Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 59 стр.


–Éste es mi Karanar–bromeó Elizárov–. Sube, Yediguéi –dijo abriéndole la portezuela delantera–. Vámonos. –¿Y quién va a conducir el coche? –preguntó Yediguéi.

–Yo mismo –respondió Elizárov sentándose al volante–. Me entraron las ganas en la vejez, como ves. No somos peores que los americanos, ¿verdad?

Elizárov puso en marcha el motor con gesto seguro. Y antes de arrancar, sonriendo, miró interrogativamente a su huésped.

–Bueno, ya has llegado. Ahora dime en seguida: ¿por mucho tiempo?

–Vengo por un asunto, Afanasi Ivánovich. El tiempo que se requiera. Pero antes tiene usted que aconsejarme.

–Ya sabía yo que vendrías por algún asunto, ¡de otro modo nadie te arrancaría de tu Sary-Ozeki! ¡Cómo no! He aquí lo que haremos, Yediguéi. Ahora iremos a mi casa. Vivirás con nosotros. Y no protestes. ¡Nada de hoteles! Para mí eres un invitado especial. Haremos aquí como hacemos en tu casa en Sary-0- zeki. Siidin siyi bar: ¡ya ves, en kazajo! ¡Respeto por el respeto!

–Algo así –confirmó Yediguéi.

–O sea que ya está decidido. Y para mí será más divertido. Mi Iulia ha ido a Moscú a ver a nuestro hijo, que nos ha dado un nieto. Y por eso, tan contenta, se ha apresurado a visitar a la joven pareja.

–¡El segundo nieto! ¡Te felicito! –dijo Yediguéi.

–Sí, claro, el segundo ya –murmuró Elizárov levantando asombrado los hombros–. ¡Cuando seas abuelo ya me comprenderás! Aunque todavía lo tienes lejos. A tu edad, yo tenía aún la cabeza a pájaros. Lo curioso es que nos comprendemos muy bien a pesar de la diferencia de edad. Bueno, vámonos. Atravesaremos toda la ciudad. Para arriba. ¿Ves aquellas montañas con nieve en la cumbre? Pues allí, bajo la montaña, en Medeo. Creo que ya te lo conté que tenemos la casa en la periferia, casi en una aldea.

–Lo recuerdo, Afanasi Ivánovich, me dijo que tenía la casa junto a un riachuelo. Que siempre se oía el rumor del agua.

–Ahora lo comprobarás por ti mismo. Vamos. Mientras haya luz podrás contemplar la ciudad. Ahora es muy bella. En primavera. Todo está en flor.

A partir de la estación, la calle era recta y al parecer interminable a través de toda la ciudad, elevándose gradualmente entre álamos y parques hacia las alturas. Elizárov conducía sin prisa. Iba explicándole por el camino dónde se encontraba cada cosa: sobre todo, los diferentes organismos oficiales, las tiendas, las viviendas. En el mismo centro de la ciudad, en una gran plaza abierta por todos lados, había un edificio que Yediguéi reconoció en seguida por las fotografías: era el edificio del gobierno.

–Aquí está el Comité Central –señaló con la cabeza Elizárov. Y pasaron por delante sin suponer que al día siguiente tendrían que estar allí para resolver su asunto. Hubo también otro edificio que reconoció Burani Yediguéi al torcer la calle recta a la izquierda: el Teatro Kazajo de Ópera. Dos manzanas más y torcieron hacia las montañas, por la carretera de Medeo. El centro de la ciudad quedaba a sus espaldas. Siguieron una larga calle, entre chalets, vallas de estacas, bajo el susurro de arroyuelos montañeses que bajaban de las alturas. Los jardines florecían por todas partes.

–¡Qué hermoso! –exclamó Yediguéi.

–Me satisface que hayas venido precisamente en esta época del año –respondió Elizárov–. Alma-Atá no puede estar mejor. En invierno también es hermosa. ¡Pero ahora te canta el alma!

–O sea, que reina el mejor humor –se alegró Yediguéi por Elizárov.

Éste le echó una rápida mirada con sus grises y saltones ojos, asintió con la cabeza, se puso serio y frunció el ceño, pero de nuevo se dispersaron en una sonrisa las arrugas de los ojos.

–Esta primavera es especial, Yediguéi. Hay cambios. Por eso es interesante vivir aunque los años te caigan encima. Han cambiado de opinión, han echado una mirada en derredor. ¿Has estado alguna vez tan enfermo como para luego sentir de nuevo el gusto por la vida?

–No creo recordarlo –respondió Yediguéi con toda espontaneidad–. Quizá después de la contusión...

–¡Claro, estás sano como un buey! –se echó a reír Elizárov–. Pero no es a eso a lo que quiero referirme. Vino de pasada... Pues bien. Ha sido el propio Partido quien ha dicho la primera palabra. Estoy muy satisfecho por ello, aunque no tenga especiales motivos en el plano personal. Pero me alegra el alma y además alimento esperanzas como en mi juventud. ¿O será porque, efectivamente, me estoy haciendo viejo? ¿Eh?

–Pues yo, Afanasi Ivánovich, he venido precisamente por este asunto.

–¿Qué quieres decir? –no comprendió Elizárov. –Seguramente lo recordará. Yo le hablé de Abutalip Kuttybáyev.

–Sí, sí, cómo no, cómo no. Lo recuerdo muy bien. Con que es eso. Y tú pones la vista en las raíces. Bravo. Y sin aplazarlo, has venido en seguida.

–Este bravo no es para mí. Fue Ukubala la que me lo hizo comprender. Pero, ¿cómo empezar? ¿Adónde dirigirse?

–¿Por dónde empezar? Eso lo hemos de valorar tú y yo. En casa, tomando el té, analizaremos las cosas sin apresurarnos. –Y después de una pausa, Elizárov dijo significativamente–: Y cómo han cambiado los tiempos, Yediguéi. Tres años atrás, ni pensar siquiera el venir con un asunto así. Y ahora, no hay temor alguno. Así debió ser desde un principio. Todos nosotros, todos desde el primero, debimos mantener esta justicia. Y nadie debió tener derechos excepcionales. Yo lo entiendo así.

–Usted lo sabrá mejor, y además es un científico –manifestó Yediguéi–. En el mitin de nuestro depósito de máquinas también se habló de ello. Y en seguida pensé en Abutalip, hace tiempo que tengo este dolor en el cuerpo. Incluso quería hablar en el mitin. No se trata simplemente de justicia. Abutalip dejó unos hijos que van creciendo, el mayor irá a la escuela este otoño...

–¿Y dónde está ahora esa familia?

–No lo sé, Afanasi Ivánovich. Desde que se fueron, pronto hará ya tres años, nada hemos sabido.

–Bueno, no es nada raro. Ya los encontraremos, los buscaremos. Ahora, lo importante es, en términos jurídicos, reabrir el expediente de Abutalip.

–Eso, eso. Usted ha encontrado en seguida la palabra necesaria. Por eso he venido a verle.

–Creo que no habrás hecho un viaje inútil.

Sucedió como esperaba. Muy pronto, tres semanas después del regreso de Yediguéi, llegó un papel de Alma-Atá certificando punto por punto que el que fuera empleado del apartadero de Boranly-Buránny, Abutalip Kuttybáyev, muerto durante la instrucción judicial, quedaba plenamente rehabilitado por falta de pruebas de delito. ¡Así lo decía! El papel debía hacerse público en el colectivo donde había trabajado la víctima.

Casi al mismo tiempo, llegó una carta de Afanasi Ivánovich Elizárov. Fue una carta memorable. Yediguéi conservó toda la vida esa carta entre los documentos importantes de la familia: certificado de nacimiento de los hijos, condecoraciones militares, documentos sobre sus heridas de guerra y hojas de servicio laboral...

En aquella larga carta, Afanasi Ivánovich comunicaba que estaba más que contento por el rápido examen del expediente de Abutalip, y muy satisfecho de su rehabilitación. Que el hecho en sí era ya una buena señal del tiempo que corría. En sus propias palabras, «era nuestra victoria sobre nosotros mismos».

Escribía después que, apenas partió Yediguéi, él volvió a los organismos oficiales que habían visitado juntos y se enteró de importantes novedades. En primer lugar, el juez Tansykbáyev había sido destituido, degradado, expedientado y privado de todos los honores recibidos. En segundo lugar, escribía, le habían comunicado que la familia de Abutalip Kuttybáyev se encontraba al parecer en Pavlodar. (¡A qué lugar tan remoto habían ido a parar!) Zaripa trabajaba de maestra en la escuela. Su estado actual: casada. Ésas fueron las noticias oficiales que llegaron de su lugar de residencia. Escribía también que las sospechas de Yediguéi respecto a aquel inspector habían quedado justificadas al reabrir el expediente: él había sido precisamente quien había denunciado a Abutalip Kuttybáyev.

«¿Por qué lo hizo? ¿Qué le impulsó a cometer semejante ruindad? He pensado mucho en ello recordando todo lo que sabía de historias semejantes y lo que tú me habías contado, Yediguéi. Teniendo presente todo eso, he intentado comprender los motivos de su acto. Y me es difícil responder. No puedo explicar qué pudo provocar semejante odio por una persona completamente ajena a él como era Abutalip Kuttybáyev. Seguramente, es una especie de enfermedad, una epidemia que contagia a las personas en un determinado período de la historia. Es posible que el germen de esta cualidad destructiva se halle en el hombre: una envidia que vacía involuntariamente el alma y le lleva a la crueldad. Pero ¿qué envidia podía provocar la persona de Abutalip? Para mí continúa siendo un enigma. Por lo que respecta al medio utilizado, es tan viejo como el mundo. En otra época, bastaba denunciar que alguien era unhereje para que en los mercados de Bujará le lapidaran o en Europa le arrojaran a la hoguera. De eso hablamos mucho tú y yo, Yediguéi, cuando viniste. Después de poner en claro los hechos a la luz del expediente de Abutalip, me convenzo una vez más de que los hombres van a tardar mucho en extirpar el defecto de odiar la personalidad de un hombre. Incluso es difícil adivinar cuán largo será ese tiempo. Pese a todo, glorifico la vida por el hecho de que la justicia sea inextirpable de la faz de la tierra. También en este caso ha triunfado de nuevo. Aunque a un precio muy alto, ¡pero ha triunfado! Y siempre será así mientras el mundo exista. Me satisface, Yediguéi, que hayas gestionado desinteresadamente esta justicia...»

Yediguéi vivió muchos días bajo la impresión de esa carta. Y se admiraba de lo mucho que él mismo había cambiado, había ganado mucho, como si algo se hubiera clarificado en él. Entonces pensó por primera vez que seguramente había llegado el momento de prepararse para una vejez que no estaba ya tan lejos...

La carta de Elizárov fue para él como un hito: la vida antes y después de la carta. Todo lo que hubo antes de ésta quedaba atrás, se cubría de neblina al alejarse como la orilla del mar, y todo lo que hubo después discurría tranquilamente día a día como recordando que duraría mucho tiempo, pero no infinitamente. Sin embargo, lo principal era que gracias a aquella carta se había enterado de que Zaripa se había casado. Esa noticia le obligó una vez más a pasar dolorosos momentos. Se tranquilizaba diciéndose que ya lo sabía, que en cierto modo presentía que se había casado, aunque no sabía dónde estaba, ni qué era de los niños, ni cómo se las arreglaba ella entre otras personas. Esa sensación la había experimentado, aguda e incesantemente, durante el camino de regreso a su casa, en el tren. Resultaría difícil decir por qué se le ocurrirían tales ideas. No porque tuviera pesar alguno en el alma. Al contrario, Yediguéi partió de Alma-Atá eufórico y de buen humor. En todos los lugares donde había estado con Elizárov los habían recibido con comprensión y buena disposición. Y eso ya les infundía una seguridad en la justicia de su empresa y una esperanza en la feliz solución del caso. Y así había sido. Y el día que Yediguéi partió de Alma-Atá, Elizárov le llevó a comer al restaurante de la estación. Quedaba tiempo más que suficiente antes de la salida del tren y estuvieron beatíficamente sentados, bebiendo y hablando de forma confidencial como despedida. En aquella conversación, según comprendía Yediguéi, Afanasi Ivánovich había manifestado sus pensamientos más íntimos. Él, que había sido un komsomol de Moscú, que había estado en los años veinte en el Turquestán luchando con los basmachi [34]y que había acabado asentándose allí para toda la vida ocupado en su ciencia geológica, consideraba que no en vano había depositado todo el mundo tantas esperanzas en aquello que empezara con la Revolución de Octubre. Por duro que resultara haber de pagar los errores y fallos, el avance por este camino inexplorado no se detenía, y en eso estaba la esencia de la historia. También le dijo que el avance seguía ahora con nueva fuerza. Prueba de ello era la autocorrección, la autolimpieza de la sociedad. «Mientras podamos decirnos esas cosas a la cara, habrá en nosotros fuerza para el futuro», afirmaba Elizárov. Sí, habían tenido una buena conversación entonces, después de la comida.

En ese estado de ánimo regresaba Burani Yediguéi a su SaryOzeki.

Y de nuevo se movieron ante su vista los Alatau de nieve azulada que extendían hacia la lejanía la gruesa cadena montañosa acompañándole a través de todo Semirech. Y fue entonces, al rememorar durante el camino toda su estancia en Alma-Atá, cuando comprendió, cuando una voz interior le sugirió que Zaripa seguramente estaría ya casada.

Al contemplar las montañas, al contemplar las primaverales lejanías, Yediguéi pensaba que en este mundo hay personas fieles a la palabra y al hecho, hombres como Elizárov, y que sin personas como él la vida en la tierra sería muchísimo más difícil para el hombre. Y ya, al culminar todas sus gestiones en el asunto de Abutalip, pensó en la volubilidad de una época cambiante y de rápido curso: si Abutalip viviera, ahora le habrían exonerado de la calumniosa acusación y seguramente habría conseguido de nuevo la felicidad y la calma con sus hijos.

¡Si viviera! Con eso quedaba dicho todo. Si viviera, naturalmente, Zaripa le habría esperado hasta el último día. ¡Eso con toda seguridad! Una mujer como ella habría esperado a su marido costara lo que costase. Pero si no había nadie a quien esperar y no había por qué esperar, una mujer joven no tenía que vivir en soledad. Y si eso era así, si encontraba a un hombre conveniente, pues entonces se casaba, ¿por qué no? Yediguéi estaba muy consternado con esos pensamientos. Intentaba concentrar su atención en otros asuntos, intentaba no pensar, no dejar libre su imaginación. Pero no lo conseguía. Entonces se fue al vagón restaurante.

Había poca gente y estaba aún limpio e impoluto por ser el principio del viaje. Se sentó junto a la ventanilla, solo. Al principio tomó una botella de cerveza para entretenerse con algo. La amplia vista panorámica que se divisaba desde el vagón restaurante le permitía contemplar al mismo tiempo las montañas, la estepa, y el cielo que las cubría. Aquel gran espacio verde manchado de efímero color amapola, por una parte, y la solemnidad de las cumbres nevadas de las montañas, por otra, elevaban y trasladaban el alma hasta deseos imposibles y llevaban a amargas angustias. La pena le provocó el deseo de beber algo más fuerte. Y pidió vodka. Tomó algunas copas sin sentir sus efectos. Entonces encargó más cerveza y se entregó a sus reflexiones. El día tocaba a su fin. La tierra corría a ambos lados del ferrocarril en la transparencia del atardecer primaveral. Pasaban fugazmente aldeas, jardines, carreteras, puentes, personas, rebaños, pero esto conmovía muy poco a Yediguéi, pues una pesada melancolía, que llegaba con nueva fuerza, ensombrecía y oprimía su alma con el vago presentimiento del fin de un pasado.

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