las mariposas, pero la muchacha ya no está, no pudo soportar su pena. Así, el que vea este bordado escuchará la melancólica canción de este triste río.

–Dentro de una jornada verás el río. Escúchame con atención, Dogulang. Mañana por la noche debes estar preparada. Cuando yo aparezca con el caballo de reserva, tú deberás salir inmediatamente con la cuna, sea la hora que sea. No podemos demorarnos. Ahora no podemos. Te llevaría esta misma noche donde fuera. Pero a nuestro alrededor todo es estepa abierta, no hay donde esconderse, donde ocultarse, todo está como en la palma de la mano, y las noches son de luna. Un carro por la estepa no huirá muy lejos si le persiguen a caballo. Pero más allá, en el Zhaík, empiezan los lugares con vegetación, allí todo será de otra manera...

Estuvieron conversando largo tiempo, callándose a veces y poniéndose otras a discutir lo que les aguardaba en la antesala del destino desconocido que se avecinaba, hoy un destino para tres, con el niño que había nacido. Y el pequeño no se hizo esperar, al poco rato se removió gimiendo en la cuna y se echó a llorar piando con el lloriqueo de un cachorro. Dogulang lo tomó rápidamente en brazos. Turbada por la falta de costumbre, se dio a medias la vuelta y se aplicó el niño al pecho, tan familiar para el , innumerables veces besado por él con arrebatado impulso, un pecho liso y blanco que comparaba en su fuero interno con la redondeada espalda de un pato acurrucado. Ahora, todo aparecía bajo la nueva luz de la maternidad. Y al le brillaba la mirada de sorpresa y entusiasmo mientras movía en silencio la cabeza pensando que después de haber sufrido tanto en los últimos días ahora se había realizado lo que debía realizarse en el plazo medido por la naturaleza: él era padre, Dogulang madre, tenían un hijo y la madre amamantaba a su hijo... Así estaba dispuesto desde el principio. La hierba nace de la hierba, y ésta es la voluntad de la naturaleza, las criaturas nacen de las criaturas, y ésta es también la voluntad de la naturaleza, y sólo el capricho del hombre puede obstaculizar lo natural...

El bebé chupaba el pecho a chupetones, el bebé se hartó, mimado por el pecho-pato.

–¡Qué cosquilleo! –rió alegremente Dogulang–. Mira qué vivaracho resulta. Se ha pegado al pecho y no hay quien lo arranque –iba diciendo como para justificar su risa feliz–. Verdaderamente, se te parece mucho nuestro Kunán. ¡Nuestro pequeño dragón, hijo del dragón grande! Mira, ha abierto los ojos. Mira, mira, Erdene, son tus ojos, y la nariz es la misma, y los labios exactamente...

–Se parece, naturalmente, se parece mucho –aceptó de buen grado el –. Reconozco en él a alguien, vaya si lo reconozco.

–¿Cómo que a alguien? –se asombró Dogulang.

–¡A mí, naturalmente, a mí!

–Anda, tómalo, cógelo en tus brazos. Coge esta bolita viva. Tan liviana. Como si sostuvieras una liebrecita.

El tomó al niño tímidamente. La fuerza y el peso de sus propios brazos eran superfluos en aquel momento, impropios, y no sabiendo qué hacer, cómo colocar las palmas de las manos alrededor del cuerpecito indefenso del niño, lo estrechó cuidadosamente, o más exactamente, lo acercó a su corazón. Al buscar un punto de comparación con aquella sensación de ternura hasta entonces desconocida, sonrió feliz por haberla descubierto en aquel instante y dijo emocionado:

–Sabes, Dogulang, no es una liebrecita lo que tengo en brazos sino mi corazón.

El pequeñuelo no tardó en dormirse. Había llegado también la hora de que el volviera a su puesto en el ejército.

Avanzada la noche, al salir de la yurta de su amada, el Erdene miró la luna, que había adquirido una brillante fuerza lumínica sobre el otoñal Sary-Ozeki, y experimentó una soledad total. No tenía ganas de irse, deseaba volver de nuevo con Dogulang, con su hijo. Los misteriosos e intensos sonidos de la noche esteparia sin fondo cautivaban al . Descubría algo incomprensible y maligno en el destino que le arrastraba a participar en los actos del Gran Kan, y a ir con él de campaña a occidente, a su servicio. Se habían arriesgado a un gran peligro: en cualquier momento, el castigo inevitable por el nacimiento del niño podía destruirlos. Es decir, lo que les ligaba al Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales era algo antinatural, incompatible con su vida a partir de hoy, algo que hacía que se excluyeran mutuamente, y la conclusión a sacar era una: huir, conquistar la libertad, salvar la vida del niño...

Un poco más allá se encontró con la sirvienta Altun que durante todo ese tiempo había cuidado de su caballo, lo había alimentado con el grano que había en el saco de campaña.

¿Qué, ya has visto a tu hijo? –dijo animadamente Altun. –Sí, Altun, gracias.

¿Le has puesto un nombre?

–¡Su nombre es Kunán!

Es un buen nombre. Kunán.

Sí. Que el Cielo te escuche. Y ahora, Altun, voy a decirte lo que debo decir ya sin demora. Eres como una hermana para mí, Altun. Y para Dogulang y su hijo eres una buena madre enviada por el destino. De no haber sido por ti no habríamos podido estar juntos durante la campaña, habríamos sufrido con la separación. Y quién sabe, puede que Dogulang y yo no hubiéramos vuelto a vernos nunca más. Pues el que va a laguerra, guerra encuentra por partida doble... Y te estoy agradecido.

–Lo comprendo –dijo Altun–. Comprendo estas cosas. ¡La verdad, Erdene, te has metido en un asunto tan inaudito! –Altun torció la cabeza. Y añadió–: Gracias a Dios, todo ha salido bien. Lo que comprendo –prosiguió– es que hoy eres un de este gran ejército, pero mañana puedes ser un noion, con honor, para toda la vida. Y entonces tú y yo no hablaríamos de lo que estamos hablando. Tú eres un y yo una esclava. Y con esto queda dicho todo. Pero escogiste otro camino, el que tu alma te dictó. La ayuda que puedo prestar es sujetarte el caballo. Me colocaron aquí para servir a tu Dogulang, ya sabes, para que la ayudara en el trabajo. Yo le soy adicta con toda el alma, pues ella, así lo pienso, es hija del dios de la belleza. ¡Sí, sí! ¡Es guapa, cómo no! Pero no me refiero a esto. Sino a otra cosa. Las manos de Dogulang tienen una fuerza mágica, ovillos de hilo y pedazos de tela puede tenerlos cualquiera, pero lo que borda Dogulang nadie puede imitarlo. Lo sé por mí misma. Sus dragones corren por las banderas como si estuvieran vivos. Sus estrellas arden en la tela como en el cielo. Te lo digo, es una maestra de Dios. Y yo estaré con ella. Y si pensáis huir, iré con vosotros. En la fuga no podría arreglárselas sola, ya ves, acaba de parir.

–De esto quería hablarte, Altun. Mañana, cerca de la medianoche, hay que estar preparados. Huiremos. Tú, en un carro con Dogulang y el niño, y yo al lado, a caballo, llevando de la brida otro caballo de reserva. Huiremos a las tierras bajas del Zhaík. Lo principal es que al amanecer podamos escondernos lo más lejos posible, y que por la mañana los perseguidores no puedan encontrar el rastro. Y entonces huiremos...

Guardaron silencio. Antes de subirse a la silla, el Erdene inclinó la cabeza y besó la seca palma de la mano de la sirvienta Altun, comprendiendo que la misma providencia les había enviado, a Dogulang y a él, aquella pequeña mujer que, capturada años ha en tierras chinas, al final había envejecido de sirvienta en los carros de Gengis Kan. Quién era para él, a fin de cuentas: una casual compañera de viaje en el remolino de la campaña de Occidente de Gengis Kan. Sí, pero en esencia sería el único apoyo seguro de los amantes en una época fatal para ellos. El comprendía que sólo podía confiar en ella, en la sirvienta Altun, y en nadie más de este mundo, ¡en nadie más! Entre decenas de miles de hombres armados que iban a una gran campaña, que se lanzaban al combate con gritos terroríficos, sólo ella, la vieja sirvienta del carro, podía ponerse de su parte. Sólo ella y nadie más. Y así sucedió después.

De regreso a esta hora avanzada, montado en su Akzhuldús, el fue pasando junto a las tropas que dormían en vivaques y campamentos de carros mientras pensaba en el futuro que le aguardaba y rezaba a Dios pidiéndole ayuda por amor al recién nacido, un ser inocentísimo, pues cada recién nacido es un mensaje de las intenciones de Dios. Según esta intención, un día habrá uno que se presente ante los hombres como el propio Dios con figura humana, y todos verán cómo debe ser un hombre. Pero Dios es el Cielo, incomprensible e inabarcable. Y el Cielo sabe qué destino marcar, quién debe nacer y quién debe vivir.

El Erdene intentaba examinar el espacio estrellado desde la silla, intentaba conjurar mentalmente al Cielo, intentaba oír en su alma la respuesta del destino. Pero el Cielo guardaba silencio. La luna reinaba solitaria en el cenit derramándose invisible en forma de torrente de luz violácea sobre la estepa de Sary-Ozeki, abrazada por el sueño y el misterio de la noche...

Por la mañana, tronaron de nuevo los dobulbasycon sordo fragor ordenando a los hombres que se levantaran, que se armaran, que montaran, y que arrojaran el bagaje al carro; y de nuevo el ejército estepario de Gengis Kan avanzó hacia occidente empujado y animado por el indomable poder del kan.

Era el decimoséptimo día de marcha. Quedaba atrás una amplísima parte del desierto de Sary-Ozeki, la parte más difícil de atravesar, y por delante aparecería dentro de un día o dos la tierra baja del Zhaík; después, el camino conduciría al gran Itil, cuyas aguas separaban la esfera terrestre en dos mitades, occidente y oriente.

Todo seguía como antes. Delante marchaban los abanderados caracoleando sobre negros caballos. Tras ellos iba Gengis Kan acompañado por los kesegulosy por su séquito. Bajo la silla, el paso acompasado de su predilecto Juba, el caballo amblador de blancas crines y cola negra. Y, alegrándole secretamente la vista, alimentando el orgullo del kan ya de por sí difícil de disimular, flotaba como siempre sobre su cabeza su inseparable compañera: la nube blanca. Donde iba él, iba ella. Y por la tierra, llenando el espacio de borde a borde, avanzaba la multitud humana hacia occidente, las columnas, los carros, el ejército de Gengis Kan. Flotaba un rumor en el aire que era como el rumor del mar tempestuoso en la lejanía. Y toda esta muchedumbre, toda esta avalancha de hombres, carros, armas, equipo y ganado, eran la encarnación del poder y de la fuerza de Gengis Kan, todo procedía de él, sus proyectos eran la fuente de todo. Y en aquel momento, montado en la silla, pensaba en lo mismo, en algo que raro mortal se atrevería a pensar: en el ansiado dominio mundial, en un solo Estado universal por los siglos de los siglos, en un Estado que le sería dado gobernar incluso después de su muerte. ¿Cómo? Gracias a sus mandamientos, previamente grabados en unas tablas. Y mientras existieran rocas con sus mandamientos grabados, indicando cómo hay que gobernar el mundo, existiría en el mundo su voluntad. He aquí en qué pensaba el kan en esta hora de camino, y la cautivadora idea de las inscripciones en las piedras como medio para conseguir la inmortalidad ya no le dejaba en paz. Decidió ocuparse de ello aquel invierno en las orillas del Itil. A la espera de cruzar el río, reuniría el consejo de sabios, doctores y adivinos, y les comunicaría sus valiosos pensamientos sobre el Estado eterno, les comunicaría sus mandamientos y éstos serían tallados en las rocas. Sus palabras derribarían el mundo, y todo el universo caería a sus plantas. Para ello iba de campaña, y todo lo existente sobre la tierra debía servir a este objetivo; todo cuanto lo contrariara, todo cuanto no facilitara el éxito de la campaña, debía ser apartado del camino y extirpado.

Y de nuevo empezaron a componerse los versos:

Cual diamantina culminación de mi Estado Instauraré una luminosa luna en el cielo... ¡Sí!Y las hormigas del sendero no podrán evitar Los férreos cascos de mi ejército... ¡Sí!

Las alforjas de la Historia

De la grupa sudorosa de mi corcel

Descargarán mis agradecidos descendientes Comprendiendo las excelencias del poder... ¡Sí!

Y precisamente aquel día informaron a Gengis Kan que una de las mujeres de los carros había dado a luz pese a la severísima prohibición del kan. Había parido a un niño no se sabía de quién. Se lo comunicó el jeptegul Arasán. El jeptegul, de rojas mejillas y ojos inquietos, omnisciente e incansable, también esta vez había sido el primero en traer la noticia. «Mi deber es informarte de cómo son las cosas, Gran Señor, puesto que a este respecto hay un aviso de tu parte», terminó su denuncia con voz ronca (la grasa lo ahogaba) el jeptegul Arasán, cabalgando estribo con estribo al lado del kan para que se oyeran mejor sus palabras bajo el viento.

Gengis Kan no prestó atención de momento, ni respondió inmediatamente al jeptegul. Concentrado en sus pensamientos sobre las queridas tablas, tardó un poco en dejarse dominar por el disgusto que se iba apoderando de él, y durante largo rato no quiso confesarse que no esperaba que semejante noticia le impresionara tanto. Gengis Kan callaba, agraviado; en su disgusto, aceleró la marcha del caballo, y los faldones de su ligera pelliza de marta cebellina volaron hacia los lados cual alas de un pájaro asustado. Y el jeptegulArasán, que corría afanoso a su lado, se encontró en una difícil situación, no sabía qué hacer, ora tiraba de las riendas para no enfurecer en demasía al kan con su presencia, ora iba estribo con estribo para estar en disposición de entender sus palabras, si éstas se pronunciaban; no comprendía ni podía interpretar los motivos del largo silencio del caudillo. Qué le costaba pronunciar tan sólo una palabra: castigadla, e inmediatamente estrangularían a aquella mujer y a su aborto allí mismo, en los carros, ya que había osado dar a luz a despecho de la altísima prohibición. Ahorcarían a la insolente arrastrándola sobre un fieltro como ejemplo para los demás. Y asunto terminado.

De pronto, el kan lanzó unas palabras por encima del hombro, y lo hizo de tal modo que el jeptegulhasta se incorporó sobre la silla:

–¿Cómo es que antes de que esta perra de los carros pariera nadie observó que tuviera la panza gruesa?

El jeptegulArasán aventuró lo que había podido suceder, pero sus palabras eran incoherentes y el kan le cortó autoritariamente:

–¡Cállate!

Al cabo de cierto rato, preguntó irritado:

–Si ésta que ha parido en los carros no está casada con nadie, quién es: ¿una cocinera, una fogonera, una vaquera?

Y quedó sorprendido en extremo al saber que la parturienta era una bordadora de banderas, pues nunca le había pasado por la cabeza que alguien se ocupara de ello, que alguien cortara y bordara los estandartes de oro; del mismo modo que no pensaba que alguien le cosiera las botas o le montara la yurta de turno bajo cuya cúpula discurría su vida. Antes no pensaba en semejantes minucias. ¿Y cómo si no? ¿Acaso las banderas no existían por sí mismas, a su lado y al de su ejército, surgiendo por todas partes cual hogueras encendidas antes de que él apareciera, en los campamentos, en la caballería en marcha, en los combates y en los festines? También ahora estaban a la vista: delante caracoleaban los abanderados iluminando su camino. Él iba de campaña a Occidente para plantar allí sus estandartes después de entregar al pisoteo los estandartes de los demás. Así sería... Nadie ni nada se atrevería a cruzarse en su camino, y toda desobediencia, incluso la más mínima, de los que iban con él a la conquista del mundo, no se cortaría de otra manera que con la pena de muerte. El castigo para conseguir la sumisión: ésta era el arma invariable del poder de uno sobre muchos.

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