Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 21 стр.


—Siempre le llama Pachenka, el muy bribón —dijo Nastasia apenas hubo salido el estudiante.

Acto seguido abrió la puerta y se puso a escuchar. Pero muy pronto, sin poder contenerse, se fue a toda prisa escaleras abajo. Sentía gran curiosidad por saber lo que Rasumikhine decía a la patrona. Pero lo cierto era que el joven parecía haberla subyugado.

Apenas cerró Nastasia la puerta y se fue, el enfermo echó a sus pies la cubierta y saltó al suelo. Había esperado con impaciencia angustiosa, casi convulsiva, el momento de quedarse solo para poder hacer lo que deseaba. Pero ¿qué era lo que deseaba hacer? No conseguía acordarse.

«Señor: sólo quisiera saber una cosa. ¿Lo saben todo o lo ignoran todavía? Tal vez están aleccionados y no dan a entender nada porque estoy enfermo. Acaso me reserven la sorpresa de aparecer un día y decirme que lo saben todo desde hace tiempo y que sólo callaban porque... Pero ¿qué iba yo a hacer? Lo he olvidado. Parece hecho adrede. Lo he olvidado por completo. Sin embargo, estaba pensando en ello hace apenas un minuto...»

Permanecía en pie en medio de la habitación y miraba a su alrededor con un gesto de angustia. Luego se acercó a la puerta, la abrió, aguzó el oído... No, aquello no estaba allí... De súbito creyó acordarse y, corriendo al rincón donde el papel de la pared estaba desgarrado, introdujo su mano en el hueco y hurgó... Tampoco estaba allí. Entonces se fue derecho a la estufa, la abrió y buscó entre las cenizas.

¡Allí estaban los bajos deshilachados del pantalón y los retales del forro del bolsillo! Por lo tanto, nadie había buscado en la estufa. Entonces se acordó de la bota de que Rasumikhine acababa de hablarle. Ciertamente estaba allí, en el diván, cubierta apenas por la colcha, pero era tan vieja y estaba tan sucia de barro, que Zamiotof no podía haber visto nada sospechoso en ella.

«Zamiotof..., la comisaría... ¿Por qué me habrán citado? ¿Dónde está la citación...? Pero ¿qué digo? ¡Si fue el otro día cuando tuve que ir...! También entonces examiné la bota... ¿Para qué habrá venido Zamiotof? ¿Por qué lo habrá traído Rasumikhine?»

Estaba extenuado. Volvió a sentarse en el diván.

«¿Pero qué me sucede? ¿Estoy delirando todavía o todo esto es realidad? Yo creo que es realidad... ¡Ahora me acuerdo de una cosa! ¡Huir, hay que huir, y cuanto antes...! Pero ¿adónde? Además ¿dónde está mi ropa? No tengo botas tampoco... Ya sé: me las han quitado, las han escondido... Pero ahí está mi abrigo. Sin duda se ha librado de las investigaciones... Y el dinero está sobre la mesa, afortunadamente... ¡Y el pagaré...! Cogeré el dinero y me iré a alquilar otra habitación, donde no puedan encontrarme... Sí, pero ¿y la oficina de empadronamiento? Me descubrirán. Rasumikhine daría conmigo... Es mejor irse lejos, fuera del país, a América... Desde allí me reiré de ellos... Cogeré el pagaré: en América me será útil... ¿Qué más me llevaré...? Creen que estoy enfermo y que no me puedo marchar... ¡Ja, ja, ja...! He leído en sus ojos que lo saben todo... Lo que me inquieta es tener que bajar esta escalera... Porque puede estar vigilada la salida, y entonces me daría de manos a boca con los agentes... Pero ¿qué hay allí? ¡Caramba, té! ¡Y cerveza, media botella de cerveza fresca!»

Cogió la botella, que contenía aún un buen vaso de cerveza, y se la bebió de un trago. Experimentó una sensación deliciosa, pues el pecho le ardía. Pero un minuto después ya se le había subido la bebida a la cabeza. Un ligero y no desagradable estremecimiento le recorrió la espalda. Se echó en el diván y se cubrió con la colcha. Sus pensamientos, ya confusos e incoherentes, se enmarañaban cada vez más. Pronto se apoderó de él una dulce somnolencia. Apoyó voluptuosamente la cabeza en la almohada, se envolvió con la colcha que había sustituido a la vieja y destrozada manta, lanzó un débil suspiro y se sumió en un profundo y saludable sueño.

Le despertó un ruido de pasos, abrió los ojos y vio a Rasumikhine, que acababa de abrir la puerta y se había detenido en el umbral, vacilante. Raskolnikof se levantó inmediatamente y se quedó mirándole con la expresión del que trata de recordar algo. Rasumikhine exclamó:

—¡Ya veo que estás despierto...! Bueno, aquí me tienes...

Y gritó, asomándose a la escalera:

—¡Nastasia, sube el paquete!

Luego añadió, dirigiéndose a Raskolnikof:

—Te voy a presentar las cuentas.

—¿Qué hora es? —preguntó el enfermo, paseando a su alrededor una mirada inquieta.

—Has echado un buen sueño, amigo. Deben de ser las seis de la tarde. Has dormido más de seis horas.

—¡Seis horas durmiendo, Señor...!

—No hay ningún mal en ello. Por el contrario, el sueño es beneficioso. ¿Acaso tenías algún negocio urgente? ¿Una cita? Para eso siempre hay tiempo. Hace ya tres horas que estoy esperando que té despiertes. He pasado dos veces por aquí y seguías durmiendo. También he ido dos veces a casa de Zosimof. No estaba... Pero no importa: ya vendrá... Además, he tenido que hacer algunas cosillas. Hoy me he mudado de domicilio, llevándome a mi tío con todo lo demás..., pues has de saber que tengo a mi tío en casa. Bueno, ya hemos hablado bastante de cosas inútiles. Vamos a lo que interesa. Trae el paquete, Nastasia... ¿Y tú cómo estás, amigo mío?

—Me siento perfectamente. Ya no estoy enfermo... Oye, Rasumikhine: ¿hace mucho tiempo que estás aquí?

—Ya té he dicho que hace tres horas que estoy esperando que té despiertes.

—No, me refiero a antes.

—¿Cómo a antes?

—¿Desde cuándo vienes aquí?

—Ya te lo he dicho. ¿Lo has olvidado?

Raskolnikof quedó pensativo. Los acontecimientos de la jornada se le mostraban como a través de un sueño. Todos sus esfuerzos de memoria resultaban infructuosos. Interrogó a Rasumikhine con la mirada.

-Sí, lo has olvidado -dijo Rasumikhine-. Ya me había parecido a mí que no estabas en tus cabales cuando te hablé de eso... Pero el sueño té ha hecho bien. De veras: tienes mejor cara. Ya verás como recobras la memoria enseguida. Entre tanto, echa una mirada aquí, grande hombre.

Y empezó a deshacer aquel paquete que, al parecer, era para él cosa importante.

—Te aseguro, mi fraternal amigo, que era esto lo que más me interesaba. Pues es preciso convertirte en lo que se llama un hombre. Empecemos por arriba. ¿Ves esta gorra? —preguntó sacando del paquete una bastante bonita, pero ordinaria y que no debía de haberle costado mucho—. Permíteme que te la pruebe.

—No, ahora no; después —rechazó Raskolnikof, apartando a su amigo con un gesto de impaciencia.

—No, amigo Rodia; debes obedecer; después sería demasiado tarde. Ten en cuenta que, como la he comprado a ojo, no podría dormir esta noche preguntándome si te vendría bien o no.

Se la probó y lanzó un grito triunfal.

—¡Te está perfectamente! Cualquiera diría que está hecha a la medida. El cubrecabezas, amigo mío, es lo más importante de la vestimenta. Mi amigo Tolstakof se descubre cada vez que entra en un lugar público donde todo el mundo permanece cubierto. La gente atribuye este proceder a sentimientos serviles, cuando lo único cierto es que está avergonzado de su sombrero, que es un nido de polvo. ¡Es un hombre tan tímido...! Oye, Nastenka, mira estos dos cubrecabezas y dime cuál prefieres, si este palmón —cogió de un rincón el deformado sombrero de su amigo, al que llamaba palmón por una causa que sólo él conocía— o esta joya... ¿Sabes lo que me ha costado, Rodia? A ver si lo aciertas... ¿A ti qué te parece, Nastasiuchka? —preguntó a la sirvienta, en vista de que su amigo no contestaba.

—Pues no creo que te haya costado menos de veinte kopeks.

—¿Veinte kopeks, calamidad? —exclamó Rasumikhine, indignado—. Hoy por veinte kopeks ni siquiera a ti se lo podría comprar... ¡Ochenta kopeks...! Pero la he comprado con una condición: la de que el año que viene, cuando ya esté vieja, te darán otra gratis. Palabra de honor que éste ha sido el trato... Bueno, pasemos ahora a los Estados Unidos, como llamábamos a esta prenda en el colegio. He de advertirte que estoy profundamente orgulloso del pantalón.

Y extendió ante Raskolnikof unos pantalones grises de una frágil tela estival.

—Ni una mancha, ni un boquete; aunque usados, están nuevos. El chaleco hace juego con el pantalón, como exige la moda. Bien mirado, debemos felicitamos de que estas prendas no sean nuevas, pues así son más suaves, más flexibles... Ahora otra cosa, amigo Rodia. A mi juicio, para abrirse paso en el mundo hay que observar las exigencias de las estaciones. Si uno no pide espárragos en invierno, ahorra unos cuantos rublos. Y lo mismo pasa con la ropa. Estamos en pleno verano: por eso he comprado prendas estivales. Cuando llegue el otoño necesitarás ropa de más abrigo. Por lo tanto, habrás de dejar ésta, que, por otra parte, estará hecha jirones... Bueno, adivina lo que han costado estas prendas. ¿Cuánto te parece? ¡Dos rublos y veinticinco kopeks! Además, no lo olvides, en las mismas condiciones que la gorra: el año próximo te lo cambiarán gratuitamente. El trapero Fediaev no vende de otro modo. Dice que el que va a comprarle una vez no ha de volver jamás, pues lo que compra le dura toda la vida... Ahora vamos con las botas. ¿Qué té parecen? Ya se ve que están usadas, pero durarán todavía lo menos dos meses. Están confeccionadas en el extranjero. Un secretario de la Embajada de Inglaterra se deshizo de ellas la semana pasada en el mercado. Sólo las había llevado seis días, pero necesitaba dinero. He dado por ellas un rublo y medio. No son caras, ¿verdad?

—Pero ¿y si no le vienen bien? —preguntó Nastasia.

-¿No venirle bien estas botas? Entonces, ¿para qué me he llevado esto? -replicó Rasumikhine, sacando del bolsillo una agujereada y sucia bota de Raskolnikof-. He tomado mis precauciones. Las he medido con esta porquería. He procedido en todo concienzudamente. En cuanto a la ropa interior, me he entendido con la patrona. Ante todo, aquí tienes tres camisas de algodón con el plastrón de moda... Bueno, ahora hagamos cuentas: ochenta kopeks por la gorra, dos rublos veinticinco por los pantalones y el chaleco, unos cincuenta por las botas, cinco por la ropa interior (me ha hecho un precio por todo, sin detallar), dan un total de nueve rublos y cincuenta y cinco kopeks. O sea que tengo que devolverte cuarenta y cinco kopeks. Y ya estás completamente equipado, querido Rodia, pues tu gabán no sólo está en buen use todavía, sino que conserva un sello de distinción. ¡He aquí la ventaja de vestirse en Charmar [22]! En lo que concierne a los calcetines, tú mismo te los comprarás. Todavía nos quedan veinticinco buenos rublos. De Pachenka y de tu hospedaje no te has de preocupar: tienes un crédito ilimitado. Y ahora, querido, habrás de permitirnos que te mudemos la ropa interior. Esto es indispensable, pues en tu camisa puede cobijarse el microbio de la enfermedad.

—Déjame —le rechazó Raskolnikof. Seguía encerrado en una actitud sombría y había escuchado con repugnancia el alegre relato de su amigo.

—Es preciso, amigo Rodia —insistió Rasumikhine—. No pretendas que haya gastado en balde las suelas de mis zapatos... Y tú, Nastasiuchka, no te hagas la pudorosa y ven a ayudarme.

Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikof, consiguió mudarle la ropa.

El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio durante más de dos minutos. «No quieren dejarme en paz, pensaba.

Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó:

—¿Con qué dinero has comprado todo eso?

—¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un empleado de una casa comercial de aquí ha venido a entregártelo hoy, por orden de Vakhruchine. Es tu madre quien te lo ha enviado. ¿Tampoco de esto te acuerdas?

—Sí, ahora me acuerdo —repuso Raskolnikof tras un largo silencio de sombría meditación.

Rasumikhine le observó con una expresión de inquietud.

En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre alto y fornido. Su modo de presentarse evidenciaba que no era la primera vez que visitaba a Raskolnikof.

—¡Al fin tenemos aquí a Zosimof! —exclamó Rasumikhine.

IV

Zosimof era, como ya hemos dicho, alto y grueso. Tenía veintisiete años, una cara pálida, carnosa y cuidadosamente rasurada, y el cabello liso. Llevaba lentes y en uno de sus dedos, hinchados de grasa, un anillo de oro. Vestía un amplio, elegante y ligero abrigo y un pantalón de verano. Toda la ropa que llevaba tenía un sello de elegancia y era cómoda y de superior calidad. Su camisa era de una blancura irreprochable, y la cadena de su reloj, gruesa y maciza. En sus maneras había cierta flemática lentitud y una desenvoltura que parecía afectada. Ejercía una tenaz vigilancia sobre sí mismo, pero su presunción hallaba a cada momento el modo de delatarse. Entre sus conocidos cundía la opinión de que era un hombre difícil de tratar, pero todos reconocían su capacidad como médico.

—He pasado dos veces por tu casa, querido Zosimof —exclamó Rasumikhine—. Como ves, el enfermo ha vuelto en sí.

—Ya lo veo, ya lo veo —dijo Zosimof. Y preguntó a Raskolnikof, mirándole atentamente—: ¿Qué, cómo van esos ánimos?

Acto seguido se sentó en el diván, a los pies del enfermo, mejor dicho, se recostó cómodamente.

—Continúa con su melancolía —dijo Rasumikhine—. Hace un momento le ha faltado poco para echarse a llorar sólo porque le hemos mudado la ropa interior.

—Me parece muy natural, si no tenía ganas de mudarse. La muda podía esperar... El pulso es completamente normal... Un poco de dolor de cabeza, ¿eh?

—Estoy bien, estoy perfectamente —repuso Raskolnikof, irritado.

Al decir esto se había incorporado repentinamente, con los ojos centelleantes. Pero pronto volvió a dejar caer la cabeza en la almohada, quedando de cara a la pared. Zosimof le observaba con mirada atenta.

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