Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 37 стр.


Como en sueños, las manos del Erdene, instantáneamente entumecidas y heladas, tentaron la brida en la cabeza del caballo de reserva, se la sacaron sin sentir su propio esfuerzo y la arrojaron a las patas del animal. La brida tintineó sordamente. Erdene sentía su propia respiración, una respiración contenida, pues respirar era cada vez más fatigoso. Pero todavía encontró las fuerzas necesarias para dar un palmetazo a la cerviz del caballo. Aquel animal ahora no servía para nada, ahora era libre, no había ninguna necesidad de él, y el caballo corrió al trote, a su aire, hacia el rebaño nocturno más cercano. Por su parte, el Erdene vagó sin objeto por la estepa, sin saber dónde iba ni por qué. Le seguía de las riendas su Akzhuldúsde estrellada frente, su fiel e inseparable corcel de combate. Con él había luchado el sótnik Erdene, pero con él, al fin, no había conseguido escapar ni apartar de un mal destino el carro con la mujer amada y el niño recién nacido.

Erdene caminaba al azar, como un ciego; sus ojos rebosaban de lágrimas que se deslizaban por la húmeda barba, y la luz lunar, que caía a chorros uniformes, se movía convulsivamente sobre sus curvados y temblorosos hombros... Vagaba como una fiera salvaje solitaria expulsada de la bandada y dejada a su albedrío en medio del mundo: si eres capaz de vivir, vive, si no, muere. Y ninguna otra alternativa... ¿Qué podía hacer ahora? ¿Dónde meterse? No le quedaba otra solución que morir, matarse de una cuchillada en el pecho, en este corazón que le dolía insoportablemente, y así calmar y cortar aquel ardiente dolor, o bien desaparecer, evadirse, huir, perderse en alguna parte para siempre...

El sótnik cayó al suelo y se arrastró sobre el vientre llorando sordamente, desollándose las uñas y las palmas de las manos contra las piedras, pero la tierra no se abría. Luego se puso de rodillas y tentó el cuchillo en su cinto...

La estepa estaba silenciosa, desierta y estrellada. Sólo el fiel caballo Akzhuldús estaba a su lado iluminado por la luna, resoplando a la espera de una orden de su amo...

Aquella mañana, antes de emprender la marcha, los tambores, reunidos previamente en un altozano, dieron el toque de reunión del ejército. Y una vez dada la señal, los dobulbasyya no callaron, sacudiendo los alrededores con un tronar de alarma, con un tronar creciente y agotador. Los tambores de piel de buey retumbaban, se enfurecían como fieras salvajes entrampadas, llamando al castigo de la mala mujer, de la bordadora de banderas –pocos sabían que su nombre fuera Dogulang– que había dado a luz a un niño durante la campaña.

Y bajo el tronar mágico de los tambores se formaron las cohortes a caballo, con todas sus armas, como en una revista, describiendo un semicírculo al pie de la colina, escuadrón tras escuadrón, y en los flancos se colocaron los carros con la impedimenta, y sobre ella toda la gente de los servicios auxiliares, toda suerte de artesanos de la campaña, montadores de yurtas, armeros, guarnicioneros, costureras, hombres y mujeres, todos jóvenes, todos en la época de la fertilidad. Para ellos se montaba el castigo público, para aterrorizarlos y aleccionarlos. ¡Todo aquel que ose infringir las órdenes del kan será privado de la vida!

Los dobulbasycontinuaban redoblando en la colina, helando la sangre en las venas, provocando en las almas el embotamiento del terror, y con ello también la aceptación, e incluso la aprobación, de lo que iba a pasar por voluntad de Gengis Kan.

Y he aquí que bajo el tronar incesante de los dobulbasytransportaron a la colina un palanquín de oro donde estaba el propio kan, el que ordenaba el castigo de la peligrosa desobediente, de la que ni siquiera había confesado el nombre de aquel de quien había parido. Despositaron el palanquín en la parda colina, en medio de las banderas que se bañaban en los primeros rayos del sol y ondeaban al viento con dragones escupiendo fuego bordados en seda. El símbolo del kan era un dragón dando un poderoso salto, pero nadie sospechaba que la bordadora, al dar vida al bordado, no tenía presente al kan sino a otro. A otro que era un dragón impetuoso e intrépido en sus brazos. Y a nadie de los presentes se le ocurrió que era esto lo que ahora pagaba con su cabeza.

El momento se acercaba. Los tambores disminuían poco a poco sus redobles para callar completamente en el instante del castigo, caldeándolo con el tenso silencio de la terrible espera, cuando el tiempo se dilata, se disgrega e inmoviliza, y para luego tronar furiosa y ensordecedoramente de nuevo, acompañando el proceso de cortar la vida con un salvaje retumbar que cautive y provoque en la embriagada conciencia de cada espectador el éxtasis de una venganza ciega, y la alegría maligna y secreta que siente al ver que el castigo de la horca no se le aplica a él sino a otro.

Los tambores se apaciguaron. Todos los reunidos estaban tensos, incluso los caballos se habían quedado inmóviles bajo los jinetes. Pétreamente tenso era también el rostro de Gengis Kan. Sus labios, fuertemente apretados, y la mirada fría y nunca parpadeante de sus estrechos ojos, tenían algo de viperino.

Los tambores dejaron de sonar cuando sacaron a la bordadora de banderas Dogulang de unayurta cercana al lugar del suplicio. Unos fornidos zhasaulosla agarraron por los brazos y la arrastraron a un carro enganchado a un par de caballos. Dogulang iba de pie en el carro, un joven y sombrío zhasaulopermanecía a su lado y la sostenía por detrás.

La gente de la formación empezó a zumbar, especialmente las mujeres: ¡Allí estaba la bordadora! ¡La puta! ¡La esposa de nadie! ¡Por su juventud y su belleza habría podido ser la segunda o tercera mujer de algún noion! Y si hubiera sido algún vejestorio, todavía mejor. No habría sabido qué son penas. ¡Pero no, se lió con un amante y parió, la desvergonzada! ¡Como si le hubiera escupido en la cara al mismo kan! Pues que lo pagara. ¡Que la colgaran de la giba de un camello! ¡Terminó tu juego, maja! La condena implacable de la voz popular era una continuación del iracundo tronar de los dobulbasy, para eso retumbaban los tambores de piel de buey, tan insistentes y ensordecedores, para pasmar, para despertar el odio contra lo que odiaba el propio kan.

–¡Ahí está la sirvienta con el niño! ¡Mirad! –gritaban con gozo maligno las mujeres de los carros. Efectivamente, era la sirvienta Altun. Llevaba al recién nacido envuelto en unos harapos. Acompañada de un zhasaulode mala catadura, acurrucada, mirando temerosa a su alrededor, Altun se dirigió al carro como confirmando con su carga la criminalidad de la bordadora, condenada a muerte.

Así las condujeron, era el aterrador espectáculo que precedía al suplicio. Dogulang comprendía que ahora ya no podía haber ninguna salida: ningún perdón, ninguna gracia.

En la yurta, de donde la habían sacado a rastras hacia el deshonor, había tenido tiempo de amamantar al bebé por última vez. Sin comprender nada, la desgraciada criatura chupaba con tesón sumido en un ligero sueño letárgico bajo el ruido de los tambores que iba calmándose de un modo insinuante. La sirvienta Altun estaba a su lado. Conteniendo el llanto, evitando los sollozos sonoros, se tapaba una y otra vez la boca con la palma de la mano. En aquellos momentos consiguieron intercambiar algunas palabras.

–¿Dónde está él? –murmuró suavemente Dogulang pasándose apresuradamente el niño de un pecho a otro, aunque comprendía que Altun no podía saber lo que ella misma no sabía.

–No lo sé –respondió ésta sumida en lágrimas–. Creo que lejos.

–¡Ojalá! ¡Ojalá! –suplicó Dogulang.

La sirvienta asintió amargamente con la cabeza. Ambas pensaban lo mismo: ojalá consiguiera el sótnik Erdene esconderse, huir al galope lo más lejos posible, desaparecer de la vista.

En la yurta oyeron pasos, voces:

–¡Venga, sacadlas! ¡Arrastradlas!

La bordadora estrechó por última vez al niño, inspiró tristemente su olor dulzón y lo entregó a la sirvienta con manos temblorosas:

–Cuida de él mientras viva...

–¡No pienses en esto! –una bola de lágrimas atragantó a Altun, que ya no pudo contenerse más. Se echó a llorar con fuerza y desesperación.

Entonces, los zhasaulosla arrastraron hacia el exterior.

El sol ya se había levantado en la estepa y colgaba sobre el horizonte. Sary-Ozeki extendía sus grandes llanuras esteparias por todas partes, más allá de las tropas y carros congregados, prestos para la marcha después de la ejecución de la bordadora. En una de las colinas brillaba el dorado palanquín del kan. Al salir de la yurta, Dogulang consiguió ver por el rabillo del ojo este palanquín en el que se sentaba el propio kan, inaccesible como Dios, y alrededor del palanquín ondeaban al viento de la estepa las banderas que bordara con sus manos, las banderas con dragones que escupían fuego.

Gengis Kan, sentado solemnemente bajo un baldaquín, lo divisaba todo perfectamente desde la colina: la estepa, el ejército, la gente de los carros. En las alturas, como siempre, flotaba sobre su cabeza la fiel nube blanca. Aquella mañana, la ejecución de la bordadora retrasaba la marcha. Pero era preciso hacer una cosa para proseguir la otra. La ejecución que iba a tener lugar no era la primera ni la última ejecución que presenciaba: los más diversos casos de desobediencia se castigaban por aquel procedimiento, y el kan se convencía cada vez más de que la ejecución pública era necesaria para someter al pueblo a un solo orden de cosas establecido por un personaje supremo, pues tanto el temor como la alegría ruin de que la muerte violenta no le alcanzara a él obligaba a los guerreros a considerar el terrible suplicio como la medida de castigo debida, y por lo tanto no sólo a justificar sino también a aprobar las acciones de la autoridad.

Y esta vez, también, cuando sacaron a la bordadora de la yurta y la obligaron a subir al carro para el deshonroso recorrido, la gente se puso a zumbar y a rebullir como un enjambre. Pero en la cara de Gengis Kan no tembló un solo músculo. Estaba sentado bajo el baldaquín, rodeado de ondeantes banderas y de kesegulos, firmes junto a las astas como ídolos de piedra. El castigo anunciado se calculaba precisamente para esto: todo el mundo sabría que el mínimo obstáculo en el camino de la gran campaña de occidente era intolerable. En su fuero interno, el kan comprendía que habría podido no aplicar un castigo tan cruel a una mujer joven, a una madre, que habría podido perdonarla, pero no veía razón alguna para hacerlo: toda magnanimidad acaba siempre mal, el poder se debilita, los hombres se insolentan. Sí, no se arrepentía de nada, de lo único que estaba descontento era de no haber podido descubrir quién había sido el amante de la bordadora.

Mientras, la condenada a la horca recorría la formación de las tropas y los carros con la ropa desgarrada en el pecho y los cabellos en desorden: los negros y espesos mechones, que centelleaban al sol matutino con brillo de carbón, ocultaban su cara pálida y exangüe. Dogulang, sin embargo, no inclinaba la cabeza, miraba a su alrededor con una mirada ausente y afligida: ya no tenía que esconder nada a los demás. ¡Sí, aquí estaba la mujer que había amado a un hombre más que a su propia vida, aquí estaba su prohibido hijo, nacido de este amor!

Pero la gente deseaba saber, y gritaba:

–Eh, yegua, ¿dónde está tu garañón? ¿Quién es?

Y autoexcitándose y encarnizándose bajo un subconsciente complejo de culpabilidad, la muchedumbre gritaba para librarse cuanto antes de este ruin pecado:

–¡Colgad a esta perra! ¡Colgadla inmediatamente! ¿A qué esperáis?

Los organizadores de la ejecución contaban seguramente con el furor de la multitud para quebrar el ánimo de la bordadora.

Del séquito del kan se separó un jinete, uno de los noiones, un gallardo guerrero de voz penetrante, dispuesto por el kan para este menester. Galopó hacia la fúnebre comitiva: el carro con la bordadora condenada y la sirvienta que iba a su lado con el niño en brazos.

A ver, alto –les detuvo, y dirigiéndose a las filas de jinetes gritó con voz fuerte–: ¡Escuchad todos! ¡Esta desvergonzada criatura debe confesar de quién parió al niño! ¡Con quién se lió! Dime, ¿se encuentra entre estos hombres el padre de tu hijo?

Dogulang respondió que no. Un vivo rumor recorrió las filas.

El carro avanzaba de escuadrón en escuadrón, y los sótnik se gritaban unos a otros:

¡Entre los míos no está! ¿No estará en tu escuadrón ese listillo?

Al mismo tiempo, el de la voz penetrante exigía una y otra vez a la bordadora que le indicara quién era el padre del recién nacido.

Y de nuevo se detenía el carro ante un pelotón de jinetes, y de nuevo la pregunta:

Señala, puta, al hombre de quien pariste.

En una de las formaciones se encontraba el sótnik Erdene sobre su estrellado corcel Akzhuldús al frente de un pelotón. Las miradas de Dogulang y de Erdene se encontraron. En medio del alboroto y el revuelo nadie prestó atención ni advirtió con qué dificultad separaban los ojos uno de otro, ni cómo temblaba Dogulang al apartar de su frente los desparramados cabellos, ni cómo se encendía instantáneamente su rostro para apagarse acto seguido. Sólo el propio Erdene pudo imaginarse lo que le costaba a Dogulang este instantáneo encuentro de sus ojos, qué alegría y qué dolor representaba para ella este momento. A la pregunta del noion de la voz penetrante, Dogulang, vuelta a la realidad, se dominó y respondió de nuevo con firmeza:

–¡No, aquí no está el padre de mi hijo!

Y, de nuevo, nadie prestó atención al sótnik Erdene, que dejó caer la cabeza, pero que al instante, con un esfuerzo de voluntad, se obligó a adoptar un aspecto imperturbable.

Los verdugos estaban preparados. Tres hombres vistiendo negras hopalandas con las mangas remangadas llevaron al centro de la colina a un dromedario tan enorme que un jinete montado en su silla sólo llegaba con la cabeza a la mitad del vientre del animal. A falta de bosque, en los espacios esteparios los nómadas recurrían de antiguo a este procedimiento de ejecución: colgaban a los condenados del espacio situado entre las dos gibas del dromedario, a pares en una misma cuerda, o bien con un contrapeso que solía ser un saco de arena. Este contrapeso estaba ya preparado para la bordadora Dogulang.

Con gritos y palos, los verdugos obligaron al dromedario, que bramaba irritado, a bajarse y a tenderse recogiendo bajo el cuerpo las largas y huesudas patas. La horca estaba preparada.

Назад Дальше