Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 61 стр.


–Camarada teniente, nos vamos. Pero transmítale a quien mande aquí, al general o más arriba, ¡que esto está mal! Como viejo soldado se lo digo: es una injusticia.

–No sé lo que es justo ni lo que no lo es: no tengo derecho a juzgar las órdenes. Y para que en adelante estéis enterados, tengo orden de deciros que este cementerio va a ser liquidado.

–¿Ana-Beit? –se impresionó Dlínny Edilbái.

–Sí. Si es que se llama así.

–¿Y por qué? ¿A quién estorba este cementerio? –se indignó Dlínny Edilbái.

Habrá allí una microzona.

¡Sorprendente! –Dlínny Edilbái abrió los brazos–. ¿No tenéis otro sitio, no hay bastante tierra?

–Así está previsto en el plano.

–Oye, ¿quién es tu padre? –preguntó cara a cara Burani Yediguéi al teniente Tansykbáyev.

Éste se sorprendió mucho.

–¿Y eso a qué viene ahora? ¿A usted qué le importa?

–Me importan muchas cosas que no debes decirnos tú a nosotros; que deben decírnoslas los que han tenido la idea de destruir nuestro cementerio. ¿Acaso no han muerto tus padres o no vas a morir tú?

–Esto no tiene ninguna relación con el asunto.

–Muy bien, tratemos del asunto. Entonces, camarada teniente, que me escuche el jefe más alto que tengáis aquí, exijo que se me permita presentar mi queja a vuestro jefe más alto. ¡Dile que un viejo soldado del frente, el habitante de Sary-0zeki Yediguéi Zhangueldín, quiere decirle un par de palabras!

–No puedo hacerlo. Tengo ya órdenes de cómo proceder.

–¿Y qué puedes hacer? –volvió a intervenir el yerno alcohólico. Y añadió con desesperación–: ¡Hasta un guardia urbano sería mejor!

–¡Cesad ese desorden! –se enderezó muy pálido el jefe de guardia–. ¡Basta! ¡Llevaos a éste de la barrera y dejad la carretera libre de tractores!

Yediguéi y Dlínny Edilbái agarraron al yerno alcohólico y lo arrastraron lejos de allí, hacia los tractores, pero él continuaba gritando con la cabeza vuelta para atrás:

/Sagan zhol da zhetpeidi, sagan zher da zhetpeidi! ¡Urdim sendeidin ausin! [38] .

Sabitzhán, que hasta entonces se había mantenido en silencio, paseándose sombríamente, algo apartado, decidió dar la medida de su persona saliéndoles al encuentro:

–¡Bien, y qué! ¡Con un palmo de narices! ¡Así había de ser! ¡Se acabó Ana-Beit! ¡Faltaría más! ¡Y ahora volvéis como perros apaleados!

–¿Quién es un perro apaleado? –se arrojó sobre él el yerno alcohólico muy enfurecido–. ¡Si hay un perro entre nosotros lo serás tú, canalla! ¿Qué diferencia hay entre aquel que está allí y tú? Y aún te vanaglorias: «¡Soy un hombre de Estado!». ¡Tú no eres un hombre de nada!

–¡Y tú, borrachín, contén la lengua! –le amenazó con voz chillona Sabitzhán para que le oyeran en el puesto de guardia–. ¡Yo, en su lugar, castigaba tus palabras mandándote al fin del mundo, para que ni tu olor anduviera cerca de aquí! ¿Qué beneficio das a la sociedad? ¡A los hombres como tú habría que liquidarlos!

Con estas palabras, Sabitzhán se volvió de espaldas como diciendo: «Me importáis un comino tanto tú como los que van contigo». Y mostrando de pronto mucha actividad, como si fuera el amo, empezó a tomar disposiciones en voz alta y conminatoria, ordenando a los tractoristas:

–¿Qué hacéis ahí con la boca abierta? ¡Adelante, poned en marcha los tractores! ¡Nos iremos como vinimos! ¡A la madre que nos parió! ¡Venga, media vuelta! ¡Basta! ¡He sido un tonto! He escuchado a los demás.

Kalibek puso en marcha su tractor e hizo girar con cuidado el remolque al tiempo que el yerno alcohólico ocupaba de nuevo su sitio junto al cadáver. Pero Zhumagali esperaba a que Yediguéi desatara a su Karanardel cangilón de la excavadora. Al verlo, Sabitzhán no se contuvo sino que por el contrario le metió prisa:

–¿Por qué no pones en marcha el motor? ¡Adelante! ¡No importa! ¡Da marcha atrás! ¡Pues vaya un entierro! ¡Estuve en contra desde el primer momento! ¡Y ahora, basta! ¡A casa!

Mientras Burani Yediguéi montaba en el camello –primero tenía que obligarle a echarse, luego encaramarse a la silla, y después levantarle– los tractores tomaban ya el camino en la dirección inversa. Ahora rodaban sobre sus propias huellas. Y ni tan sólo le esperaban. Era por Sabitzhán que, sentado en el primer tractor, les metía prisa...

Y por el cielo revoloteaba el mismo milano. Observaba desde arriba al perro pardo, que por algún motivo le irritaba con su conducta despreocupada, y le iba siguiendo. Era incomprensible que el perro no echara a correr al ponerse en marcha los tractores y se quedara junto al hombre del camello esperando a que éste montara. Luego fue trotando tras él.

Los hombres de los tractores, seguidos por el jinete del camello, y tras éste el perro pardo que corría al galope, avanzaron de nuevo por Sary-Ozeki en dirección al despeñadero de Malakumdychap, donde en un saliente, dentro de uno de los disimulados reguerones del terreno, tenía su nido el milano. En otra época del año, el milano habría estado inquieto, habría lanzado chillidos de alarma, y aunque se habría mantenido alejado, no habría perdido de vista a los intrusos; luego, acelerando su vuelo, habría llamado a su compañera, que cazaba por la vecindad en sus legítimas tierras, para que se uniera a él por lo que pudiera pasar, por si era preciso defender el nido, pero esta vez el milano de blanca cola no se intranquilizó en absoluto: los polluelos hacía tiempo que tenían plumas y que habían abandonado el nido. Reforzando día a día sus alas, los pequeños milanos de ambarinos ojos y curvo pico llevaban ya una vida independiente, tenían sus posesiones en el distrito de Sary-Ozeki y no acogían ahora demasiado amistosamente al viejo milano cuando éste echaba un vistazo a sus tierras...

El milano vigilaba a los hombres que ahora seguían el camino opuesto, pero lo hacía por su costumbre de ver todo lo que sucedía dentro de los límites de su cazadero. Y despertaba en él especial curiosidad el velludo perro pardo, que se encontraba inseparablemente junto a las personas. ¿Qué le relacionaba con ellas? ¿Por qué no cazaba por su cuenta en lugar de correr moviendo la cola tras de aquellos que se ocupaban de sus asuntos? También atraían la atención del milano unos objetos brillantes que había en el pecho del hombre que cabalgaba sobre el camello. Precisamente por esto, advirtió en seguida que el hombre del camello, que iba detrás de los tractores, torcía bruscamente hacia un lado, atravesaba en diagonal un prado seco y adelantaba, cortándoles el camino, a los tractores que rodeaban el prado. Arreaba al camello, cada vez más de prisa, blandía el látigo, los objetos brillantes de su pecho bailoteaban y tintineaban, el camello corría vivamente con amplios y largos pasos, y el perro pardo había pasado al galope...

Eso duró un cierto tiempo hasta que el hombre del camello adelantó a los tractores por uno de los lados y se detuvo en mitad del camino a la entrada del cañón de Malakumdychap. Los tractores frenaron ante él:

–¿Qué? ¿Qué ocurre ahora? –se asomó Sabitzhán desde la cabina.

–Nada. Parad los motores –ordenó Burani Yediguéi–. Tenemos que hablar.

–¿Qué más hemos de hablar? No nos retrases, ¡estamos hartos de viajar!

–Ahora eres tú el que nos retrasa. Porque lo vamos a enterrar aquí.

–¡Basta de burla! –se encendió Sabitzhán aflojándose aún más la corbata, que pendía como un trapo–. ¡Yo mismo lo enterraré en el apartadero y no se hable más! ¡Basta!

–Escucha, Sabitzhán. Es tu padre, nadie lo discute. Pero tienes que reconocer que no estás solo en el mundo. Escúchame de todos modos. Lo que ha ocurrido en el puesto de guardia, tú mismo lo has visto y oído. Ninguno de nosotros es culpable. Pero piensa en otra cosa. ¿Dónde se ha visto que un muerto vuelva a casa después del entierro? No pasa nunca. Es una deshonra sobre nuestra cabeza. Nunca en la vida ha ocurrido cosa semejante.

–A mí eso no me importa –replicó Sabitzhán.

–No te importa ahora. Lo dices en tu enfado. Pero mañana te avergonzarás. Piénsalo. La deshonra no se lava con nada. El muerto llevado a enterrar no debe regresar nunca.

Mientras, salió de la cabina Dlínny Edilbái y bajó del remolque el yerno alcohólico; Zhumagali, el de la excavadora, también se acercó para averiguar de qué se trataba. Burani Yediguéi, montado en Karanar, les cerraba el paso.

–Escuchadme, bravos mozos –dijo, no os pongáis en contra de las costumbres humanas, ¡no vayáis contra la naturaleza! Nunca ha sucedido que un difunto fuera devuelto del cementerio. El que es llevado a enterrar debe ser enterrado. No es posible otra cosa. Aquí está el despeñadero de Malakumdychap, ¡también es nuestra tierra de Sary-Ozeki! Aquí, en Malakumdychap, Naiman-Ana se deshizo en un gran llanto. Escuchadme, escuchad al anciano Yediguéi. Que esté aquí la tumba de Kazan‑gap. Y que también mi tumba esté aquí. Vosotros me enterraréis, si Dios quiere. Y os ruego que lo hagáis. Y ahora todavía no es tarde, aún queda tiempo. ¡Allí, en la misma escarpadura, entregaremos al difunto a la tierra!

Dlínny Edilbái miró el sitio que señalaba Yediguéi. –¿Qué, Zhumagali, pasará tu excavadora? –preguntó. –Claro que sí, por qué no había de pasar. Por aquel borde...

–¡Espera, tú y tu borde! ¡En adelante, pregúntame a mí! –intervino Sabitzhán.

–Ya lo preguntamos –respondió Zhumagali–. ¿No has oído lo que ha dicho éste? ¿Qué más quieres?

–¡Digo que basta de burlas! ¡Esto es mofarse! Vamos al apartadero.

–Bueno, si piensas así, la mofa será precisamente cuando traigas a casa al muerto desde el cementerio –le dijo Zhumagali–. De manera que piénsatelo bien.

Todos se callaron.

–Sabéis qué, haced lo que queráis –soltó Zhumagali–, pero yo me voy a cavar la tumba. Mi misión es abrir una zanja lo más profunda posible. De momento, aún tenemos tiempo. En la oscuridad nadie va a ocuparse de eso. Vosotros haced lo que queráis.

Y Zhumagali se dirigió a su excavadora Bielorús. La puso en marcha sin perder tiempo, rodó hacia el margen, pasó por su lado hacia la colina y de ésta a la parte superior del despeñadero de Malakumdychap. Tras él caminaba Dlínny Edilbái, y tras éste Burani Yediguéi arreó a su Karanar.

El yerno alcohólico le dijo al tractorista Kalibek:

–Si no vas para allá –e indicó el despeñadero–, me tenderé bajo el tractor. No me va a costar nada.

Y con estas palabras se plantó ante el tractorista.

–Bueno, ¿qué hay? ¿Adónde debo ir? –preguntó Kalibek a Sabitzhán.

–¡Aquí no hay más que canallas! ¡Aquí no hay más que perros! –renegó en voz alta Sabitzhán–. ¡Qué haces ahí sentado, anda, síguelos!

En el cielo, el milano observaba ahora el trabajo de los hombres en el despeñadero. Una de las máquinas sufría convulsas contracciones arrancando tierra y depositándola en un montón a su lado, como hace el roedor junto a su madriguera. Al mismo tiempo, se arrastraba por detrás el tractor con el remolque. En él continuaba sentado un hombre solitario delante de un raro objeto inmóvil envuelto en algo blanco y colocado en el centro del remolque. El velludo perro pardo vagaba alrededor de los hombres, pero se mantenía más cerca del camello, se tendía a sus pies.

El milano comprendió que los intrusos permanecerían largo rato en el despeñadero cavando la tierra. Torció suavemente hacia un lado, y después de describir unos amplios círculos sobre la estepa voló hacia la zona cerrada disponiéndose a cazar por el camino y a observar al mismo tiempo qué sucedía en el cosmódromo.

Hacía ya dos días que en sus pistas reinaba gran tensión, se trabajaba incesantemente de día y de noche. Todo el cosmódromo, con sus zonas y servicios especiales complementarios, estaba vivamente iluminado de noche por cientos de potentes reflectores. La tierra estaba más iluminada que de día. Decenas de máquinas especiales, ligeras y pesadas, gran cantidad de ingenieros y científicos, estaban ocupados en preparar la puesta en marcha de la Operación Anillo.

Los antisatélites, preparados para aniquilar a los aparatos voladores del cosmos, apuntaban desde hacía tiempo al cielo en una pista especial del cosmódromo. Pero según el pacto OS V-7, su uso estaba congelado hasta que hubiera un acuerdo especial, lo mismo que ocurría Con medios semejantes por parte norteamericana. Ahora encontraban una nueva aplicación debido al programa de emergencia para llevar a cabo la operación espacial Anillo. En el cosmódromo estadounidense de Nevada, unos cohetes-robot semejantes estaban preparados para el lanzamiento sincronizado de la Operación Anillo.

El tiempo del lanzamiento en los espacios de Sary-Ozeki correspondía a las ocho de la tarde. A las ocho en punto los cohetes debían emprender el vuelo. Sucesivamente, y en intervalos de minuto y medio, debían partir para ese lejano cosmos nueve cohetes antisatélites, procedentes de Sary-Ozeki, destinados a formar en el plano Este-Oeste un anillo continuamente activo alrededor del globo terráqueo contra la penetración de aparatos voladores extraterrestres. Los cohetes-robot de Nevada debían establecer el anillo Norte-Sur.

A las quince horas en punto se conectó en el cosmódromo Sary-Ozeki-i el sistema de control de prelanzamiento «Cinco-minutos». Cada cinco minutos, en todas las pantallas y paneles de todos los servicios y canales se encendían lucecitas recordatorias acompañadas de un doblaje sonoro: «Cuatro horas cincuenta y cinco minutos para el lanzamiento... Cuatro horas cincuenta minutos para el lanzamiento...». Tres horas antes del lanzamiento se conectaría el sistema «Minuto».

En aquellos momentos, la estación orbital Paritethabía cambiado ya los parámetros de su ubicación en el cosmos y al mismo tiempo se habían recodificado los canales de enlace por radio de los sistemas de a bordo de la estación, para excluir cualquier posibilidad de contacto con los paritet-cosmonautas -2 y 2- I .

Назад Дальше