Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 40 стр.


Cuando, en diferentes estaciones, los colegas locales de Tansykbáyev venían a saludarle y le traían –quién por amistad, quién por norma del servicio– toda clase de comida y bebida para el viaje, Abutalip incluso se alegraba: así le quedaba menos tiempo para martirizarle con interrogatorios. Que se regalara durante el viaje. En la estación de Kyzyl-Ordá, los colegas dispensaron a Tansykbáyev una acogida especialmente alegre: trajeron al vagón un plato humeante cubierto con una toalla blanca. Los guardias, que también tomaban parte en el convite, iban y venían por el pasillo, tras la puerta: « yasi kabirga! –dijo uno de ellos a media voz, satisfecho–. ¡Qué aroma! En la ciudad no hay nada semejante. ¡Es carne de la estepa!».

Por el borde de la ventanilla enrejada, Abutalip vio a Tansykbáyev cuando salía a despedirse al andén con la guerrera echada sobre los hombros. Los hombres formaban círculo, robustos, bien cebados, seleccionados, con gorras de astracán y caras resplandecientes de rojas mejillas, sonrientes, gesticulando animadamente y soltando la carcajada al unísono –posiblemente con motivo de un chiste– mientras sus bocas vertían un ardiente vapor en el aire helado y los tacones crujían, seguramente, sobre la fina capa de nieve. La policía, siempre alerta, no permitía el acceso a aquella parte, a la cabeza del convoy, pero junto al vagón especial estaban ellos, los amigos de Tansykbáyev, solos, contentos, seguros, felices, y a nadie le importaba que cerca de allí, en el departamento celular, languideciera un hombre encarcelado gracias a sus esfuerzos, un hombre que no era un ladrón, ni un violador, ni un asesino, sino por el contrario un hombre honrado y decente que había sufrido la guerra y el cautiverio, y no había profesado otra fe que la del amor a sus hijos y a su esposa, y que veía en este amor el sentido principal de su vida. Pero necesitaban tener encerrado precisamente a ese hombre –que no formaba parte de ningún partido del mundo y que por ello no juraba nada ni confesaba nada– para que el pueblo trabajador pudiera vivir feliz...

Después de Kyzyl-Ordá vinieron los lugares conocidos y queridos. Caía la tarde. Zigzagueando lentamente por los nevados valles brillaba el Syr-Daria, y pronto, ya en la puesta del sol, se divisó en medio de la estepa el mar de Aral. Al principio, el mar daba razón de su existencia con algún recoveco lleno de juncos, con el borde lejano del agua limpia, con alguna islilla, pero pronto Abutalip vio las olas sobre la arena húmeda casi junto al ferrocarril. Era sorprendente ver todo esto en un solo instante: la nieve, la arena, las piedras de la orilla, el mar azul bajo el viento, un rebaño de camellos pardos en una península pedregosa, y todo esto bajo un cielo muy alto con las dispersas manchas blancas de las nubes.

Abutalip recordó que Burani Yediguéi era natural del mar de Aral, que Kazangap recibía paquetes de pescado curado del mar de Aral –que tanto les gustaba– enviado por pescadores conocidos a través de los conductores de los trenes de mercancías, y sintió inquietantes punzadas y dolores en su corazón: no quedaba ya mucho hasta el apartadero de Boranly-Buránny, sólo una noche de viaje; alrededor de. las diez de la mañana, o un poco más tarde, el tren de pasajeros, con el vagón especial en cabeza del convoy, silbaría al pasar velozmente junto a las casitas de Boranly, arañadas por los vientos, junto a los cobertizos y corrales de camellos vallados con punzante ramaje, dejaría tras de sí un camino que huía veloz y desaparecería de la vista. Llegaría y se marcharía. Con tantos trenes como pasaban de oriente a occidente y de occidente a oriente, ¿le sugeriría el corazón a Zaripa que Abutalip pasaba por allí aquella mañana en dirección a occidente, en el departamento celular del vagón especial? ¿Sentirían los niños en su alma algo inexplicable y alarmante que les impulsaría a contemplar, en aquella hora precisa, el tren que pasaba? Oh Creador, ¿por qué la gente ha de vivir tan dura y amargamente? El sol de febrero ya se eclipsaba, se apagaba a lo lejos como una fría franja de púrpura rojiza entre el cielo y la tierra, empezaba a anochecer y a extenderse gradualmente la noche invernal. Se diluían en el crepúsculo las visiones fugaces, se encendían las luces de las estaciones. Y el tren se abría camino serpenteando hacia las profundidades de la noche esteparia...

Abutalip Kuttybáyev estaba inquieto, no podía dormir. Encerrado en el departamento forrado de chapa, se sentía nervioso, iba de un rincón a otro, suspiraba, y una y otra vez pedía ir al retrete sin necesidad, provocando la irritación del vigilante. Éste ya le había avisado varias veces entreabriendo la portezuela del departamento:

portezuela del departamento:

–¿Qué agitación es ésa, detenido? ¡No está permitido! ¡Siéntate pacíficamente!

Pero Abutalip no era capaz de tranquilizarse, y al final suplicó al guardia:

–Oye, centinela, te lo ruego, dame algo para dormir o me moriré. ¡Palabra de honor! ¿De qué os serviré muerto? Dile a tu jefe de qué le voy a servir muerto. ¡De verdad, no puedo dormir!

Por extraño que parezca (el motivo de tal solicitud lo comprendió Abutalip a la mañana siguiente), el vigilante fue al departamento de Tansykbáyev y trajo dos tabletas de somnífero, y sólo entonces, después de tomarlas, Abutalip se aletargó en mitad de la noche, aunque no consiguió conciliar un verdadero sueño. Bajo el monótono golpeteo de las ruedas y el zumbido del viento en el exterior, figurábase en su duermevela que corría delante de la locomotora, que corría hasta no poder más, jadeando roncamente, temeroso de caer bajo las ruedas, mientras el tren volaba tras él a todo vapor. Aquella noche loca corría de tal modo por las traviesas, delante de la locomotora, que no parecía un sueño, tan terrible y verosímil era. Quería beber, tenía la garganta seca. Y la locomotora le perseguía iluminando con los faros ardientes el camino que tenía por delante. Corría entre los raíles mirando tensamente la ventisca que le rodeaba, echando ojeadas a los lados, clamando, llamando lastimeramente: «Zaripa, Daúl, Ermek, ¿dónde estáis? ¡Corred a mí! ¡Soy yo, vuestro padre! ¿Dónde estáis? ¡Responded!». Nadie respondía. Por delante la furia de las oscuras tinieblas; por detrás, le daba alcance la retumbante locomotora, dispuesta a destrozarlo y aplastarlo; y no tenía fuerzas para escapar, para ocultarse de la locomotora que le perseguía, cada vez más cerca, pisándole los talones... Y esto empeoraba su estado: el miedo y la desesperación aherrojaban sus movimientos, las piernas le desobedecían, la respiración se le cortaba...

Por la mañana temprano, Abutalip, pálido y abotagado, estaba ya junto a la ventanilla enrejada contemplando la estepa con la chaqueta acolchada sobre los hombros. Fuera, todo estaba aún frío y oscuro, pero la tierra iba aclarándose gradualmente, la mañana cobraba fuerza.

El día prometía ser nuboso, posiblemente con nieve, aunque en el cielo se veían algunos claros...

Sí, habían llegado ya a las tierras de Sary-Ozeki, nevadas en invierno, cubiertas de montones de nieve, pero que el ojo atento podía reconocer por sus perfiles –colinas, barrancos, poblados, los primeros humos sobre los tejados– conocidos por viajes anteriores. Aquellos techos ajenos, con humo invernal saliendo por las chimeneas, le parecían familiares. Pronto debía llegar la estación de Kumbel, y de allí, en unas tres horas, el apartadero de Boranly-Buránny. Podía decirse que estaba muy cerca; hasta aquí, hasta estos lugares, viajaban Yediguéi y Kazangap en camello cuando era necesario: funerales, bodas... En esta hora temprana, por ejemplo, alguien iba montado en un camello pardo con una gran gorra de pieles, un gran gorro de orejeras de piel de zorra, y Abutalip se pegó a la reja: y si fuera alguno de los suyos... ¿Y si, por alguna razón, Yediguéi se encontrara allí con su Karanar? No le costaría nada recorrer un centenar de kilómetros en su poderoso camello, que corría como deben de correr las jirafas en algún lugar de África...

Sin darse cuenta, Abutalip cedió a las exigencias de su estado de ánimo y empezó a prepararse como si debiera bajar del tren. Se calzó las botas un par de veces, se enrolló incluso las bandas de los pies, recogió las cosas en la mochila. Y se dispuso a esperar. Pero no podía quedarse sentado: consiguió que la escolta le permitiera lavarse en el retrete antes de la hora establecida, y de nuevo, al volver al departamento, no sabía en qué ocuparse.

El tren corría por las estepas de Sary-Ozeki... Abutalip permanecía sentado con las manos juntas, estrechadas entre las rodillas, intentando calmarse. Sólo de vez en cuando se permitía mirar por la ventanilla.

En la estación de Kumbel el tren hizo una parada de siete minutos. Allí todo era familiar. Incluso los trenes de mercancías y de pasajeros que se cruzaban con el suyo en las vías de esta estación, y que luego partían en diferentes direcciones, le parecían queridos y familiares, pues hacía poco que habían pasado por Boranly-Buránny, donde vivían sus hijos y su esposa. Eso bastaba para que amara aun a los objetos inanimados.

Mas he aquí que su tren se puso de nuevo en camino, y mientras iba a lo largo del andén, mientras salía de los límites de la estación, Abutalip tuvo tiempo de contemplar las caras de los habitantes del lugar, que le parecían conocidas. Sí, sí, no había duda que los conocía, que conocía a estos habitantes de Kumbel que acababa de ver, sí, y ellos con toda seguridad conocían a los antiguos habitantes de Boranly, a Kazangap, a Yediguéi y a sus hijos, pues el hijo de Kazangap, Sabitzhán, había sido alumno de la escuela local y ahora estudiaba en el instituto...

Dejando atrás las vías de la estación, el tren iba adquiriendo velocidad y corría cada vez más deprisa. Abutalip recordó el día que estuvo allí con los críos en busca de sandías, el que fue en busca del árbol de Año Nuevo y por otros diversos asuntos...

Casi no tocó la comida que le dieron por la mañana. Pensaba continuamente que faltaba muy poco para llegar al apartadero de Boranly-Buránny, un par de horas y pico, y temía que nevara, que se levantara la ventisca, y entonces Zaripa y los niños estarían en casa, y naturalmente no los vería ni siquiera de lejos...

«Dios mío –pensaba Abutalip–, déjate de nieve por esta vez. Espera un poco. Tiempo tendrás después para ello. ¿Me oyes? ¡Te lo suplico!» Hecho un ovillo, embutiendo las manos juntas entre las rodillas, Abutalip intentaba concentrarse, hacer acopio de paciencia, recluirse en su interior para no obstaculizar su petición, para esperar lo que había pedido al destino: ver por la ventanilla del vagón a su esposa y a sus hijos. Y si ellos pudieran verle... Por la mañana, cuando se lavaba en el retrete con un guardia tras la puerta, se había mirado en el verdoso espejo colocado encima de la pila y había advertido que estaba pálido y amarillo como un difunto, ni en el cautiverio estuvo tan amarillo, y tenía canas, y sus ojos ya no eran los mismos, estaban apagados de dolor, y profundas arrugas rayaban su frente... Y en realidad, no cabía pensar aún en la vejez... Si le vieran sus hijos Daúl y Ermek, o su esposa Zaripa, difícilmente lo reconocerían, se asustarían, quizá. Pero luego con toda seguridad se alegrarían, y le bastaría volver con la familia, encontrar la paz junto a los niños y la esposa, para volver a ser de nuevo como antes...

Mientras pensaba en estas cosas, Abutalip iba mirando por la ventanilla. De nuevo un lugar conocido: unas colinas con una depresión en medio. En otro tiempo había soñado con ir allí con los niños de Boranly, para que se hartaran de correr de colina a colina, como de ola en ola, chillando alegremente.

En aquel momento retumbó con decisión la llave de la puerta del departamento celular, se abrió de par en par, y en el umbral aparecieron dos guardianes.

–¡Ven al interrogatorio! –ordenó el de más autoridad. –¿Cómo al interrogatorio? ¿Para qué? –se le escapó a Abutalip involuntariamente.

Uno de los guardias, perplejo, incluso se acercó a él: no fuera que estuviera enfermo:

–¿Qué significa «para qué»? ¿No lo comprendes? ¡Que vengas al interrogatorio!

Abutalip, desesperado, bajó la cabeza. Se habría precipitado por la ventanilla sin reflexionar, la habría roto como una piedra lanzándose hacia fuera, pero en la ventana había una reja... tuvo que someterse. Era evidente que no vería, pegado a la ventana, lo que tanto ansiaba ver. Abutalip se levantó lentamente como el hombre que lleva una pesada carga y, acompañado por el guardia, fue al departamento de Tansykbáyev como quien va a la horca. Pese a todo, centelleaba fugazmente una última esperanza: había por delante hora y media de camino, quizá el interrogatorio terminara antes. Era la única esperanza que le quedaba. Hasta el departamento de Tansykbáyev no había más que cuatro pasos. Abutalip empleó largo tiempo en recorrer estos cuatro pasos. El otro ya le esperaba.

–Entra, Kuttybáyev, charlaremos, trabajaremos –dijo Tansykbáyev manteniendo la severidad en el rostro y en la voz, aunque, pese a ello, acariciándose satisfecho la cara recién afeitada, frotada con agua de colonia. Y fijó en Abutalip sus ojos penetrantes–. Siéntate. Te permito que te sientes. Será más cómodo para ti y para mí.

Los guardias se quedaron tras la puerta cerrada, dispuestos a presentarse inmediatamente a la primera llamada. Matar a Ojos de Halcón era imposible. Aunque por ninguna parte se veían botellas ni vasos, Ojos de Halcón, como es natural, no desdeñaba beber cuando se presentaba la ocasión. Lo atestiguaba el olor a vodka y a entremeses que reinaba en el departamento.

Por su parte, el tren seguía su marcha como antes, cortando con su movimiento la estepa de Sary-Ozeki, y cada vez quedaba menos camino hasta el apartadero de Boranly-Buránny. Tansykbáyev no tenía prisa, releía sus notas, revolvía sus papeles. Abutalip no podía contenerse, languidecía, y en pocos minutos se encontró desfallecido, tan dura era para él esta llamada al interrogatorio. Y dijo a Tansykbáyev:

–Estoy esperando, ciudadano jefe.

Tansykbáyev levantó asombrado los ojos:

–¿Estás esperando? –preguntó desconcertado–. ¿Qué esperas?

Espero el interrogatorio. Las preguntas...

–¡Ah, conque es eso! –Tansykbáyev alargó las palabras ahogando la sensación de triunfo que se encendía en él–. Bueno, eso no está mal, Kuttybáyev, te diré una cosa: no está nada mal que un acusado, por propia iniciativa, como suele decirse, por propia voluntad, arrepentido, espere el interrogatorio para responder a la encuesta... O sea, que tienes algo que decir, tienes algo que descubrir a los órganos de la investigación. ¿No es así? –Tansykbáyev comprendió que aquel día era conveniente llevar de este modo el interrogatorio, cambiando el tono amenazador por otro de falsa benevolencia–. O sea que ya eres consciente –prosiguió– de cuál es tu culpa, y deseas ayudar a los órganos de la investigación en su lucha contra los enemigos del régimen soviético aun en el caso de que tú mismo hayas sido uno de estos enemigos. Lo importante es que para todos nosotros, tú incluido, el régimen soviético sea ante todo lo más apreciado, más que el padre y la madre, aunque, naturalmente, cada uno lo apreciará a su manera –hizo una pausa, satisfecho, y añadió–: Siempre he pensado que eras un hombre sensato, Kuttybáyev. Siempre he tenido la esperanza de que tú y yo encontraríamos un lenguaje común. ¿Por qué guardas silencio?

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