Éste saltó al suelo y arrojó la pelliza sobre la nieve. Una vez aligerado de ropa –con chaqueta y pantalones acolchados– desenroscó el látigo del mango que tenía en la mano.
–Ten cuidado, Yedik, si llega el caso lo mato –dijo Kospán apuntando con la escopeta.
–No, en ningún caso. No te preocupes por mí. Si te ataca a ti, entonces es otra cosa.
–Muy bien –aceptó Kospán, que continuaba encaramado en la camella.
Y Yediguéi se dirigió al encuentro de su Karanarhaciendo restallar el látigo con chasquidos secos como disparos. Por su parte, Karanar, al ver que se acercaba, enloqueció aún más y avanzó a pequeños pasos, al encuentro de Yediguéi, chillando y echando salpicaduras de saliva. Al mismo tiempo, las hembras se levantaron de donde yacían y también empezaron a dar intranquilas vueltas por allí.
Haciendo restallar el látigo con el que habitualmente arreaba a los camellos del trineo de arrastre que le servía para quitar los obstáculos de nieve, Yediguéi avanzaba llamando desde lejos, con voz fuerte, a Karanar, con la esperanza de que éste reconociera su voz:
–¡Eh, eh, Karanar! ¡No hagas el tonto! ¡Que no lo hagas, te digo! ¡Soy yo! ¿Estás ciego o qué? ¡Te digo que soy yo!
Pero Karanarno reaccionó a su voz, y Yediguéi se horrorizó al ver la mirada iracunda del camello, y cómo corría hacia él con toda su enorme y negra masa y con las temblequeantes gibas sobre su espalda. Y entonces, encasquetándose más firmemente la gorra de piel, Yediguéi agitó su látigo. Éste era largo, de unos siete metros, trenzado con cuero duro embreado. El camello chillaba y se echaba sobre Yediguéi con la intención de agarrarle con los dientes o de derribarle y pisotearle, pero Yediguéi no le permitía acercarse, le soltaba latigazos con toda su fuerza, se escurría, retrocedía y avanzaba, sin dejar de gritarle que volviera a la realidad y le reconociera. Y así estuvieron luchando cada uno a su manera, y cada uno tenía razón desde su punto de vista. Yediguéi estaba impresionado por el indomable e irresponsable impulso del semental hacia la felicidad, y comprendía que le privaba de ella, aunque no tenía otro remedio. Una sola cosa temía Yediguéi: saltarle un ojo a Karanar. Lo demás se le pasaría. La tenacidad de Yediguéi domeñó finalmente la voluntad del animal. Fustigando, gritando y atacando al camello, consiguió acercarse y abalanzarse sobre él cara agarrarle por el labio superior. Y estuvo a punto de arrancarle el labio, de la gran fuerza con que se agarró a él. Acto seguido se las apañó para colocarle un torniquete que llevaba preparado de antemano. Karanarmugió y gimió bajo el insoportable dolor que éste le producía, y en sus dilatados ojos, sin parpadeos, mudos de terror, Yediguéi vio con precisión su propia imagen como en un espejo, y estuvo a punto de dar un salto atrás, temeroso de su propio aspecto. Tan infrahumana era la expresión de su alterado, sudoroso y enardecido rostro, y tan pateada estaba la nieve a su alrededor –todo eso lo vio fugazmente en las enloquecidas pupilas de Karanar– que le vinieron ganas de mandarlo todo al diablo y huir de allí para no atormentar más a una criatura que no tenía ninguna culpa, pero inmediatamente cambió de parecer: le esperaban en Boranly-Buránny y no podía volver sin Karanar, pues a éste lo fusilarían los vecinos de Ak-Moinak. Y se venció a sí mismo. Lanzó un grito de triunfo y empezó a amenazar al camello para obligarlo a tenderse en el suelo. Había que ensillarlo. Burani Karanarcontinuaba resistiéndose, aullaba y rugía, exhalaba sobre su amo el húmedo aliento de su ardiente y rugiente boca, pero el dueño se mantenía irreductible. Obligó al camello a someterse.
–¡Arrójame acá la silla, Kospán, y aleja a estas camellas tras el montículo, que él no las vea! –gritó Yediguéi.
Éste sacó inmediatamente la silla de la camella de montar y corrió a apartar al rebaño de Karanar. En ese momento ya había terminado todo: Yediguéi colocó rápidamente la silla sobre Karanar, y cuando acudió Kospán corriendo y dio a Yediguéi la pelliza que éste había arrojado, Yediguéi se abrigó a toda prisa y se encaramó sin perder un segundo sobre el ensillado y embridado Karanar.
El enfurecido camello aún intentaba volver junto a las alejadas hembras, incluso quería alcanzar a su amo con los dientes echando la cabeza hacia un lado. Pero Yediguéi conocía su trabajo. Y a pesar de los rugidos y de los iracundos resoplidos, de los incesantes e irritados aullidos de Karanar, lo arreó tenazmente por la nevada estepa intentando continuamente hacerlo entrar en razón.
–¡Déjalo ya! ¡Basta! –le decía–. Cállate. De todos modos no vas a volver para atrás. ¡Mala cabeza! ¿Crees que te deseo algún mal? Pues de no ser por mí te habrían matado como a una fiera loca y nociva. ¿Y qué podrías decir? Te has vuelto loco, eso es verdad, ¡y qué verdad! Te has vuelto loco, ¡te conduces como el peor de los botarates! Y si no, ¿a qué viniste aquí? ¿No te bastaba con tus hembras? ¡Pues sabe que cuando lleguemos a casa se han acabado tus vagabundeos por las manadas ajenas! ¡Te encadenaré y no vas a tener un paso de libertad, ya que te pones así!
Burani Yediguéi lo amenazaba más que nada para justificarse ante sus propios ojos. Había arrancado a Karanar, a la fuerza, de sus camellas de Ak-Moinak. Y eso era en general injusto. ¡De haber sido un animal pacífico, no habría habido problema! En efecto, Yediguéi no había tenido reparos en abandonar a su camella en casa de Kospán y éste había prometido llevársela a Boranly-Buránny a la primera ocasión, sin problemas, por las buenas y a satisfacción. Pero con aquel maldito no había más que dificultades.
Al cabo de un rato, Karanarasumió de nuevo tanto el llevar la silla como el estar otra vez bajo el mando de su amo. Chillaba menos, su paso era más uniforme y rápido y pronto recuperó su óptima andadura: corría al trote acortando con las patas las distancias de Sary-Ozeki, como una máquina. Yediguéi se tranquilizó, se arrellanó entre las dos flexibles gibas, se abrochó la pelliza para resguardarse del viento, se ató con más firmeza la gorra de pieles y se puso a esperar con impaciencia la proximidad de las tierras de Boranly-Buránny.
Pero estaba aún bastante lejos de su casa. El día era soportable. Algo ventoso y nublado. No eran de temer ventiscas en las próximas horas, aunque sí podían levantarse por la noche. Burani Yediguéi regresaba contento por haber conseguido cazar y embridar a Karanar, y en especial estaba de buen humor por la velada de la noche anterior en casa de Kospán, por la dombray el canto de Erlepés.
Y Yediguéi volvió involuntariamente, con el pensamiento, a su desdichada vida. ¡Qué desgracia! No sabía cómo hacerlo para que nadie sufriera, para no ocultar más su dolor y decir francamente: «Así son las cosas, Zaripa, te quiero». Y si los hijos de Abutalip no tenían las puertas abiertas con el apellido de su padre, pues entonces que Zaripa lo gestionara y por su parte no había inconveniente en registrar aquellos niños con su apellido, con el de Yediguéi. Le haría muy feliz que su apellido fuera útil a Daúl y a Ermek. Para que no tuvieran ningún obstáculo en la vida. Y que consiguieran éxitos con sus fuerzas y facultades. ¿Había de saberle mal dar el apellido con este fin? Sí, también estas ideas rondaron a Burani Yediguéi por el camino.
El día tocaba a su fin. Por mucho que se hubiera resistido, por mucho que se hubiera enfurecido, el incansable Karanarse había comportado honestamente bajo la silla. Y ya ante ellos se abrían los barrancos de Boranly, las torrenteras con sus montones de nieve, la gran elevación del terreno, y ante la curva del ferrocarril se agrupaba el apartadero de Boranly-Buránny. Los humos se arremolinaban sobre las chimeneas. ¿Qué estarían haciendo sus queridas familias? No se había ausentado más que un día pero sentía tal inquietud como si no hubiera estado allí durante un año. Y los había echado mucho de menos, especialmente a los niños. Al ver la aldea ante sí, Karanaraún aceleró el paso. Caminaba enardecido, sudoroso, separando ampliamente las patas, arrojando por la boca nubes de vapor. Mientras Yediguéi se acercaba a su casa, en el apartadero se cruzaron y separaron dos trenes de mercancías. Uno fue hacia occidente y el otro hacia oriente...
Yediguéi se detuvo en la parte posterior de la casa, en el patio, para encerrar inmediatamente a Karanaren el cercado. Se apeó, agarró una gruesa cadena clavada en tierra con una traviesa y aherrojó con ella una de las patas delanteras del camello. Y lo dejó en paz. «Que se enfríe, después ya le quitaré la silla», decidió en su interior. Sin saber por qué, tenía mucha prisa. Yediguéi enderezó su aterida espalda y sus piernas, y salió del cercado. Saule, su hija mayor, acudió corriendo. Yediguéi la abrazó, moviéndose torpemente con la pelliza, la besó.
–Te vas a helar –le dijo. La niña iba ligera de ropa–. Corre a casa. Vengo en seguida.
–Papá –dijo Saule estrechándose contra su padre–, Daúl y Ermek se han marchado.
–¿Adónde han ido?
–Se han marchado para siempre. Con su mamá. Han subido a un tren y se han marchado.
–¿Que se han marchado? ¿Cuándo se han marchado? –preguntó mirando a los ojos a su hija, todavía sin comprender de qué se trataba.
–Hoy por la mañana.
–¡Qué cosas! –profirió Yediguéi con voz temblorosa–. Anda, corre, corre a casa –dejó a la niña–. Luego vendré. Tú ve, ve en seguida...
Saule desapareció tras la esquina. Yediguéi, sin cerrar la puerta del cercado, vestido como iba, con la pelliza por encima de la chaqueta abotonada, fue rápida y directamente a la barraca de Zaripa. La niña habría podido confundir alguna cosa. Aquello no podía ser. Pero en el porche había muchas pisadas. Yediguéi tiró bruscamente del asa de la entreabierta puerta y al atravesar el umbral vio una habitación abandonada y fría tiempo ha, con desperdicios inútiles rodando por el suelo. ¡Ni los niños ni Zaripa!
–¿Cómo es posible? –murmuró Yediguéi al vacío, no deseando aún comprender del todo lo que había sucedido–. ¿O sea que se han marchado? –dijo sorprendido y afligido, aunque era evidente hasta la saciedad que aquellas personas se habían marchado de allí.
Y se sintió mal, tanto como nunca se sintiera en toda su vida. Estaba de pie en medio de la habitación con la pelliza puesta, junto a la fría estufa, sin comprender qué debía hacer, cómo comportarse, cómo detener en su interior la ofensa y la pérdida que clamaban y pugnaban por salir al exterior. En en alféizar de la ventana estaban las piedrecitas de adivinación que Ermek había olvidado, las mismas cuarenta y una piedras con las que había aprendido a adivinar cuándo su padre, inexistente tiempo ha, regresaría, unas piedras de esperanza y de amor. Yediguéi recogió en su mano las piedrecitas de adivinación, las estrechó en su puño: eso era todo lo que había quedado. Ya no tuvo más fuerzas, se volvió de cara a la pared, pegó su ardiente y amargado rostro a las frías tablas y se echó a llorar ahogada y desconsoladamente. Y mientras sollozaba, las piedrecitas iban cayendo de su mano una tras otra. El intentaba convulsivamente retenerlas en su temblorosa mano, pero ésta no le obedecía, y las piedras resbalaban y caían al suelo con sordo golpe una tras otra, caían y rodaban a los diferentes rincones de la vacía casa...
Luego se volvió, se deslizó por la pared y lentamente se puso en cuclillas y permaneció de esa manera, con la pelliza puesta, con la gorra de pieles encasquetada, apoyándose de espaldas contra la pared, sollozando amargamente. Se sacó del bolsillo la bufandita que la víspera le regalara Zaripa y se enjugó las lágrimas con ella...
Así permaneció en la abandonada barraca intentando comprender qué había sucedido. O sea, que Zaripa se había marchado con los niños aprovechando su ausencia. Es decir, lo quería así o bien temía que él no los dejara partir. Y él no los habría dejado marchar de ninguna manera, por nada del mundo. Terminara como terminase, de haber estado allí no los habría dejado marchar. Ahora ya era tarde para adivinar qué habría pasado de no haber estado él de viaje. Ya no estaban. ¡Zaripa no estaba! ¡No estaban los niños! ¿Cómo había de separarse de ellos? Por eso Zaripa había comprendido que era mejor partir en su ausencia. Para ella se había hecho más fácil la partida, pero no había pensado en lo terrible que sería para él encontrar la barraca vacía.
¡Y alguien había detenido para ella un tren en el apartadero! ¡Alguien! Ya sabía quién: Kazangap. Qué otro podía ser! Sólo que no habría tirado del timbre de alarma como hiciera Yediguéi el día de la muerte de Stalin sino que lo habría concertado con alguien, habría convencido al jefe del apartadero para que detuviera algún tren de viajeros. Era un hombre así... ¡Y seguramente Ukubala habría colaborado para sacarlos rápidamente de allí! ¡Pero, esperad! Y la sangre de la venganza hirvió sorda y negra encendiendo su cerebro: sentía el deseo de hacer un acopio de fuerzas y aniquilarlos a todos, destruir todo cuanto había en aquel apartadero maldito de Dios que se llamaba BoranlyBuránny, destruirlo de raíz, que no quedaran ni astillas, y montar en Karanary largarse por Sary-Ozeki hasta morir en soledad de hambre y de frío. Así estaba, sentado en el lugar abandonado, falto de fuerzas, vacío, impresionado por lo ocurrido. Quedábale únicamente un terrible desconcierto: «,Por qué ha partido? ¿Adónde ha ido? ¿Por qué ha partido? ¿Adónde ha ido?».
Luego se presentó en casa. Ukubala le tomó en silencio la pelliza y la gorra, y llevó las botas a un rincón. Por la cara petrificada y gris de Burani Yediguéi era difícil precisar en qué pensaba ni qué tenía intención de hacer. Sus ojos parecían ciegos. No expresaban nada, escondían el sobrehumano esfuerzo que tenía que hacer para contenerse. Ukubala había puesto ya varias veces el samovar, a la espera de su marido. El samovar hervía, estaba lleno de brasas de carbón vegetal.
–El té está ardiente –dijo la esposa–. –Acabo de sacarlo del fuego.
Yediguéi la miró en silencio y continuó tragando el agua hirviente. No sentía el té caliente. Ambos esperaban tensamente la conversación.
–Zaripa se ha ido con los niños –dijo al final Ukubala.
–Lo sé –masculló brevemente Yediguéi sin levantar la cabeza del té. Y después de una pausa, preguntó también sin levantar la cabeza del té–: ¿Adónde ha ido?
–No nos lo dijo –respondió Ukubala.
Y aquí pusieron punto final. Escaldándose con el fuerte té al que no prestaba atención, Yediguéi se ocupaba en una sola cosa: no estallar, no ponerlo todo patas arriba, no asustar a las niñas, no provocar una desgracia...