Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 60 стр.


Y de nuevo le vinieron a la memoria las palabras de despedida de Raimaly-agá:

Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, cuando lleguen los nómadas de las azules montañas, no me esperes en la feria, Beguimái...

En aquel estado, a Burani Yediguéi le parecía que era él quien estaba atado con cuerdas al abedul, como lo estuviera en otro tiempo Raimaly-agá, que era él a quien habían rechazado y separado de sí mismo...

Así estuvo sentado hasta que oscureció, hasta que el vagón se llenó de gente y el humo del tabaco hizo difícil la respiración. No comprendía por qué aquella gente estaba tan despreocupada, por qué eran tan insignificantes las conversaciones que les inquietaban en la mesa, ni por qué encontraban gusto en el vodka y en el tabaco. También le resultaban desagradables las mujeres que se presentaban allí con sus maridos. Lo más desagradable era su risa. Se levantó tambaleándose, encontró al camarero, que jadeaba con su bandeja en medio de las alborotadas mesas del restaurante ferroviario, y después de pagar su consumición se fue a su departamento. Tenía que atravesar varios vagones. Por el camino, balanceándose con el tren, se sentía aún más afligido y huérfano con la sensación de su completa soledad y alienación.

Para qué vivir, para qué viajar a cualquier parte...

Ahora le era indiferente saber de dónde venía, adónde y para qué iba, adónde acudía tan de prisa, en la noche, el tren rápido. Se detuvo en una de las plataformas, aplicó su ardorosa frente a la fría puerta vidriada y permaneció allí de pie sin volver la cabeza, sin prestar atención a los que iban y venían junto a él.

Y el tren corría, balanceándose. Y podía abrir la puerta, pues Yediguéi, como todos los ferroviarios, tenía su llave. Podía abrirla y atravesar la línea límite... En un lugar desierto, Yediguéi distinguió en la oscuridad dos lejanas luces que atrajeron su atención. Estuvieron mucho rato sin desaparecer de su vista. O eran las luces de una vivienda solitaria, o bien dos pequeñas hogueras. Seguramente, habría algunas personas alrededor de aquellas luces. ¿Quiénes serían? ¿Por qué estarían allí? ¡Ah, si estuviera allí Zaripa con los niños! Él habría saltado al instante del tren y habría corrido hacia ella, y al llegar, sin tomar aliento, habría caído a sus pies y derramado sus lágrimas sin avergonzarse, para llorar toda la tristeza y melancolía acumuladas...

Burani Yediguéi gimió ahogadamente mientras contemplaba aquellas luces de la estepa que ya iban desapareciendo. Y permaneció allí de pie, ante la puerta de la plataforma, sollozando silenciosamente, sin volverse ni prestar atención al ruidoso paso de los viajeros por el tren. Su cara estaba húmeda de lágrimas... y tenía la posibilidad de abrir la puerta y cruzar el umbral... Y el tren corría, balanceándose.

Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, cuando lleguen los nómadas de las azules montañas, no me esperes en la feria, Beguimái...

...En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente.

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.

En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich.

Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Saliendo de su nido en el despeñadero de Malakumdychap, un gran milano de blanca cola levantó el vuelo para explorar la región. Sobrevolaba sus posesiones dos veces al día: antes de mediodía y al mediodía.

Examinando atentamente la superficie de la estepa y observando todo cuanto se movía por allá abajo, incluso los reptantes escarabajos y las vivarachas lagartijas, el milano volaba en silencio sobre Sary-Ozeki, aleteando comedidamente y ganando gradualmente altura para ver con mayor amplitud y profundidad la estepa bajo sí y acercarse al mismo tiempo, con suaves revoloteos, a su cazadero preferido: el territorio de la zona cerrada. Desde que vallaran tan amplia zona, había aumentado notablemente la presencia de pequeños animales y de diverso género de aves, pues las zorras y otros animales de rapiña no se atrevían a penetrar allí impunemente. En cambio, para el milano la valla no significaba obstáculo alguno. Y se aprovechaba de ello. Era útil para él. Aunque hay mucho que decir sobre esto. Tres días antes había reparado, desde arriba, en una pequeña liebre-cita; cuando se arrojó sobre ella a plomo, el animalito pudo meterse bajo el alambre de espino y el milano estuvo a punto de chocar con todo el impulso contra las púas. A duras penas pudo darse la vuelta y esquivarlas para desaparecer furioso en ángulo agudo para arriba rozando con las plumas la aguda púa del espino. Algunos plumones de su pecho se separaron después en el aire y volaron por su cuenta. Desde entonces, el milano procuraba mantenerse alejado de tan peligrosa cerca.

Así volaba en ese momento, como corresponde al dueño y señor, con dignidad, sin agitarse, sin atraer la atención de los seres terrestres con ningún aleteo superfluo. Aquella mañana, en su primer vuelo, y entonces también en el segundo, había observado una gran animación de hombres y coches en los amplios campos asfaltados del cosmódromo. Los coches corrían de arriba abajo y rodeaban con especial frecuencia las instalaciones de los cohetes. Éstos, apuntando al cielo, hacía tiempo que se encontraban en sus plataformas, y el milano se había acostumbrado a ellos, pero aquel día algo sucedía a su alrededor. Había demasiados coches, demasiados hombres, demasiado movimiento...

Tampoco le pasó desapercibido al milano que la comitiva que hacía poco avanzaba por la estepa, formada por un hombre sobre un camello, dos chirriantes tractores y un peludo perro pardo, permanecía estacionada en la parte exterior de la cerca como si no pudiera atravesarla... El perro pardo irritaba sobremanera al milano por su aspecto ocioso y, especialmente, porque rondaba alrededor de las personas, pero de ningún modo manifestó sus sentimientos por el perro pardo, no iba a caer tan bajo. Se limitó a revolotear sobre el lugar contemplando penetrantemente qué iba a suceder, qué se disponía a hacer aquel perro pardo que meneaba la cola junto a las personas...

Yediguéi levantó su barbuda cabeza y vio al milano que se cernía sobre ellos. «Un cola blanca de gran tamaño –pensó–. Ah, si pudiera ser milano, nadie me detendría. Volaría y me posaría en las kumbez [35]de Ana-Beit.»

En aquel momento se oyó un coche que se acercaba por la carretera. «¡Ya viene! –se alegró Burani Yediguéi–. ¡Quiera Dios que todo se arregle!» Un Gazik [36]se acercó a toda velocidad hasta la barrera y se detuvo bruscamente junto a la puerta de la caseta de guardia. El centinela permanecía a la espera del coche. Se puso firmes y saludó a su jefe de guardia, el teniente Tansykbáyev, cuando éste bajó del coche. Empezó a decir:

–Camarada teniente, le informo que...

Pero el jefe de guardia le detuvo con un gesto, y cuando el centinela bajó la mano de la visera a media palabra, se volvió hacia los que estaban al otro lado de la barrera.

–¿Quiénes son los forasteros? ¿Sois vosotros? –preguntó dirigiéndose a Burani Yediguéi.

Biz, bizgoi, karaguim, Ana-Beinitke zhetpei turip kaldik. Kalai da bolsa, zhardamdesh karaguin [37]–dijo Yediguéi, procurando que las condecoraciones de su pecho estuvieran a la vista del joven oficial.

Eso no produjo ninguna impresión en el teniente Tansykbáyev, quien se limitó a toser secamente, y cuando el anciano Yediguéi intentó de nuevo hablar, le previno fríamente:

–Camarada forastero, diríjase a mí en idioma ruso. Estoy de servicio –aclaró frunciendo sus negras cejas sobre los sesgados ojos.

Burani Yediguéi se turbó muchísimo:

–Eh, eh, perdone, perdone. Perdone si lo hice mal. Y se calló confuso, perdido ya el don de la palabra y olvidado el pensamiento que se disponía a manifestar.

–Camarada teniente, permítame exponer nuestra petición –se adelantó Dlínny Edilbái para sacar de apuros al anciano.

–Expóngala, pero sea breve –le previno el jefe de guardia.

–Un momento. Que esté presente también el hijo del difunto. –Dlínny Edilbái se volvió hacia Sabitzhán–. ¡Sabitzhán! ¡Eh, Sabitzhán! ¡Ven aquí!

Pero éste, que se paseaba un poco apartado, se limitó a decir con un gesto de disgusto:

–Pedidlo vosotros mismos.

Dlínny Edilbái se sofocó.

–Perdone, camarada teniente, está ofendido de que las cosas se presenten así. Es el hijo del difunto, de nuestro Kazangap. Allí también está su yerno, ve, aquel del remolque.

El yerno pensó, al parecer, que requerían su presencia y empezó a descender del remolque.

Estos detalles no me interesan. Expongan el asunto –pidió el jefe de guardia.

–Muy bien.

–Brevemente y por orden.

–Muy bien. Brevemente y por orden.

Dlínny Edilbái empezó a informar punto por punto: quiénes eran, de dónde venían, con qué objeto y para qué se habían presentado allí. Y mientras hablaba, Yediguéi observó el rostro del teniente y comprendió que nada bueno podían esperar de él. Estaba al otro lado de la barrera sólo para escuchar formalmente una queja de unos forasteros. Yediguéi lo comprendió y su alma se sintió abatida. Y todo lo relacionado con la muerte de Kazangap, todos sus preparativos para la partida, todo cuanto había hecho para convencer a los jóvenes de que se enterrara al difunto en Ana-Beit, todos sus pensamientos, todo aquello en lo que había visto el hilo de unión entre él y Sary-Ozeki, todo se había esfumado, todo resultaba inútil e insignificante ante el rostro de Tansykbáyev. Yediguéi se sentía agraviado en sus mejores sentimientos. Agravio y ridículo al máximo era para él el medroso Sabitzhán que el día anterior, sin ir más lejos, tomaba vodka y shubat charlando sobre los dioses y los hombres controlados por radio, y procuraba impresionar a los de Boranly con sus conocimientos, ¡pero ahora no deseaba ni abrir la boca! Agravio y ridículo era para Burani Karanar, absurdamente engalanado con el caparazón de las borlas, ¡para qué o para quia servía ahora todo eso! Aquel tenientillo Tansykbáyev, que no deseaba hablar en su lengua materna, o que temía hacerlo, ¿cómo podía valorar los adornos de Karanar? Agravio y ridículo era para Yediguéi el desgraciado yerno alcohólico de Kazangap, que no había tomado ni una gota de alcohol, que había viajado en el traqueteante remolque para estar al lado del cuerpo del difunto, y que ahora se acercaba y se ponía a su lado esperando aún, por lo que se veía, que los dejarían pasar al cementerio. Incluso su perro, el pardo Zholbars, era para Burani Yediguéi agravio y ridículo, ¿por qué los había seguido y por qué esperaba pacientemente a que prosiguieran su camino? ¿Para qué hacía el perro todo aquello? O quizá precisamente presentía que su amo lo iba a pasar mal y por eso se había pegado a él, para estar a su lado en aquel momento. En las cabinas estaban los jóvenes tractoristas Kalibek y Zhumagali. ¿Qué decirles ahora? ¿Qué pensarían después de todo lo ocurrido?

No obstante, humillado y confuso, Yediguéi advertía claramente que una ola de indignación se levantaba en él, que la sangre circulaba ardiente y furiosamente por su corazón, y, conociéndose a sí mismo y sabiendo lo peligroso que sería para él ceder a la llamada de la ira, procuraba ahogarla con un gran esfuerzo de voluntad. No, no tenía derecho a perder el control mientras el cadáver estuviera aún en el remolque, por enterrar. No es propio de un anciano indignarse y levantar la voz. Así lo pensaba apretando los dientes y tensando los músculos de la boca para no delatar, ni con una palabra ni con un gesto, lo que estaba pasando en aquel momento.

Como Yediguéi esperaba, la conversación entre Dlínny Edilbái y el jefe de guardia giró inmediatamente del lado de la desesperanza.

–No puedo ayudarlos de ninguna manera. La entrada en el terreno de la zona está rigurosamente prohibida a toda persona ajena a ella –dijo el teniente después de escuchar a Dlínny Edilbái.

–No lo sabíamos, camarada teniente. De otro modo no habríamos venido. ¿Para qué, digo yo? Pero ahora, puesto que ya nos encontramos aquí, pídale a su jefe que nos permita enterrar a un hombre. No podemos llevárnoslo de vuelta.

–Ya he informado por conducto oficial. Y he recibido la orden de no permitir el paso a nadie bajo ningún pretexto.

–Pero ¿qué pretexto es ése, camarada teniente? –se asombró Dlínny Edilbái–. Como si nosotros hubiéramos buscado un pretexto. ¿Para qué? ¿Qué no habremos visto ya de vuestra zona? De no ser por el entierro, ¿para qué habríamos hecho todo este camino?

–Le digo una vez más, camarada forastero, que aquí no se permite la entrada a nadie.

–¿Qué significa «forastero»? –levantó de pronto la voz el yerno alcohólico, hasta entonces callado–. ¿Quién es el forastero? ¿Somos nosotros los forasteros? –dijo, al tiempo que su rostro fláccido y picado de viruela se ponía de color púrpura, y sus ojos se tornaban azulados.

–Precisamente: ¿desde cuándo somos forasteros? –le apoyó Dlínny Edilbái.

Procurando no traspasar los vagos límites de lo permitido, el yerno alcohólico no levantó la voz, comprendiendo que hablaba mal el ruso, se limitó a decir, reteniendo y corrigiendo las palabras:

–Es nuestro cementerio de Sary-Ozeki. Y nosotros, nosotros, el pueblo de Sary-Ozeki, tenemos derecho a enterrar aquí a nuestras gentes. Cuando en tiempos remotos enterraron aquí a Naiman-Ana, nadie sabía que habría una zona cerrada.

–No tengo intención de discutir con vosotros –declaró como respuesta el teniente Tansykbáyev–. Como jefe del servicio de guardia en este turno, os digo una vez más: no hay ni habrá permiso de entrada en el territorio de la zona vigilada bajo ningún motivo.

Siguió un silencio. «¡Tengo que contenerme, que no insultarle!» Forzándose a sí mismo de esta manera, Burani Yediguéi miró fugazmente al cielo y volvió a ver al milano que revoloteaba suavemente en la lejanía. Y envidió de nuevo a aquella ave fuerte y calmosa. Y decidió que no había por qué continuar probando fortuna, que tenían que marcharse, pues no iban a entrar por la fuerza. Y mirando una vez más al milano, Yediguéi dijo:

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