Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 36 стр.


Pero en el caso de la bordadora, la culpable no era sólo ella sino también alguien más, alguien que indiscutiblemente se encontraba en los carros o en el ejército... ¿Pero quién?

A partir de aquel momento, Gengis Kan se puso sombrío, lo que se notaba por su rostro petrificado, por la mirada dura de sus ojos de lince que nunca parpadeaban, y por su postura rígida en la silla, contra el viento. Pero ninguno de los que se atrevían a acercarse a él por asuntos inaplazables sabía que el kan se había puesto sombrío no tanto por haberse descubierto el provocativo acto de desobediencia de una bordadora y de su desconocido amante cuanto porque este caso le recordaba otra historia muy diferente que había dejado en su alma una huella vergonzosa, imborrable y amarga.

Y de nuevo, ensangrentándole y quemándole el alma, vino el recuerdo de algo vivido en su juventud, cuando todavía llevaba su antiguo nombre de Temuchin, cuando aún nadie podía suponer que él, el huérfano y abandonado Temuchin llegaría a ser el Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales, cuando ni él mismo pensaba en nada semejante. En aquella época de su lejana juventud vivió la tragedia y el deshonor. Su joven esposa Borte, prometida a él por los padres desde la infancia, fue raptada en su luna de miel durante una incursión de la tribu vecina de los merkitos, y cuando consiguió recuperarla en una incursión de represalia habían pasado no pocos días, muchos días y noches, tantos que carecía de fuerzas para contarlos con exactitud, incluso hoy día, cuando iba al frente de un ejército de muchos miles de hombres a la conquista de Occidente, a consolidar su nombre y hacerlo inexpugnable por los siglos en el trono del dominio mundial, para borrarlo y... olvidarlo todo.

En aquella lejana noche, cuando los pérfidos merkitoshuían en desorden después de tres días de sangrientos combates, cuando abandonaban rebaños y campamentos corriendo bajo un empuje terrible e implacable para salvar sus miserables vidas de las represalias, cuando se había cumplido el juramento de venganza, que decía:

... La más antigua bandera, visible desde lejos, Rocié antes con la sangre de las víctimas,Y golpeé mi tambor, de ronco tronar,

Recubierto con piel de buey.

Me subí a mi veloz corcel de negra crin

Me puse mi acolchada coraza

Mi terrible sable en mi mano tomé.

Lucharé hasta la muerte con los merkitos...

Exterminaré al pueblomerkito,

Hasta el niño más pequeño,

Hasta que su tierra quede desierta...

Cuando el terrible juramento se cumplió por completo en una noche de gritos y lamentos, un carro cubierto se alejaba entre los fugitivos, presos por el pánico. «¡Borte! ¡Borte! ¿Dónde estás? ¡Borte!», gritaba Temuchin llamándola desesperado, yendo de un lado para otro sin encontrarla en ninguna parte, y cuando finalmente alcanzó el carro cubierto y sus hombres mataron en marcha al conductor, entonces Borte respondió a la llamada: «¡Estoy aquí! ¡Soy Borte!», y saltó del carro mientras él se deslizaba del caballo al suelo, y ambos se precipitaron uno al encuentro del otro y se abrazaron en la oscuridad. Y en aquel instante, cuando la joven esposa se encontró entre sus brazos sana y salva, él sintió, cual inesperado ataque al corazón, un olor desconocido y ajeno, seguramente el de unos bigotes fuertemente ahumados, el olor que había dejado el contacto de alguien con el cuello tibio y liso de la mujer, y se quedó inmóvil mordiéndose los labios hasta hacerse sangre. Y a su alrededor seguía el combate, la lucha, el castigo de unos por los otros...

A partir de aquel momento ya no volvió a intervenir en la lucha. Instaló a la esposa liberada en un carro, y volvió atrás intentando dominarse para no delatar al instante lo que le estaba quemando por dentro. Y sufrió, luego, toda la vida. Comprendía que si su esposa había estado en brazos de sus enemigos no había sido por su voluntad. Y sin embargo, ¿a qué precio había conseguido escapar al sufrimiento? Verdaderamente, no había caído un solo cabello de su cabeza. A juzgar por todo, Borte no había sido una mártir en su cautiverio, no podía decirse que su aspecto fuera el de una víctima. No, y además no hubo entre ellos una explicación sincera sobre este tema.

Cuando los pocos merkitosque consiguieron emigrar a otros países después de la derrota, o alcanzar lugares de difícil acceso, ya no representaban el más mínimo peligro, cuando se hicieron

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pastores y criados, cuando se convirtieron en esclavos, nadie pudo comprender la implacable crueldad de la venganza de Temuchin, que en aquella época se había convertido ya en Gengis Kan. Como resultado, todos los merkitosque no pudieron huir fueron ejecutados. Y ninguno de ellos pudo ya decir que había tenido alguna relación con su Borte en la época en que ésta se encontraba cautiva de los merkitos.

Más tarde, Gengis Kan tuvo otras tres esposas, pero nada pudo curar el dolor de este primer y cruel golpe del destino. Y así vivía el kan, con este dolor. Con esta herida sangrante en el alma, con esta herida que nadie conocía. Y cuando Borte dio a luz a su primogénito, a su hijo Zhuchi, Gengis Kan sacó escrupulosamente la cuenta y resultó que podía ser de una manera o de otra, el niño podía ser suyo o no serlo. Alguien, que permaneció en el anonimato, había atentado descaradamente contra su honor, le había robado la tranquilidad para toda la vida.

Y aunque el desconocido, el que había motivado el parto en campaña de la bordadora de banderas, no tenía relación alguna con el kan, la sangre del soberano se puso en ebullición.

A veces, un hombre necesita muy poco para que el mundo se derrumbe para él en un abrir y cerrar de ojos, se tuerza y ya no sea el que había tan sólo un momento antes: congruente y aceptable en conjunto... Éste era el cambio que había tenido lugar en el alma del Gran Kan. A su alrededor, todo era lo mismo que antes de la noticia. Sí, delante caracoleaban los abanderados con sus caballos negros y con los estandartes de dragones ondeando al viento; bajo su silla caminaba como siempre su Juba, el caballo amblador; el séquito le seguía respetuosamente, a su lado y a su espalda, en magníficos corceles; la fiel escolta –los escuadrones de los «semi-jefes» – se mantenía a su alrededor; la fuerza demoledora de los turnende su ejército, y los miles de carros que constituían su apoyo, avanzaban por la estepa, por todo el espacio que podía abarcar la vista. Y sobre la cabeza, sobre todo este torrente humano, navegaba por el cielo la fiel nube blanca, la misma que desde los primeros días de la campaña atestiguaba la protección del Cielo Supremo.

Al parecer, todo era como antes, y sin embargo algo de este mundo se había desplazado, había cambiado, provocando en el kan una tempestad gradualmente creciente. ¡Alguien no había escuchado su voluntad, alguien había osado colocar los desenfrenados apetitos carnales por encima de su gran objetivo, alguien había contrariado intencionadamente sus órdenes! Uno de sus jinetes había preferido una mujer en la cama que servir irreprochablemente, que someterse incuestionablemente al kan. Y una insignificante mujer, una bordadora –¿habría otra que supiera bordar y pudiera sustituirla?– había decidido parir despreciando su prohibición, y eso cuando las demás mujeres de los carros habían cerrado sus vientres a la fecundación hasta que él se lo permitiera.

Tales pensamientos iban creciendo sordamente como la hierba silvestre, como el bosque natural, ensombreciendo de ira la luz de sus ojos, y aunque el kan comprendía que el caso era insignificante, que convenía no otorgarle una importancia especial, otra voz, autoritaria, poderosa, insistía, con mayor encarnizamiento cada vez, exigiendo un severo castigo, la ejecución de los desobedientes delante de todo el ejército, y ahogaba y arrinconaba cada vez más a otros pensamientos.

El incansable caballo amblador, Juba, del que el kan no había desmontado aquel día, parecía sentir incluso un peso complementario que crecía continuamente, y el infatigable amblador, que siempre corría uniformemente como una flecha, se cubrió de sudorosa espuma, cosa que antes no le ocurría.

Gengis Kan continuó su camino en silencio, con aire amenazador. Y aunque al parecer nada alteraba la campaña, nadie impedía el avance del ejército de la estepa hacia occidente ni la realización de sus grandes proyectos de conquistar el mundo, algo, sin embargo, había sucedido: una piedrecita imperceptible y diminuta se había desprendido de la firme montaña de sus órdenes. Y esto no lo dejaba tranquilo. Pensaba en ello durante el camino, y este pensamiento le molestaba como una púa bajo la uña, de modo que pensando siempre en lo mismo, cada vez se irritaba más con sus acompañantes. ¿Cómo se habían atrevido a no informarle hasta ahora, cuando la mujer ya había dado a luz? ¿Dónde estaban antes, dónde tenían los ojos? ¿Tan difícil era descubrir a una embarazada? Entonces, el caso habría sido distinto, la habrían expulsado a palos como a una perra libidinosa. Pero ahora, ¿qué hacer? Cuando le informaron de lo sucedido, interrogó bruscamente al noion responsable de los carros, a quien había llamado para que le diera explicaciones, y le preguntó cómo había podido suceder que todo pasara inadvertido antes de que la bordadora pariera y de que sus hombres fieles oyeran el llanto del recién nacido. ¿Cómo había podido suceder semejante cosa? A lo que el noion, poco convincente, respondió que la bordadora de banderas, de nombre Dogulang, vivía en unayurta aparte, siempre aislada, no se relacionaba con nadie excusándose en sus ocupaciones, tenía su propio carro y su propia criada, y que cuando alguien iba a verla por algún asunto, aparecía envuelta en un revoltijo de ropa, habitualmente la seda de las banderas que bordaba. La gente pensaba que lo hacía sencillamente por elegancia, porque le gustaba emperifollarse. Por ello resultaba difícil distinguir que estaba embarazada. Se desconocía quién fuera el padre del recién nacido. Todavía no habían interrogado a la bordadora. La criada repetía que no sabía nada. Era como buscar viento en el campo...

Gengis Kan pensaba con disgusto que esta historia era indigna de su noble atención, pero la prohibición de dar a luz la había establecido él, y además, todos los jefes del ejército, temiendo por su cabeza, se habían apresurado a informar de lo sucedido al jefe supremo, de modo que él, el kan, se encontraba prisionero de su propia y noble palabra. Retractarse de la orden dada, no podía. El castigo era inevitable...

Cerca de la medianoche, el Erdene dijo que iba a ver a su jefe, y puso como excusa unos encargos urgentes, pero esto no era más que un pretexto para salir del campamento, para huir aquella misma noche con su amada. No sabía que el kan estaba al corriente de todo, no sabía que no conseguiría huir con Dogulang y el niño.

Llevando el caballo de reserva de la brida como se lleva un perro de caza con el lazo, el Erdene rodeó felizmente el campamento y se acercó al carro junto al que habitualmente se instalaba layurta de Dogulang; le pedía a Dios una sola cosa: no tropezar de pronto con la patrulla móvil del noion. La patrulla del noion era la más quisquillosa y cruel. Cuando advertía que algún guerrero estaba borracho, que había bebido vodka lácteo, no tenía compasión de él, lo enganchaba a un carro en lugar de caballo, y el conductor lo arreaba con el látigo...

Al abandonar su escuadrón y darse a la fuga, Erdene sabía que si lo capturaban le amenazaba el máximo castigo: ahogarlo con fieltro o darle muerte en la horca. Sólo podía haber otra salida si conseguía escapar, huir a tierras lejanas, a otros países.

Reinaba esta vez en la estepa una noche de luna. Los campamentos y los rebaños se extendían por todas partes, y por todas partes dormían los guerreros, amontonados junto a las hogueras medio consumidas. Entre tal cantidad de hombres y de carros, a pocos podía interesar dónde se dirigiera. Con esto contaba el Erdene, y habría conseguido huir con Dogulang y su hijo de no ser por el destino...

Apenas se acercó al campamento de los talleres, comprendió que había ocurrido una desgracia. El saltó de la silla y se quedó inmóvil a la sombra de los caballos, sujetándolos fuertemente por la brida. ¡Sí, había ocurrido una desgracia! Una gran hoguera ardía junto a la del extremo iluminando los alrededores con inquietantes llamaradas. Una decena de zhasauloscharlaban inquietos en voz alta alrededor de la hoguera montados en sus caballos. Los que habían descabalgado, unos tres hombres, enganchaban un carro, el mismo con el que se disponía a huir aquella noche en compañía de Dogulang. Luego Erdene vio que los zhasaulossacaban de layurta a Dogulang con el niño en brazos. La mujer apareció a la luz de la hoguera con su pelliza de marta estrechando al pequeño contra su cuerpo, pálida, indefensa, asustada. Los zhasaulosla interrogaban. Llegaban sus exclamaciones: «¡Responde! ¡Te digo que respondas! ¡Puta, ramera!». Luego llegó el lamento de Altun, la sirvienta. Sí, era su voz, sin ningún género de dudas era la suya. Altun gritaba: «¿Cómo voy a saberlo? ¿Cómo voy a saber de quién lo ha parido? ¡No ha ocurrido ahora, en la estepa! ¿Por qué me pegáis? Ha dado a luz a un niño hace poco, bien lo veis. ¿Y no podéis comprender que todo esto, como muy bien se ve, sucedió hace nueve meses? ¡Cómo voy a saber cuándo y con quién estuvo! ¿Por qué me pegáis? ¡Y por qué le metéis miedo a ella, la habéis asustado de muerte, no veis que lleva un recién nacido! ¿No os ha servido, no ha bordado las banderas de combate que lleváis de campaña? ¿Por qué la estáis matando, por qué?».

Pobre Altun, era como una hierbecita bajo el casco de un caballo, qué podía ella hacer si el propio Erdene no se atrevía a intervenir, y además, ¿qué habría podido hacer contra una decena de zhasaulosarmados? ¿Morir, quizá, llevándose por delante a uno o dos? ¿Pero de qué habría servido? Así vencían siempre los zhasaulos, atacando todos a una. ¡No esperaban otra cosa que atacar en grupo para atormentar, para derramar sangre!

El Erdene vio que los zhasaulosmetían a Dogulang y al niño en un carro, arrojaban dentro a la sirvienta Altun y se las llevaban a algún lugar bajo la noche.

Con esto, todo se calmó, se hizo el silencio en derredor, el campamento quedó desierto. Sólo se oían los ladridos de los perros en alguna parte, el relincho de los caballos y unas voces imprecisas en los lugares de descanso.

La hoguera se iba consumiendo junto a la yurta de la bordadora Dogulang. Tragando la vanidad y los tormentos de la lucha humana, las silenciosas estrellas miraban con su brillo indiferente e impasible aquel espacio abierto como si lo sucedido fuera lo que debía suceder...

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