Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 22 стр.


—Muy bien, la cosa va muy bien —dijo en tono negligente—. ¿Ha comido algo hoy?

Rasumikhine le explicó lo que había comido y le preguntó qué se le podía dar.

—Eso tiene poca importancia... Té, sopa... Nada de setas ni de cohombros, por supuesto... Ni carnes fuertes...

Cambió una mirada con Rasumikhine y continuó:

—Pero, como ya he dicho, eso tiene poca importancia... Nada de pociones, nada de medicamentos. Ya veremos si mañana... El caso es que hoy hubiéramos podido... En fin, lo importante es que todo va bien.

—Mañana por la tarde me lo llevaré a dar un paseo —dijo Rasumikhine—. Iremos a los jardines Iusupof y luego al Palacio de Cristal.

—Mañana tal vez no convenga todavía... Aunque un paseo cortito... En fin, ya veremos.

—Lo que me contraría es que hoy estreno un nuevo alojamiento cerca de aquí y quisiera que estuviese con nosotros, aunque fuera echado en un diván... Tú sí que vendrás, ¿eh? —preguntó de improviso a Zosimof—. No lo olvides; tienes que venir.

—Procuraré ir, pero hasta última hora me será imposible. ¿Has organizado una fiesta?

—No, simplemente una reunión íntima. Habrá arenques, vodka, té, un pastel.

—¿Quién asistirá?

—Camaradas, gente joven, nuevas amistades en su mayoría. También estará un tío mío, ya viejo, que ha venido por asuntos de negocio a Petersburgo. Nos vemos una vez cada cinco años.

—¿A qué se dedica?

—Ha pasado su vida vegetando como jefe de correos en una pequeña población. Tiene una modesta remuneración y ha cumplido ya los sesenta y cinco. No vale la pena hablar de él, aunque te aseguro que lo aprecio. También vendrá Porfirio Simonovitch [23], juez de instrucción y antiguo alumno de la Escuela de Derecho. Creo que tú lo conoces.

—¿Es también pariente tuyo?

—¡Bah, muy lejano...! Pero ¿qué te pasa? Pareces disgustado. ¿Serás capaz de no venir porque un día disputaste con él?

—Eso me importa muy poco.

—¡Mejor que mejor! También asistirán algunos estudiantes, un profesor, un funcionario, un músico, un oficial, Zamiotof...

—¿Zamiotof? Te agradeceré que me digas lo que tú o él —indicó al enfermo con un movimiento de cabeza— tenéis que ver con ese Zamiotof.

—¡Ya salió aquello! Los principios... Tú estás sentado sobre tus principios como sobre muelles, y no te atreves a hacer el menor movimiento. Mi principio es que todo depende del modo de ser del hombre. Lo demás me importa un comino. Y Zamiotof es un excelente muchacho.

—Pero no demasiado escrupuloso en cuanto a los medios para enriquecerse.

—Admitamos que sea así. Eso a mí no me importa. ¿Qué importancia tiene? —exclamó Rasumikhine con una especie de afectada indignación—. ¿Acaso he alabado yo este rasgo suyo? Yo sólo digo que es un buen hombre en su género. Además, si vamos a juzgar a los hombres aplicándoles las reglas generales, ¿cuántos quedarían verdaderamente puros? Apostaría cualquier cosa a que si se mostraran tan exigentes conmigo, resultaría que no valgo un bledo... ni aunque té englobaran a ti con mi persona.

—No exageres: yo daría dos bledos por ti.

—Pues a mí me parece que tú no vales más de uno... Bueno, continúo. Zamiotof no es todavía más que un muchacho, y yo le tiro de las orejas. Siempre es mejor tirar que rechazar. Si rechazas a un hombre, no podrás obligarlo a enmendarse, y menos si se trata de un muchacho. Debemos ser muy comprensivos con estos mozalbetes... Pero vosotros, estúpidos progresistas, vivís en las nubes. Despreciáis a la gente y no veis que así os perjudicáis a vosotros mismos... Y té voy a decir una cosa: Zamiotof y yo tenemos entre manos un asunto que nos interesa a los dos por igual.

—Me gustaría saber qué asunto es ése.

—Se trata del pintor, de ese pintor de brocha gorda. Conseguiremos que lo pongan en libertad. No será difícil, porque el asunto está clarísimo. Nos bastará presionar un poco para que quede la cosa resuelta.

—No sé a qué pintor te refieres.

—¿No? ¿Es posible que no té haya hablado de esto...? Se trata de la muerte de la vieja usurera. Hay un pintor mezclado en el suceso.

—Ya tenía noticias de ese asunto. Me enteré por los periódicos. Por eso sólo me interesó hasta cierto punto. Bueno, explícame.

—También asesinaron a Lisbeth —dijo de pronto Nastasia dirigiéndose a Raskolnikof. (Se había quedado en la habitación, apoyada en la pared, escuchando el diálogo.)

—¿Lisbeth? —murmuró Raskolnikof, con voz apenas perceptible.

—Sí, Lisbeth, la vendedora de ropas usadas. ¿No la conocías? Venía a esta casa. Incluso arregló una de tus camisas.

Raskolnikof se volvió hacia la pared. Escogió del empapelado, de un amarillo sucio, una de las numerosas florecillas aureoladas de rayitas oscuras que había en él y se dedicó a examinarla atentamente. Observó los pétalos. ¿Cuántos había? Y todos los trazos, hasta los menores dentículos de la corola. Sus miembros se entumecían, pero él no hacía el menor movimiento. Su mirada permanecía obstinadamente fija en la menuda flor.

—Bueno, ¿qué me estabas diciendo de ese pintor? —preguntó Zosimof, interrumpiendo con viva impaciencia la palabrería de Nastasia, que suspiró y se detuvo.

—Que se sospecha que es el autor del asesinato —dijo Rasumikhine, acalorado.

—¿Hay cargos contra él?

—Sí, y, fundándose en ellos, se le ha detenido. Pero, en realidad, estos cargos no son tales cargos, y esto es lo que pretendemos demostrar. La policía sigue ahora una falsa pista, como la siguió al principio con..., ¿cómo se llaman...? Koch y Pestriakof... Por muy poco que le afecte a uno el asunto, uno no puede menos de sublevarse ante una investigación conducida tan torpemente. Es posible que Pestriakof pase dentro de un rato por mi casa... A propósito, Rodia. Tú debes de estar enterado de todo esto, pues ocurrió antes de tu enfermedad, precisamente la víspera del día en que té desmayaste en la comisaría cuando se estaba hablando de ello.

—¿Quieres que te diga una cosa, Rasumikhine? —dijo Zosimof—. Te estoy observando desde hace un momento y veo que té alteras con una facilidad asombrosa.

—¡Qué importa! Eso no cambia en nada la cuestión —exclamó Rasumikhine dando un puñetazo en la mesa—. Lo más indignante de este asunto no son los errores de esa gente: uno puede equivocarse; las equivocaciones conducen a la verdad. Lo que me saca de mis casillas es que, aún equivocándose, se creen infalibles. Yo aprecio a Porfirio, pero... ¿Sabes lo que les desorientó al principio? Que la puerta estaba cerrada, y cuando Koch y Pestriakof volvieron a subir con el portero, la encontraron abierta. Entonces dedujeron que Pestriakof y Koch eran los asesinos de la vieja. Así razonan.

—No té acalores. Tenían que detenerlos... De ese Koch tengo noticias. Al parecer, compraba a la vieja los objetos que no se desempeñaban.

—No es un sujeto recomendable. También compraba pagarés. ¡Que el diablo se lo lleve! lo que me pone fuera de mí es la rutina, la anticuada e innoble rutina de esa gente. Éste era el momento de renunciar a los viejos procedimientos y seguir nuevos sistemas. Los datos psicológicos bastarían para darles una nueva pista. Pero ellos dicen: «Nos atenemos a los hechos.» Sin embargo, los hechos no son lo único que interesa. El modo de interpretarlos influye en un cincuenta por ciento como mínimo en el éxito de las investigaciones.

—¿Y tú sabes interpretar los hechos?

—Lo que te puedo decir es que cuando uno tiene la íntima convicción de que podría ayudar al esclarecimiento de la verdad, le es imposible contenerse... ¿Conoces los detalles del suceso?

—Estoy esperando todavía la historia de ese pintor de paredes.

—¡Ah, sí! Pues escucha. Al día siguiente del crimen, por la mañana, cuando la policía sólo pensaba aún en Koch y Pestriakof (a pesar de que éstos habían dado toda clase de explicaciones convincentes sobre sus pasos), he aquí que se produce un hecho inesperado. Un campesino llamado Duchkhine, que tiene una taberna frente a la casa del crimen, se presentó en la comisaría y entrega un estuche que contiene un par de pendientes de oro. A continuación refiere la siguiente historia:

«—Anteayer, un poco después de las ocho de la noche (hora que coincide con la del suceso), Mikolai, un pintor de oficio que frecuenta mi establecimiento, me trajo estos pendientes y me pidió que le prestara dos rublos, dejándome la joya en prenda.

»—¿De dónde has sacado esto? —le pregunté.

»Él me contestó que se los había encontrado en la calle, y yo no le hice más preguntas. Le di un rublo. Pensé que si yo no hacia la operación, se aprovecharía otro, que Mikolai se bebería el dinero de todas formas y que era preferible que la joya quedara en mis manos, pues estaba decidido a entregarla a la policía si me enteraba de que era un objeto robado, al venir alguien a reclamarla.»

—Naturalmente —dijo Rasumikhine—, esto era un cuento tártaro. Duchkhine mentía descaradamente, pues le conozco y sé que cuando aceptó de Mikolai esos pendientes que valen treinta rublos no fue precisamente para entregarlos a la policía. Si lo hizo fue por miedo. Pero esto poco importa. Dejemos que Duchkhine siga hablando.

«Conozco a Mikolai Demetiev desde mi infancia, pues nació, como yo, en el distrito de Zaraisk, gobierno de Riazán. No es un alcohólico, pero le gusta beber a veces. Yo sabía que él estaba pintando unas habitaciones en la casa de enfrente, con Mitri, que es paisano suyo. Apenas tuvo en sus manos el rublo, se bebió dos vasitos, pagó, se echó el cambio al bolsillo y se fue. Mitri no estaba con él entonces. A la mañana siguiente me enteré de que Alena Ivanovna y su hermana Lisbeth habían sido asesinadas a hachazos. Las conocía y sabía que la vieja prestaba dinero sobre los objetos de valor. Por eso tuve ciertas sospechas acerca de estos pendientes. Entonces me dirigí a la casa y empecé a investigar con el mayor disimulo, como si no me importara la cosa. Lo primero que hice fue preguntar:

»—¿Está Mikolai?

»Y Mitri me explicó que Mikolai no había ido al trabajo, que había vuelto a su casa bebido al amanecer, que había estado en ella no más de diez minutos y que había vuelto a marcharse. Mitri no le había vuelto a ver y estaba terminando solo el trabajo.

»El departamento donde trabajaban los dos pintores está en el segundo piso y da a la misma escalera que las habitaciones de las víctimas.

»Hechas estas averiguaciones y sin decir ni una palabra a nadie, reuní cuantos datos me fue posible acerca del asesinato y volví a mi casa sin que mis sospechas se hubieran desvanecido.

»A la mañana siguiente, o sea dos después del crimen —continuó Duchkhine—, apareció Mikolai en mi establecimiento. Había bebido, pero no demasiado, de modo que podía comprender lo que se le decía. Se sentó en un banco sin pronunciar palabra. En aquel momento sólo había en la taberna otro cliente, que dormía en un banco, y mis dos muchachos.

»—¿Has visto a Mitri? —pregunté a Mikolai.

»—No, no lo he visto —repuso.

»—Entonces, ¿no has venido por aquí?

»—;No, no he venido desde anteayer.

»—¿Dónde has pasado esta noche?

»—En las Arenas, en casa de los Kolomensky.

»Entonces le pregunté:

»—¿De dónde sacaste los pendientes que me trajiste anteanoche?

»—Me los encontré en la acera —respondió con un tonillo sarcástico y sin mirarme.

»—¿Te has enterado de que aquella noche y a aquella hora ocurrió tal y tal cosa en la casa donde trabajabas?

»—No, no sabía nada de eso.

»Había escuchado mis últimas palabras con los ojos muy abiertos. De pronto se pone blanco como la cal, coge su gorro, se levanta... Yo intento detenerle.

»—Espera, Mikolai. ¿No quieres tomar nada?

»Y digo por señas a uno de mis muchachos que se sitúe en la puerta. Yo, entre tanto, salgo de detrás del mostrador. Pero él adivina mis intenciones y se planta de un salto en la calle. Inmediatamente echa a correr y desaparece tras la primera esquina. Desde este momento, ya no me cupo duda de que era culpable.»

—Lo mismo creo yo —dijo Zosimof.

—Espera, escucha el final... Naturalmente, la policía empezó a buscar a Mikolai por todas partes. Se detuvo a Duchkhine y se registró su casa. En la vivienda de Mitri y en casa de los Kolomensky no quedó nada por mirar y revolver. Al fin, anteayer se detuvo a Mikolai en una posada próxima a la Barrera. Al llegar a la posada, Mikolai se había quitado una cruz de plata que colgaba de su cuello y la había entregado al dueño de la posada para que se la cambiara por vodka. Se le dio la bebida. Unos minutos después, una campesina que volvía de ordeñar a las vacas vio en una cochera vecina, mirando por una rendija, a un hombre que evidentemente iba a ahorcarse. Habla colgado una cuerda del techo y, después de hacer un nudo corredizo en el otro extremo, se había subido a un montón de leña y se disponía a pasar la cabeza por el nudo corredizo. La mujer empezó a gritar con todas sus fuerzas y acudió gente.

»—¡Vaya unos pasatiempos que té buscas!

»—Llevadme a la comisaría. Allí lo contaré todo.

»Se atendió a su demanda y se le condujo a la comisaría correspondiente, que es la de nuestro barrio. En seguida empezó el interrogatorio de rigor.

»—¿Quién es usted y qué edad tiene?

»—Tengo veintidós años y soy..., etcétera.

»Pregunta:

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