Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 6 стр.


Así, pues, estaban sentados conversando sobre diversos temas cuando Edilbái, que obsequiaba a sus invitados con el shubat–sus manos larguísimas se abrían y cerraban como la pala de una excavadora–, recordó algo en el momento en que tendía la taza de turno a Yediguéi desde el otro extremo de la mesa y dijo:

–Yediguéi, ayer noche, cuando te sustituí en la guardia, apenas te alejaste, sucedió algo en el cielo, y sentí una sacudida. ¡Miré y vi que salía un cohete del cosmódromo hacia el cielo! ¡Un cohete enorme! ¡Como la lanza de un carro! ¿Lo viste?

- ¡No faltaría más! ¡Y con la boca abierta! ¡Eso sí es fuerza! ¡Todo envuelto en fuego llameante y para arriba, arriba, sin límites y sin fin! Daba miedo. Nunca había visto nada semejante desde que vivo aquí.

–Sí, yo también lo vi por primera vez con mis propios ojos –admitió Edilbái.

- Bueno, si tú lo viste por primera vez, los que somos bajitos con mayor razón no habíamos podido verlo –decidió bromear Sabitzhán sobre su estatura.

Dlínny Edilbái se limitó a sonreír de pasada.

- Sí, así soy –eludió el tema–. Miré y no podía creerlo: ¡Una masa compacta de fuego zumbando en las alturas! «Bien», pensé, «alguien más que se va al cosmos. ¡Feliz viaje!» Y a conectar inmediatamente el transistor, que siempre lo llevo encima. «Ahora», pensé, «seguramente lo anunciarán por la radio». Normalmente, viene de inmediato una retransmisión desde el cosmódromo. Y el locutor está tan satisfecho que parece actuar en un mitin. ¡Qué escalofríos por la piel! Tenía muchas ganas, Yediguéi, de saber quién era aquel que yo personalmente había visto en vuelo. Pero me quedé sin saberlo.

–¿Por qué? –se adelantó Sabitzhán levantando significativamente las cejas con aire de importancia. Empezaba a estar borracho. Nadaba en sudor, estaba rojo.

- No lo sé. No comunicaron nada. Y tuve el transistor continuamente sintonizado, pero no dijeron ni palabra...

¡No puede ser! Aquí hay gato encerrado –sospechó provocativamente Sabitzhán tomando rápidamente otro trago de vodka con shubat–.Cada vuelo al cosmos es un acontecimiento mundial... ¿Comprendes? ¡Es nuestro prestigio en la ciencia y en la política!

- No sé por qué sería. También escuché las últimas noticias, y asimismo la revista de la prensa...

- ¡Hum! –movió la cabeza Sabitzhán–. ¡De estar ahora en mi puesto, en mi trabajo, naturalmente lo sabría! Me sabe mal, diablo. ¿No será que algo anda mal?

- Quién puede saber lo que anda bien y lo que anda mal, pero a mí me duele –confesó sinceramente Dlínny Edilbái–. Era algo así como mi cosmonauta. Volaba ante mí. «Quizá», pensé, «haya despegado alguno de nuestros muchachos». Sería una alegría. Podríamos encontrarnos en alguna parte y sería muy agradable...

Sabitzhán le interrumpió apresuradamente, excitado por algo que adivinaba:

–¡Ah, ah, ya lo comprendo! Lanzaron una nave no tripulada. O sea, un experimento.

- ¿Cómo es eso? –Edilbái le miró de reojo.

- Bueno, una variante experimental. Comprendes, es una prueba. Un transporte no tripulado va a ensamblarse o a ponerse en órbita, y de momento no se sabe qué resultado va a dar ni qué va a salir de todo ello. Si se realiza con éxito, habrá un comunicado por radio y en los periódicos. Si no, pueden no informar. Un simple experimento científico.

- Pues yo pensé –se rascó Edilbái la frente con amargura–que había despegado una persona viviente.

Todos callaron algo desilusionados por la explicación de Sabitzhán, y posiblemente la conversación habría acabado aquí de no ser por el propio Yediguéi que, sin proponérselo, la desplazó a un nuevo círculo de ideas:

- O sea, majos, que según he comprendido, ha salido para el cosmos un cohete sin nadie dentro. ¿Y quién lo dirige?

–¿Cómo quién? –Sabitzhán juntó las manos con asombro y contempló con aire de triunfo al ignorante Yediguéi–. Allí, Yediguéi, todo se hace por radio. Por orden de la Tierra, desde el control central. Todas las cosas se dirigen por radio. ¿Comprendes? Incluso cuando hay un cosmonauta a bordo, dirigen de todos modos el vuelo del cohete por radio. Y el cosmonauta tiene que obtener permiso para hacer algo por sí mismo... Eso, querido koketai [3] ,no es cabalgar a Karanarpor Sary-Ozeki, es algo complicadísimo...

–Pero qué cosas pasan –dejó caer vagamente Yediguéi.

Burani Yediguéi no comprendía ni el principio mismo del control por radio. En su imaginación, la radio era una palabra, un sonido, que se trasladaba por el éter desde muy lejos. Pero ¿cómo se podía controlar por este medio a un objeto inanimado? Si dentro de la nave se encontrara un hombre, entonces sería otra cosa: éste cumpliría las indicaciones, hazlo así, hazlo asá. Yediguéi quería preguntar aún muchas cosas, pero decidió que no valía la pena. Su alma, no sabía por qué, se resistía a hacerlo. Se calló. Sabitzhán ofrecía sus conocimientos en un tono demasiado condescendiente. «Tú –venía a decir– no sabes nada, y aún me consideras a mí una nulidad, y el yerno, el alcohólico perdido, incluso quería estrangularme, pero yo entiendo mucho más que todos vosotros en estos asuntos.» «Bueno, Dios sea loado –pensó Yediguéi–, para eso te dimos instrucción toda la vida. Por algo tienes que saber más que nosotros, los que no estudiamos.» Y también pensó Burani Yediguéi: «¿Qué pasaría si un hombre así se encontrara en el poder? Seguramente daría la lata a todo el mundo, obligaría a sus subordinados a fingirse sabelotodos, y a los que no lo hicieran no los toleraría por nada del mundo. De momento no es más que el chico de los recados, pero qué deseo tiene de que le miren a la boca por lo menos aquí, en Sary-Ozeki...»

Con toda seguridad, Sabitzhán se había propuesto asombrar y aplastar definitivamente a los de Boranly, posiblemente para subrayar su propio valor ante los ojos de los demás después del vergonzoso escándalo con su hermana y su cuñado. Y decidió hablar y distraer a la gente. Empezó a contar increíbles maravillas y conquistas científicas, al tiempo que aplicaba una y otra vez los labios al vodka, medio trago tras medio trago, y todo ello acompañado de shubat.Esto le enardecía cada vez más, y llegó a contar cosas tan increíbles que los pobres habitantes de Boranly no sabían ya qué debían creer y qué no.

–Juzgad vosotros mismos –dijo lanzándoles una mirada encendida y embrujadora bajo el brillo de las gafas–, y ved que nosotros, si sabemos comprenderlo, somos los seres más felices en la historia de la Humanidad. Tú mismo, Yediguéi, que ahora eres el mayor de todos nosotros, sabes muy bien cómo se vivía antes y cómo ahora. Por eso lo decía. Antes, la gente creía en Dios. En la antigua Grecia, los dioses vivían, se decía, en el monte Olimpo. ¿Y qué eran esos dioses? Unos pazguatos. ¿Cuál era su poder? No se entendían entre ellos, ésa era su fama, y no podían cambiar el género de vida de los humanos ni lo pretendían. Esos dioses no existieron. Son un mito. Cuentos. Pero nuestros dioses viven muy cerca de nosotros, aquí, en el cosmódromo, en nuestra tierra de Sary-Ozeki, de lo que estamos orgullosos ante la faz de la tierra. Y ninguno de nosotros los ve ni los conoce, ni debe, ni estaría bien, alargarle la mano a cada Mirkinbai-Shikimbaipara decirle: «¡Bravo! ¿Qué tal estás?». ¡Pero son auténticos dioses! Por ejemplo, a ti, Yediguéi, te asombra que dirijan por radio los cohetes cósmicos. ¡Y eso no es nada, una etapa ya vencida! Los aparatos, las máquinas, funcionan ya siguiendo un programa. Y llegará el día que con la ayuda de la radio se controle a las Personas como a esos autómatas. ¿Lo comprendéis? A las personas, de la primera a la última, de la más pequeña a la más grande. Ya existen datos científicos. La ciencia también ha conseguido esto partiendo de elevados intereses.

–Espera, espera, ¡apenas abres la boca ya salen los elevados intereses! –le interrumpió blínny Edilbái–. Dime una cosa que no acabo de entender. O sea, que cada uno de nosotros deberá llevar continuamente un Pequeño receptor, parecido a un transistor, para escuchar las órdenes. ¡Pues eso ya está en todas partes!

- ¡Qué cosas tienes! ¿Acaso se trata de eso? ¡Eso es una bagatela, un juguete infantil! Nadie tendrá que llevar nada encima. Aunque vaya desnudo. Habrá unas ondas de radio invisibles, las llamadas biocorrientes, que influirán continuamente en ti, en tu conciencia. ¿Y cómo podrás evitarlo?

- ¿Conque es así?

- ¡Pues qué creías! El hombre lo hará todo a tenor de un programa del centro. Le parecerá que vive y actúa por sí mismo, por su propia voluntad, y en realidad lo hará por una indicación de arriba. Y todo siguiendo un riguroso orden. Si necesitan que cantes, te enviarán una señal y cantarás. Si necesitan que bailes, la señal y bailarás. Si necesitan que trabajes, trabajarás, ¡y de qué manera! El robo, el gamberrismo, la criminalidad, todo se olvidará, y sólo podrás leer sobre ello en los viejos libros. Porque todo estará previsto en la conducta del hombre: todos sus actos, todos sus pensamientos, todos sus deseos. Por ejemplo, ahora hay en el mundo una explosión demográfica, es decir, la gente se reproduce muchísimo y no hay suficiente comida. ¿Qué hay que hacer? Limitar la natalidad. Sólo tendrás trato con tu mujer cuando te den la señal para ello partiendo de los intereses de la sociedad.

¿Los altos intereses? –precisó no sin sarcasmo Dlínny Edilbái.

Precisamente, los intereses del Estado están por encima de todo.

–¿Y si al margen de esos intereses tengo ganas de eso con mi mujer, o de alguna otra cosa?

Edilbái, querido, no conseguirás nada. Ese pensamiento no te pasará por la cabeza. Imagínate la mujer más hermosa que puedas y no se te moverá ni el ojo. Pues te conectarían biocorrientes negativas. De manera que también en este asunto impondrían un orden perfecto. Puedes estar seguro. O tomemos, por ejemplo, el oficio militar. Si hay que entrar en fuego, se va al fuego, si hay que tirarse en paracaídas, sin parpadear, si hay que estallar con una mina atómica bajo un tanque, de acuerdo, al momento. ¿Por qué?, me preguntaréis. Porque se ha conectado la biocorriente de la intrepidez y listos: el hombre no sentirá temor alguno... ¡Por eso!

–¡Oh, qué manera de mentir! ¡Qué cosas dices! ¿Qué te han enseñado en tantos años? –se asombró sinceramente Edilbái.

Los asistentes se reían abiertamente, se agitaban, movían la cabeza como diciendo: «Cómo miente el joven», pero por otra parte continuaban escuchando, decía diabluras, pero eran interesantes, inauditas, aunque todos comprendían que se había embriagado más de la cuenta bebiendo vodka con shubat,por lo que no había que pedirle cuentas, que charlara cuanto quisiera. Aquel hombre había oído algo en alguna parte, y no valía la pena romperse la cabeza para averiguar qué era verdad y qué mentira. Sin embargo, Yediguéi se sintió verdaderamente aterrorizado: no graznaba porque sí aquel charlatán, y se sintió inquieto, porque en efecto había leído algo de eso en alguna parte, o lo había oído de refilón, pues siempre se enteraba al vuelo de dónde había algo malo. «¿Y si efectivamente existiera una gente así, unos grandes científicos que realmente ansiaran dirigirnos como si fueran dioses?»

Sabitzhán iba soltando frases sin freno, puesto que le escuchaban. Sus pupilas se ensanchaban bajo las veladas gafas como los ojos del gato en la oscuridad y no cesaba de aplicar los labios ora al vodka ora al shubat.Contaba gesticulando un cuento sobre no sé qué triángulo de las Bermudas, en el océano, donde los barcos desaparecían misteriosamente y los aviones que sobrevolaban aquellos parajes se perdían en lugares desconocidos.

–Había un hombre en nuestra región que hizo cuanto pudo por ir al extranjero. ¡No sé qué tiene de particular! Bueno, pues fue por su cuenta y riesgo. Desbancó a los demás y voló a no sé dónde por encima del océano, no sé si a Uruguay o a Paraguay, y listos. Justo encima del triángulo de las Bermudas el avión desapareció como si nunca hubiera existido. ¡Dejó de existir, eso es todo! Así que, amigos, para qué suplicarle a alguien, para qué conseguir el permiso, para qué desbancar a otros, también podemos pasar sin triángulos de las Bermudas viviendo en nuestra propia tierra y con nuestra propia salud. ¡Bebamos por nuestra salud!

«¡Ya está en marcha! –se dijo interiormente Yediguéi–. Ahora nos va a recordar su cuento preferido. ¡Qué castigo! ¡Así que bebe, pierde los frenos!» Y así fue.

–¡Bebamos por nuestra salud! –repitió Sabitzhán contemplando a los asistentes con una mirada turbia e inestable, pero esforzándose por dar a su rostro una expresión de significativa importancia–. Y nuestra salud es la riqueza más grande de nuestro país. O sea, que nuestra salud es un valor estatal. ¡Así es! ¡No somos gente tan sencilla, somos ciudadanos del Estado! Y quería decir también...

Bruscamente, Burani Yediguéi se levantó de su sitio sin esperar a que terminara de pronunciar aquel brindis y salió de la casa. Hizo retumbar algo en la oscuridad del porche, un cubo vacío, o algo que se le metió entre las piernas, encontró al paso sus botas, que mientras se habían enfriado al aire libre, y se fue a casa amargado e irritado.

«¡Ay, pobre Kazangap! –gimió silenciosamente mientras se mordía disgustado los bigotes–. Pero eso qué es: la muerte ya no es la muerte, ni la pena una pena. ¡Allí está sentado, bebiendo como en una velada, sin que nada le importe! Se ha inventado este endiablado cuento, la salud del Estado, y así cada vez. Bueno, Dios quiera que mañana todo salga a pedir de boca, y así que lo hayamos enterrado y que hayamos realizado el primer convite funerario, ya no va a poner más los pies aquí, nos libraremos de él, ¿de qué utilidad puede ser para nadie, y quién puede serle útil a él?»

De todos modos, se había quedado un tiempo más que regular en casa de Dlínny Edilbái. Era ya casi medianoche. Yediguéi respiró a pleno pulmón el frío aire nocturno de Sary-Ozeki. El tiempo prometía ser, como siempre, claro y seco, y bastante caluroso. Siempre era así. De día hacía calor y de noche un frío que atería los huesos. Por eso había una estepa seca en derredor: la vegetación difícilmente podía adaptarse. De día, las plantas tienden al sol, se abren, tienen sed de humedad, y de noche las fustigaba el frío. Y sólo quedan aquellas que son capaces de sobrevivir. Diferentes plantas espinosas, en gran parte ajenjo, y en las márgenes de los barrancos mechones de diferentes hierbas que se pueden segar como heno. A veces, el geólogo Elizárov, antiguo amigo de Burani Yediguéi, contaba, o más bien pintaba el cuadro de otra época, cuando había allí una riqueza herbórea, el clima era diferente y llovía tres veces más. Bueno, estaba claro que por ello la vida también era distinta. Rebaños, hatos y manadas vagaban por Sary-Ozeki. Seguramente, habría sido hacía muchísimos años, antes de que aparecieran allí los más feroces extranjeros, los zhuanzhuan, de los que se había perdido todo rastro a través de los siglos y solamente había quedado la fama. De otro modo, no habría podido instalarse en la estepa tanta gente. No en vano Elizárov decía:

Назад Дальше