Terminado el té, se dispuso a salir de nuevo a la calle. Se puso otra vez las botas, la pelliza y la gorra.
–¿Adónde vas? –le preguntó la esposa.
–A ver al ganado –dijo desde la puerta.
Entretanto, había terminado el corto día invernal. El aire oscurecía rápidamente, de forma casi palpable. Y la helada crecía notablemente, el viento raso se ponía en movimiento, levantándose y zigzagueando con sus móviles melenas. Yediguéi se dirigió sombrío al vallado. Y al entrar con ojos brillantes de irritación le gritó a Karanar, que pugnaba por librarse de la cadena:
–¡No te hartas de bramar! ¡Todo te parece poco! ¡Pero ahora, canalla, te ha llegado el turno! ¡No voy a gastar muchas palabras contigo! ¡Ahora, a mí todo me da igual!
Yediguéi empujó a Karanarpor el flanco, lanzó una terrible palabrota, lo desensilló, arrojó la silla lejos de allí y desató la cadena que ataba la pata del camello. Luego lo tomó de la brida con una mano; en la otra llevaba el látigo enroscado en el mango. Salió a la estepa llevando de la brida al semental, que chillaba y aullaba fastidiosamente de añoranza. El dueño volvió la cabeza varias veces, levantando amenazadoramente la mano y tirando de Burani Karanarpara que éste cesara en sus gemidos y aullidos, pero como sea que esto no causara efecto alguno, lo dejó y se dispuso a caminar sin prestar atención, soportando sombría y pacientemente el bramar del camello, y caminó obstinadamente por la profunda nieve, bajo el viento raso, por el campo crepuscular que iba oscureciéndose y perdiendo gradualmente sus perfiles. Respiraba pesadamente pero caminaba sin detenerse. Anduvo mucho rato, la cabeza sombríamente gacha. Lejos del apartadero, tras la colina, detuvo a Karanary le infligió un cruel castigo. Yediguéi arrojó la pelliza sobre la nieve y se ató rápidamente la cuerda del ronzal al cinturón que ceñía su chaqueta acolchada, para que el camello no se liberara y huyera, y para tener las manos libres. Entonces, agarrando con ambas manos el mango del látigo, empezó a descargar latigazos sobre el semental, vengando en él toda su desgracia. Fustigaba furioso e implacable a Burani Karanar, descargando sobre él latigazo tras latigazo, exhalando ronquidos y vomitando maldiciones:
–¡Toma! ¡Toma! ¡Ruin animal! ¡Todo por culpa tuya! ¡Por tu culpa! ¡Eres el culpable de todo! También ahora te voy a dejar en completa libertad, vete a donde quieras, pero antes te voy a lisiar! ¡Toma! ¡Toma! ¡Criatura insaciable! ¡Todo te parece poco! Tenías que irte por ahí. ¡Y ella, mientras, se ha marchado con los niños! ¡A ninguno de vosotros os importa cómo me siento yo! ¿Cómo voy a vivir ahora en este mundo? ¿Cómo voy a vivir sin ella? Si a vosotros os da lo mismo, a mí también me lo da. ¡De manera que, toma, toma, perro!
Karanarchillaba, daba tirones y se agitaba bajo los golpes del látigo. Loco de terror y dolor, derribó a su amo y huyó corriendo, arrastrándolo por la nieve. Arrastraba a su amo con una fuerza salvaje y monstruosa, lo arrastraba como un tronco, todo con tal de librarse de él, de liberarse, de huir hacia aquellos lugares de donde le habían hecho volver a la fuerza.
–¡Alto! ¡Alto! –gritaba Yediguéi ahogándose y hundiéndose en la nieve por la que le arrastraba el semental.
La gorra había volado de su cabeza, los montones de nieve le golpeaban con calor y con frío la cabeza, la cara, el vientre, se le metían por el cuello, por la cintura, el látigo estaba enroscado en sus manos y nada podía hacer para detener de algún modo al semental, para desatar la cuerda del cinturón. Y el animal le arrastraba empavorecido, insensatamente, viendo su salvación en la huida. Quién sabe cómo habría terminado todo si Yediguéi no hubiera conseguido milagrosamente desatar la correa, abrirla hebilla, y salvarse de morir ahogado en la nieve. Cuando pudo agarrar la cuerda, el camello lo arrastró aun unos cuantos metros y se detuvo retenido por su amo en su postrero esfuerzo.
–¡Ah, malvado! –barbotó Yediguéi al volver en sí, chamuscado por la nieve, ahogándose y tambaleándose–. ¡Ah! ¡Cómo eres! ¡Pues toma, bestia! ¡Y fuera, fuera de mi vista! ¡Corre, maldito, que no te vea nunca más! ¡Vete al infierno! ¡Que te fusilen, que te maten como a un perro rabioso! ¡Largo, desaparece! ¡Todo por tu culpa! Así estires la pata en la estepa. ¡Que tu hálito no esté cerca de mí!
Karanarhuyó chillando en dirección a Ak-Moinak, pero Yediguéi lo alcanzó y lo despidió con unos latigazos, renegando de él, maldiciéndolo e insultándolo con las peores palabras. Había llegado la hora del castigo y de la separación. Luego, Yediguéi estuvo largo rato gritando en su dirección:
–¡Piérdete de vista, animal del diablo! ¡Corre! ¡Muérete allí, criatura insaciable! ¡Que te claven una bala en la frente! Karanarhuía cada vez más lejos por el campo crepuscular y oscuro y no tardó en desaparecer en la neblina de la ventisca, sólo de vez en cuando se oían aún sus vivos y trompeteantes chillidos. Yediguéi imaginaba cómo iba a correr toda la noche de cabo a rabo, sin cansancio, en medio de la ventisca, hasta llegar allí, a sus hembras de Ak-Moinak.
–¡Uf! –escupió Yediguéi, y volvió sobre sus pasos siguiendo la huella que abriera en la nieve su propio cuerpo.
Sin gorra, sin pelliza, con la piel ardiente en la cara y en las manos, vagó en la oscuridad arrastrando el látigo, hasta que de pronto sintió una impotencia y un vacío totales. Cayó de rodillas sobre la nieve, y doblado sobre sí mismo, agarrándose la cabeza con las manos, se echó a llorar sorda y agotadoramente. En plena soledad, arrodillado en mitad de Sary-Ozeki, escuchaba cómo se movía el viento, cómo silbaba y se arremolinaba levantando el polvo de nieve, y oía cómo la nieve caía del cielo. Cada copo de nieve –los millones de copos– que susurraba inaudible en el frufrú de su roce por el aire, le decía, creía él, que no iba a poder soportar el peso de la separación, que no tenía sentido vivir sin la mujer amada y sin aquellos niños a los que había cobrado tanto afecto, un amor que no todos los padres sentirían. Y tuvo deseos de morir allí, de que la nieve le cubriera inmediatamente.
–¡No hay Dios! ¡Ni Él entiende puñetera cosa de esta vida! ¿A qué esperar que lo entiendan los demás? ¡No hay Dios, no lo hay! –se dijo desesperanzado en la amarga soledad de los nocturnos desiertos de Sary-Ozeki.
Antes, nunca había pronunciado en voz alta aquellas palabras. Incluso cuando Elizárov, que continuamente citaba a Dios, aseguraba que desde el punto de vista científico Dios no existía, él no lo había creído. Pero ahora lo creía...
Y la Tierra seguía rodando en sus círculos, oreada por los vientos superiores. Giraba alrededor del Sol y daba vueltas alrededor de su propio eje, arrastrando en aquel momento a un hombre arrodillado sobre la nieve en medio de un blanco desierto. Ni un rey, ni un emperador, ni soberano alguno habrían caído de rodillas ante la faz del mundo lamentándose de la pérdida de su Estado o de su poder, con la desesperación con que lo hizo Burani Yediguéi el día en que se separó de la mujer amada... Y la Tierra giraba...
Unos tres días después, Kazangap detuvo a Yediguéi junto al almacén donde obtenían las escarpias y los cojinetes para reparar las vías.
–Te has vuelto un poco huraño, Yediguéi –le dijo como de pasada mientras trasladaba un manojo de hierros a la carretilla–. ¿Huyes de mí, o qué? Me esquivas, tú sabrás por qué; no consigo hablar contigo.
Yediguéi miró a Kazangap con brusquedad e irritación.
–Si empezamos a hablar, te estrangulo en el sitio. ¡Y tú lo sabes!
–No tengo duda alguna de que estás dispuesto a estrangularme, y quizá a algo más. Pero dime solamente, ¿por qué estás tan furioso?
–¡Tú la obligaste a partir! –manifestó francamente Yediguéi lo que le estaba atormentando y no le dejaba en paz aquellos días.
–Mira, hombre –movió la cabeza Kazangap mientras su cara enrojecía de ira o de vergüenza–. Si tal cosa te ha pasado por la cabeza, piensas mal no sólo de nosotros sino también de ella. Da las gracias a que esa mujer haya tenido inteligencia y no haya hecho como tú. ¿Has pensado alguna vez cómo podía terminar todo esto? ¿No? Pues ella lo pensó y decidió marcharse antes de que fuera demasiado tarde. Y yo la ayudé a partir cuando ella me lo pidió. No quise averiguar adónde iba con los niños, y ella no me lo dijo; mejor que sólo lo sepa el destino y nadie más. ¿Comprendes? Se marchó sin rebajar su dignidad con una sola palabra, ni la dignidad de tu esposa. Se despidieron como lo hacen las personas. Y tú inclínate ante ambas por haberte salvado de una inevitable desgracia. Una esposa como Ukubala no la encontrarías nunca. Otra en su lugar habría armado tal escándalo que te hubieras ido al fin del mundo, más lejos que tu Karanar.
Yediguéi guardó silencio. ¿Qué podía responder? Kazangap decía, en general, la verdad. Sólo que éste no comprendía que había cosas que no estaban a su alcance. Y Yediguéi adoptó una actitud de franca grosería.
–¡De acuerdo! –dijo escupiendo desdeñosamente hacia un lado–. Ya te he escuchado, sabihondo. Sólo que tú vas por la vida sin cambiar nunca, veintitrés años en este mismo lugar, sin tropiezos, como un zoquete. ¡Qué has de saber tú de esas cosas! ¡De acuerdo! No tengo tiempo para escucharte. –Y se fue sin entablar conversación.
–Ten cuidado, es cosa tuya –oyó a sus espaldas.
Después de esta conversación, Yediguéi pensó en abandonar el aborrecido apartadero de Boranly-Buránny. Lo pensó en serio porque no encontraba la paz, no tenía fuerzas para olvidar, no podía superar la tristeza que le roía el alma. Sin Zaripa y sin sus hijos, todo se había apagado a su alrededor, todo estaba vacío, empobrecido. Y entonces, para librarse de esos sufrimientos, Yediguéi Zhangueldín decidió presentar una instancia oficial al jefe del apartadero pidiendo abandonar el trabajo para irse de allí. Todo con tal de no quedarse. En realidad, no estaba aherrojado con cadenas a aquel apartadero olvidado de Dios, la mayoría de la gente vive en otros lugares, en ciudades y aldeas, y no aceptaría vivir allí ni una hora. ¿Por qué debería él lanzar su canto de cuclillo en Sary-Ozeki toda la vida? ¿Qué pecado había cometido? No, basta, se marcharía, volvería al mar de Aral o se iría a Karagandá, a Alma-Atá, no había pocos otros lugares en el mundo. Era un buen trabajador, tenía los brazos y las piernas en su sitio, tenía salud, la cabeza todavía sobre los hombros, lo despreciaría todo y se iría, a qué pensarlo más. Yediguéi reflexionaba cómo presentar esta cuestión a Ukubala, cómo convencerla, lo demás era de poca importancia. Y mientras hacía sus preparativos y elegía el momento más adecuado para la conversación, pasó una semana y apareció de pronto Burani Karanar, al que su amo había echado para que viviera libre.
Yediguéi advirtió que el perro ladraba sin parar en la parte trasera, se mostraba inquieto, corría, ladraba y otra vez volvía. Yediguéi salió a ver qué pasaba y vio, no lejos del vallado, a un animal desconocido, a un camello muy extraño que estaba allí sin moverse. Yediguéi se acercó un poco más y sólo entonces reconoció a su Karanar.
–¿Conque eres tú? ¡A qué extremo has llegado, bechara [32]! ¡Qué maltratado estás! –exclamó asombrado Yediguéi.
Del anterior Karanarno quedaba más que la piel y el hueso. La enorme cabeza, de tristes y hundidos ojos se bamboleaba sobre el enflaquecido cuello; las guedejas no parecían suyas sino postizas, para provocar la risa, y colgaban más abajo de las rodillas. De las antiguas gibas de Karanarque se levantaban como dos torres negras, no quedaba ni el recuerdo: ambas gibas estaban ahora caídas y ladeadas como los pechos marchitos de una anciana. El semental estaba tan débil que no podía llegar ni hasta el cercado. Y se había detenido allí para descansar. Había agotado en el celo hasta la última gota de sangre, hasta la última célula, y ahora volvía como un saco vacío, llegaba a duras penas, arrastrándose.
–¡Eh! ¡Je, je! –se asombró no sin malevolencia Yediguéi, contemplando a Karanarpor todos lados–. ¡Ya ves qué bajo has caído! ¡Y eras un semental! ¡Vaya, vaya! ¿Y aún te presentas aquí? ¡No tienes vergüenza ni conciencia! ¿Tienes los huevos en su sitio, han aguantado, o los has perdido por el camino? ¡Y qué mal olor despides! Te has meado en las patas, te faltaban fuerzas. Fíjate cómo se te han helado los orines en el culo. ¡Bechara! ¡Te has convertido en un completo desperdicio!
Karanarse mantenía de pie, sin fuerzas para moverse; no tenía ni la fuerza ni la grandeza de antes. Triste y miserable, no hacía más que mover la cabeza y procuraba sólo resistir, mantenerse de pie.
Yediguéi sintió lástima del semental. Fue a la casa y volvió con una cazoleta llena de trigo de primera calidad. Lo saló por encima con medio puñado de sal.
–Toma, come –puso el pienso delante del camello–. Puede que te recuperes. Luego te conduciré al cercado. Te tenderás y te recuperarás.
Aquel día tuvo una conversación con Kazangap. Fue a su casa y le dijo lo siguiente:
–Vengo a verte, Kazangap, y te diré por qué. No te sorprendas: ayer te dije que no quería charlar, te dije esto, aquello y lo de más allá, pero hoy me presento aquí. Se trata de algo serio. Quiero devolverte a Karanar. He venido a darte las gracias. En otro tiempo me regalaste una cría de camello. Gracias. Me ha servido bien. No hace mucho lo eché de casa, se acabó mi paciencia, pero hoy ha vuelto. Apenas podía mover las patas. Ahora yace en el cercado. Dentro de un par de semanas recuperará su anterior aspecto. Será fuerte y sano. Sólo es preciso alimentarlo.
–Espera —le interrumpió Kazangap—. ¿Adónde quieres ir a parar? ¿Por qué de pronto has decidido devolverme a Karanar? ¿Te lo había pedido?
Y entonces Yediguéi le expuso todo lo que quería hacer. Que si esto, que si aquello, que si pienso marcharme con la familia. Me fastidia Sary-Ozeki, ya es hora de cambiar de residencia. Quizá todo sea para bien.
Kazangap le escuchó atentamente, y esto fue lo que le respondió:
–Ten cuidado, es cosa tuya. Sólo que, me parece a mí, ni tú mismo sabes lo que quieres. Bien, supongamos que te vas; pero no podrás huir de ti mismo. Vayas a donde vayas, no huirás de tu desgracia. Siempre estará contigo. No, Yediguéi, si eres un hombre bravo, prueba aquí a vencerte a ti mismo. Huir no es señal de valentía. Todo el mundo puede huir, pero no todo el mundo puede vencerse a sí mismo.