Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 39 стр.


Tan inesperadamente había desaparecido la nube blanca que invariablemente le acompañaba. Aquel día no volvió a aparecer, ni a la mañana siguiente ni a los diez días. La nube había abandonado al kan.

Al llegar al Itil, Gengis Kan comprendió que el Cielo le había vuelto la espalda. No siguió adelante. Envió a sus hijos y a sus nietos a la conquista de Europa, y él se volvió a Ordos para morir allí y ser enterrado no se sabe dónde...

En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

A mediados de febrero de 1953, entre los trenes de pasajeros que atravesaban la estepa de Sary-Ozeki de oriente a occidente pasó uno con un vagón especial complementario a la cabeza del convoy. Este vagón sin número, enganchado inmediatamente después del de equipajes, no se diferenciaba de los demás por su aspecto externo, pero sólo por su aspecto externo. Una parte del vagón especial era el departamento de correos, y la otra mitad, separada a cal y canto del bloque postal, servía de celda –incomunicada, ferroviaria y judicial– para aquellos individuos que suscitaban el interés especial de los órganos de seguridad del Estado. Esta vez, el individuo en cuestión –gracias al sumario imaginado por Tansykbáyev, juez superior de uno de los distritos operativos de la seguridad del Estado– resultaba ser Abutalip Kuttybáyev. Era él a quien llevaban en el departamento-celda en compañía del propio Tansykbáyev y de una fuerte escolta. Lo llevaban para unos careos en otras ciudades.

Tansykbáyev se mostraba incansable en la consecución del objetivo propuesto: los interrogatorios continuaban durante el camino. Su tarea consistía en descubrir paso a paso la red subversiva creada por los servicios especiales enemigos utilizando a quienes habían huido del cautiverio alemán en circunstancias sospechosas, habían estado en Yugoslavia y habían entrado allí en contacto no sólo con los futuros revisionistas yugoslavos sino también con el espionaje inglés. Era indispensable descubrir a los enemigos de la Unión Soviética, a los que habían reclutado y escondido hasta el momento oportuno, y sólo podía hacerse mediante incansables interrogatorios, confrontación de declaraciones, pruebas directas e indirectas, y sobre todo mediante el triunfo rey de la investigación: la confesión completa de los acusados y el arrepentimiento de sus actos.

La primera fase ya se había llevado a cabo: en el curso de los interrogatorios, Abutalip Kuttybáyev había recordado cerca de una decena de nombres de prisioneros de guerra que habían luchado en Yugoslavia; al comprobarlo, resultó que la mayoría de ellos vivían sanos y salvos en diferentes puntos del país. Aquellos hombres habían sido arrestados, y a su vez, habían dado otros muchos nombres durante los interrogatorios, completando considerablemente la lista de los traidores yugoslavos. En una palabra, el sumario se recubría de carne viva y llegaba a una fase muy seria con la bendición de las autoridades superiores. Éstas eran de la opinión que la profiláctica de descubrir elementos enemigos nunca es perjudicial. Sobre el fondo del conflicto internacional que había estallado con el Partido Comunista Yugoslavo, de la traición de Tito y del anatema ideológico del propio Stalin, en caso de obtener un éxito, éste podía resultar muy provechoso y prometía una «gran cosecha» no sólo al iniciador del proceso, a Tansykbáyev, sino también a muchos de sus colegas de otras ciudades que habían puesto de manifiesto un celo extraordinario, todos por el mismo motivo: deseaban aprovechar la situación para promocionarse. De ahí la coordinación de las actuaciones. En todo caso, en capitales de distrito como Chkálov (antes Orenburg), Kuíbyshev o Sarátov, donde debían llevar a Abutalip Kuttybáyev para careos e interrogatorios cruzados, la llegada de Tansykbáyev era esperada con impaciencia.

Tansykbáyev no perdía el tiempo, le gustaba poner ritmo y energía en el trabajo. No le pasó por alto cómo había influido sobre el acusado abandonar el lugar de reclusión, con qué dolor y tristeza contemplaba a través de las rejas los poblados cercanos a las estaciones que pasaban ante la ventanilla. Tansykbáyev comprendió lo que ocurría en el alma de Kuttybáyev, y en lo posible intentó convencerle, empleando un tono confidencial, de que él, el juez, no le deseaba mal alguno, pues suponía que la culpa del propio Kuttybáyev no era tan grande como eso, que estaba claro, naturalmente, que el espía no era él, Abutalip Kuttybáyev, ni tampoco el jefe de la red de espionaje que los servicios especiales reservaban para el caso de una situación de emergencia en el país, y que si Kuttybáyev ayudaba a los investigadores a descubrir al espía-jefe, y sobre todo a desenmascararlo férreamente en un careo, podría aliviar su suerte. Y no poco. Sin darse cuenta, en cinco o siete años volvería a la familia y a los niños. En cualquier caso, si colaboraba en el curso objetivo de la investigación, evitaría la medida extrema de castigo –el fusilamiento–, y por el contrario, cuanto más quisiera obstinarse, enmarañar el asunto, ocultar la verdad a los órganos de represión, tanto peor para él, tanto mayor sería la desgracia que causara a su familia. Podría suceder que del juicio a puerta cerrada saliera incluso la horca...

Otra carta de triunfo en manos de Tansykbáyev consistía en lo que había sugerido al acusado: si colaboraba, sus notas sobre las leyendas de Sary-Ozeki –especialmente «La leyenda del mankurt» y «El castigo de Sary-Ozeki»– no serían incluidas en el sumario; por el contrario, si Abutalip no colaboraba, Tansykbáyev propondría al tribunal que considerara los textos escritos por él como una velada propaganda de la antigüedad nacionalista. «La leyenda del mankurt» era una llamada al renacimiento de la inútil y olvidada lengua de los antepasados, y una resistencia a la asimilación de la nación, mientras que «El castigo de Sary-Ozeki» era la condena de un poder fuerte, la subversión de la primacía de los intereses del Estado sobre los intereses de la personalidad, la compasión por el podrido individualismo burgués, la condena de la línea general de la colectivización, es decir, de la sumisión del colectivo a un objetivo común, y esto quedaba a un paso de la percepción negativa del socialismo. Como se sabe, cualquier infracción de los principios e intereses socialistas se castigaba severamente... No en vano se castigaba con diez años de campo de concentración a quienes, sin permiso, recogían una espiga del campo colectivo. ¡No hablemos ya del que recogiera «espigas» ideológicas! A éste, la sentencia del tribunal podía aplicar condenas complementarias a tenor de un artículo complementario. Para mayor persuasión, Tansykbáyev leyó en voz alta, varias veces, sus precisas consideraciones sobre los textos de Sary-Ozeki, que no por casualidad habían sido –como subrayaba cada vez– la primera señal para el arresto de Kuttybáyev y la apertura del sumario.

Hacía dos días que el tren estaba en marcha. Y cuanto más se acercaba a Sary-Ozeki más grande era la inquietud de Abutalip al contemplar los espacios en movimiento por la ventanilla enrejada. En las horas libres de interrogatorio, después de los duros aleccionamientos y las furiosas amenazas, podía quedarse a solas consigo mismo encerrado en su departamento-celda recubierto de plancha de hierro. Aquello también era una cárcel, como el semisótano de Alma-Atá, aquí la ventanilla también estaba enrejada y no menos sólidamente que allí, aquí el ojo duro del celador también observaba por la mirilla, mas pese a todo había el movimiento del camino, el lugar cambiaba, y finalmente, aquí estaba libre de la cruel luz del techo que le cegaba todo el día, y sobre todo, aquí acariciaba una esperanza que le hería el alma incesantemente, ora encendiéndose ora apagándose: la esperanza de ver aunque fuera un instante a su mujer y a sus hijos en el apartadero de Boranly-Buránny. En realidad, en todo este tiempo no había podido enviarles una sola carta, una sola noticia, y de ellos no había recibido una sola línea.

Estas esperanzas e inquietudes llenaban el alma de Abutalip desde que le llevaron, en coche celular cerrado, a la estación de salidas de Alma-Atá y le metieron en el vagón especial, en un departamento bajo vigilancia. Apenas comprendió, por el curso del movimiento, que el tren iba en dirección a Sary-Ozeki, su alma empezó a gemir y a lamentarse con nueva fuerza: si pudiera ver, aunque fuera por el rabillo del ojo, aunque fuera por un instante, a los niños, a Zaripa. Le daba igual lo que pasara después con tal de poder ver, observar, de pasada...

Los añoraba hasta tal punto que no podía pensar en ninguna otra cosa, sólo rezaba a Dios que el tren pasara por Boranly-Buránny de día, que no fuera de noche, que no fuera en la oscuridad, y que el tren cruzara el apartadero necesariamente cuando Zaripa y los niños estuvieran a la vista y no entre las paredes de la barraca.

Esto era todo lo que le pedía al destino. Era poco, y era mucho. Pero, pensándolo bien, qué le costaba realmente al azar disponerlo así y no de otra manera, por qué los niños y Zaripa no habían de encontrarse en aquel momento al aire libre; los niños podrían jugar a sus juegos, Zaripa podría colgar la ropa de una cuerda y volver la cabeza en mitad de su trabajo para ver el tren que pasaba, mientras que los niños podrían quedarse inmóviles en su sitio mirando las luces de los vagones que pasaban fugazmente. Y podía ocurrir algo que sucedía raramente, pero que sucedía: ¡El tren se detenía en el apartadero algunos minutos! Y en este punto, el alma de Abutalip se deshacía en pedazos: deseaba que aquella felicidad se convirtiera de pronto en realidad, pero mejor que no, no podría soportar la terrible prueba, se moriría, y además le daban lástima los niños: qué sentirían al ver a su padre tras la ventana enrejada, cómo se echarían a llorar... No, no, era mejor no verse...

Y para fortalecerse, para convencer y conjurar al destino a ser benévolo, para que se cumplieran aquellas cosas que deseaba, empezaba una y otra vez a calcular y a contar –orientándose por algunas señales ferroviarias y por las estaciones del camino– las diferentes variantes del avance del tren: era importante establecer en qué parte del día pasarían por el apartadero Boranly-Buránny de Sary-Ozeki. Sin embargo, las dudas y las inquietudes no le abandonaban ni siquiera cuando los cálculos eran favorables, pues el tren podía demorarse, salirse del horario, retrasarse, lo que a menudo sucedía en invierno durante las grandes nevadas. Lo más desagradable sería que el tren atravesara el apartadero de noche, cuando Zaripa y los niños durmieran sin sospechar que su padre pasaba por su lado a unas decenas de metros de la casa. Esta probabilidad no se podía excluir, y Abutalip sufría aún más al reconocer su total indefensión, su completa dependencia del azar.

Abutalip temía también, y rogaba a Dios que le librara de esta desgracia, que el juez Tansykbáyev, de ojos de halcón, le llamara al interrogatorio de turno precisamente en el momento en que atravesaran el apartadero de Boranly-Buránny.

Cuántos obstáculos y peligros se oponían del modo más maligno al deseo de un hombre que sólo anhelaba ver fugazmente a sus seres queridos: era el precio de la privación de libertad, y solamente una cosa le alegraba y le infundía la esperanza de que tendría suerte: la ventanilla de la celda estaba a la derecha en el sentido de la marcha, precisamente del lado en que se alzaba la barraca ferroviaria del apartadero de Boranly-Buránny.

Todos estos pensamientos, temores y dudas arrastraban a Abutalip hacia un remolino de sufrimientos y le distraían de su propio destino; ahora estaba completamente inmerso en una tensa espera, ya no pensaba en sí mismo, ya no deseaba comprender la razón de lo que estaba sucediendo, ya no se daba cuenta de la amenaza que representaban las monstruosas acusaciones presentadas contra él, levantadas contra él por el juez Tansykbáyev, que exigía confesiones sistemáticamente, que iba consiguiendo fanática y cínicamente el objetivo propuesto: descubrir la red de espionaje enemigo que se había fabricado él mismo pero que decía que existía en reserva desde los años de la guerra, descubrirla para liquidarla y defender así la seguridad del Estado.

Ni Dios ni Satán fiscalizaban la labor de Tansykbáyev, y éste todo lo calculaba y determinaba como Dios y Satán, sólo faltaba actuar. Con este fin, trasladaba a Abutalip Kuttybáyev en el departamento celular para enfrentarlo a unos careos y poner los últimos puntos sobre las «íes».

Por su parte, Abutalip sólo rogaba a Dios una cosa: que nada le impidiera ver por la ventanilla del vagón, aunque sólo fuera un instante, a sus hijos Ermek y Daúl, que pudiera ver a Zaripa por última vez, para siempre. No le pedía ya más a la vida. ¡Comprendía, en secreto, amargamente, que así estaba escrito desde que naciera! Que éste sería el último instante de felicidad, que no volvería más a la familia, pues aquello de que lo inculpaba Tansykbáyev –ante el que se encontraba absolutamente indefenso y sin derecho alguno, y por lo tanto igualmente indefenso y sin derechos ante el todopoderoso régimen– no podía amenazar más que con la muerte en un campo de concentración; sería más tarde o más temprano, pero sería la muerte. Abutalip llegó a una conclusión inevitable: era una víctima condenada en manos de Tansykbáyev. A su vez, Tansykbáyev no era más que un pequeño tornillo de aquel absurdo sistema represivo en continuo perfeccionamiento, de un sistema destinado a luchar incesantemente contra los enemigos que intentaban detener el movimiento mundial del socialismo impidiendo el triunfo del comunismo en la tierra.

Cuando esta formulación mágica se aplicaba a cualquiera en forma de acusación, ya no había camino de regreso. Sólo podía enjugarse con algún castigo: el fusilamiento, la privación de libertad por veinte años, por quince, por diez. Otra salida no estaba prevista. En semejantes casos, nadie esperaba otra salida. Tanto la víctima como el represor comprendían igualmente que, una vez en vigor la formulación mágica, no sólo quedaba justificado el represor sino más aún, quedaba obligado a recurrir a cualquier medio para extirpar a los enemigos; el represa-liado, por su parte, era entregado como víctima propiciatoria al sangriento Moloch que aniquilaba todo pensamiento discordante, y quedaba obligado a reconocer que su perdición era una congruente necesidad.

Y así había sido. El tren se deslizaba por la estepa de SaryOzeki, las ruedas giraban, Tansykbáyev y su acusado iban en el mismo vagón para hacer en común –cada uno a su manera–todo lo necesario en bien de la causa trabajadora: desenmascarar una vez más a los enemigos ideológicos ocultos, sin lo cual el socialismo sería impensable, se desharía por sí mismo, se agotaría en la conciencia de las masas. Por ello era indispensable luchar continuamente contra alguien, desenmascarar a alguien, liquidar a alguien...

Y el tren seguía en marcha. Abutalip no podía cambiar su destino de ninguna manera, de ningún modo, y había aceptado forzadamente su amarga suerte como un mal inevitable. Ahora aceptaba lo sucedido tan sumisa y desesperanzadamente como dolorosa y desesperadamente se resistiera al principio. Cada vez estaba más convencido de que aunque se le concediera nacer de nuevo tampoco dejaría de tropezar con la fuerza impersonal e inhumana que estaba detrás de Tansykbáyev. Esta fuerza era mucho más terrible que la guerra y mucho más terrible que el cautiverio, pues era un mal que no tenía plazo, un mal que duraba, quizá, desde la creación del mundo. Posiblemente, Abutalip Kuttybáyev, modesto maestro de escuela, era uno de aquellos individuos del género humano que pagan la prolongada languidez ociosa del diablo en los espacios del universo a la espera de que, en medio de todas las criaturas terrestres, aparezca un hombre que se alíe inmediatamente con él en el culto al triunfo del mal, de día en día y de siglo en siglo. Sí, sólo el hombre puede ser tan celoso portador del mal. Para Abutalip, Tansykbáyev era, en este sentido, el primigenio portador demoníaco. Por ello viajaban en un mismo tren, en un mismo departamento especial, por un mismo asunto extremadamente importante.

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