Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 23 стр.


»—Mientras trabajaba usted con Mitri en tal casa, ¿no vio a nadie en la escalera a tal hora?

»Respuesta:

»—Subía y bajaba bastante gente, pero yo no me fijé en nadie.

»—¿Y no oyó usted ningún ruido?

»—No oí nada de particular.

»—¿Sabía usted que tal día y a tal hora mataron y desvalijaron a la vieja del cuarto piso y a su hermana?

»—No lo sabía en absoluto. Me lo dijo Atanasio Pavlovitch anteayer en su taberna.

»—¿De dónde sacó los pendientes?

»—Me los encontré en la calle.

»—¿Por qué no fue a trabajar al día siguiente con su compañero Mitri?

»—Tenía ganas de divertirme.

»—¿Adónde fue?

»—De un lado a otro.

»—¿Por qué huyó usted de la taberna de Duchkhine?

»—Tenía miedo.

»—¿De qué?

»—De que me condenaran.

»—¿Cómo explica usted ese temor si tenía la conciencia tranquila?

»Aunque parezca mentira, Zosimof —continuó Rasumikhine—, se le hizo esta pregunta y con estas mismas palabras. Lo sé de buena fuente... ¿Qué te parece? Dime: ¿qué te parece?

—Las pruebas son abrumadoras.

—Yo no te hablo de las pruebas, sino de la pregunta que se le hizo, del concepto que tiene de su deber esa gente, esos policías... En fin, dejemos esto... Desde luego, presionaron al detenido de tal modo, que acabó por declarar:

«—No fue en la calle donde encontré los pendientes, sino en el piso donde trabajaba con Mitri.

»—¿Cómo se produjo el hallazgo?

»—;Lo voy a explicar. Mitri y yo estuvimos todo el día trabajando y, cuando nos íbamos a marchar, Mitri cogió un pincel empapado de pintura y me lo pasó por la cara. Después echó a correr escaleras abajo y yo fui tras él, bajando los escalones de cuatro en cuatro y lanzando juramentos. Cuando llegué a la entrada, tropecé con el portero y con unos señores que estaban con él y que no recuerdo cómo eran. El portero empezó a insultarme, el segundo portero hizo lo mismo; luego salió de la garita la mujer del primer portero y se sumó a los insultos. Finalmente, un caballero que en aquel momento entraba en la casa acompañado de una señora nos puso también de vuelta y media porque no los dejábamos pasar. Cogí a Mitri del pelo, lo derribé y empecé a atizarle. El, aunque estaba debajo, consiguió también asirme por el pelo y noté que me devolvía los golpes. Pero todo era broma. Al fin, Mitri consiguió libertarse y echó a correr por la calle. Yo le perseguí, pero, al ver que no le podía alcanzar, volví al piso donde trabajábamos para poner en orden las cosas que habíamos dejado de cualquier modo. Mientras las arreglaba, esperaba a Mitri. Creía que volvería de un momento a otro. De pronto, en un rincón del vestíbulo, detrás de la puerta, piso una cosa. La recojo, quito el papel que la envuelve y veo un estuche, y en el estuche los pendientes.

—¿Detrás de la puerta? ¿Has dicho detrás de la puerta? —preguntó de súbito Raskolnikof, fijando en Rasumikhine una mirada llena de espanto. Seguidamente, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y apoyó el codo en el diván.

—Sí, ¿y qué? ¿Por qué te pones así? ¿Qué té ha pasado? preguntó Rasumikhine levantándose de su asiento.

—No, nada —balbuceó Raskolnikof penosamente, dejando caer la cabeza en la almohada y volviéndose de nuevo hacia la pared.

Hubo un momento de silencio.

—Debía de estar medio dormido, ¿verdad? —preguntó Rasumikhine, dirigiendo a Zosimof una mirada interrogadora.

El doctor movió negativamente la cabeza.

Bueno —dijo—, continúa. ¿Qué ocurrió después?

—¿Después? Pues ocurrió que, apenas vio los pendientes, se olvidó de su trabajo y de Mitri, cogió su gorro y corrió a la taberna de Duchkhine. Éste le dio, como ya sabemos, un rublo, y Mikolai le mintió diciendo que se había encontrado los pendientes en la calle. Luego se fue a divertirse. En lo que concierne al crimen, mantiene sus primeras declaraciones.»—Yo no sabía nada —insiste—, no supe nada hasta dos días después.

»—¿Y por qué se ocultó?

»—Por miedo.

»—;¿Por qué quería ahorcarse?

»—Por temor.

»—¿Temor de qué?

»—De que me condenaran.

»Y esto es todo —terminó Rasumikhine—. ¿Qué conclusiones crees que han sacado?

—No sé qué decirte. Existe una sospecha, discutible tal vez pero fundada. No podían dejar en libertad a tu pintor de fachadas.

—¡Pero es que le atribuyen el asesinato! ¡No les cabe la menor duda!

—Óyeme. No te acalores. Has de convenir que si el día y a la hora del crimen, unos pendientes que estaban en el arca de la víctima pasaron a manos de Nicolás [24], es natural que se le pregunte cómo se los procuró. Es un detalle importante para la instrucción del sumario.

—¿Que cómo se los procuró? ——exclamó Rasumikhine—. Pero ¿es posible que tú, doctor en medicina y, por lo tanto, más obligado que nadie a estudiar la naturaleza humana, y que has podido profundizar en ella gracias a tu profesión, no hayas comprendido el carácter de Nicolás basándote en los datos que te he dado? ¿Es posible que no estés convencido de que sus declaraciones en los interrogatorios que ha sufrido son la pura verdad? Los pendientes llegaron a sus manos exactamente como él ha dicho: pisó el estuche y lo recogió.

—Podrá decir la pura verdad; pero él mismo ha reconocido que mintió la primera vez.

—Oye, escúchame con atención. El portero, Koch, Pestriakof, el segundo portero, la mujer del primero, otra mujer que estaba en aquel momento en la portería con la portera, el consejero Krukof, que acababa de bajar de un coche y entraba en la casa con una dama cogida a su brazo; todas estas personas, es decir, ocho, afirman que Nicolás tiró a Mitri al suelo y lo mantuvo debajo de él, golpeándole, mientras Mitri cogía a su camarada por el pelo y le devolvía los golpes con creces. Están ante la puerta y dificultan el paso. Se les insulta desde todas partes, y ellos, como dos chiquillos (éstas son las palabras de los testigos), gritan, disputan, lanzan carcajadas, se hacen guiños y se persiguen por la calle. Como verdaderos chiquillos, ¿comprendes? Ten en cuenta que arriba hay dos cadáveres que todavía conservan calor en el cuerpo; sí, calor; no estaban todavía fríos cuando los encontraron... Supongamos que los autores del crimen son los dos pintores, o que sólo lo ha cometido Nicolás, y que han robado, forzando la cerradura del arca, o simplemente participado en el robo. Ahora, admitido esto, permíteme una pregunta. ¿Se puede concebir la indiferencia, la tranquilidad de espíritu que demuestran esos gritos, esas risas, esa riña infantil en personas que acaban de cometer un crimen y están ante la misma casa en que lo han cometido? ¿Es esta conducta compatible con el hacha, la sangre, la astucia criminal y la prudencia que forzosamente han de acompañar a semejante acto? Cinco o diez minutos después de haber cometido el asesinato (no puede haber transcurrido más tiempo, ya que los cuerpos no se han enfriado todavía), salen del piso, dejando la puerta abierta y, aun sabiendo que sube gente a casa de la vieja, se ponen a juguetear ante la puerta de la casa, en vez de huir a toda prisa, y ríen y llaman la atención de la gente, cosa que confirman ocho testigos... ¡Qué absurdo!

—Sin duda, todo esto es extraño, incluso parece imposible, pero...

—¡No hay pero que valga! Yo reconozco que el hecho de que se encontraran los pendientes en manos de Nicolás poco después de cometerse el crimen constituye un grave cargo contra él. Sin embargo, este hecho queda explicado de un modo plausible en las declaraciones del acusado y, por lo tanto, es discutible. Además, hay que tener en cuenta los hechos que son favorables a Nicolás, y más aún cuando se da el caso de que estos hechos están fuera de duda. ¿Tú qué crees? Dado el carácter de nuestra jurisprudencia, ¿son capaces los jueces de considerar que un hecho fundado únicamente en una imposibilidad psicológica, en un estado de alma, por decirlo así, puede aceptarse como indiscutible y suficiente para destruir todos los cargos materiales, sean cuales fueren? No, no lo admitirán jamás. Han encontrado el estuche en sus manos y él quería ahorcarse, cosa que, a su juicio, no habría ocurrido si él no se hubiera sentido culpable... Ésta es la cuestión fundamental; esto es lo que me indigna, ¿comprendes?

—Sí, ya veo que estás indignado. Pero oye, tengo que hacerte una pregunta. ¿Hay pruebas de que esos pendientes se sacaron del arca de la vieja?

—Sí —repuso Rasumikhine frunciendo las cejas—. Koch reconoció la joya y dijo quién la había empeñado. Esta persona confirmó que los pendientes le pertenecían.

—Lamentable. Otra pregunta. ¿Nadie vio a Nicolás mientras Koch y Pestriakof subían al cuarto piso, con lo que quedaría probada la coartada?

—Desgraciadamente, nadie lo vio —repuso Rasumikhine, malhumorado—. Ni siquiera Koch y Pestriakof los vieron al subir. Claro que su testimonio no valdría ya gran cosa. «Vimos —dicen— que el piso estaba abierto y nos pareció que trabajaban en él, pero no prestamos atención a este detalle y no podríamos decir si los pintores estaban o no allí en aquel momento.»

—¿Así, la inculpabilidad de Nicolás descansa enteramente en las risas y en los golpes que cambió con su camarada...? En fin, admitamos que esto constituye una prueba importante en su favor. Pero dime: ¿cómo puedes explicar el proceso del hallazgo de los pendientes, si admites que el acusado dice la verdad, o sea que los encontró en el departamento donde trabajaba?

—¿Que cómo puedo explicarlo? Del modo más sencillo. La cosa está perfectamente clara. Por lo menos, el camino que hay que seguir para llegar a la verdad se nos muestra con toda claridad, y es precisamente esa joya la que lo indica. Los pendientes se le cayeron al verdadero culpable. Éste estaba arriba, en el piso de la vieja, mientras Koch y Pestriakof llamaban a la puerta. Koch cometió la tontería de bajar a la entrada poco después que su compañero. Entonces el asesino sale del piso y empieza a bajar la escalera, ya que no tiene otro camino para huir. A fin de no encontrarse con el portero, Koch y Pestriakof, ha de esconderse en el piso vacío que Nicolás y Mitri acaban de abandonar. Permanece oculto detrás de la puerta mientras los otros suben al piso de las víctimas, y, cuando el ruido de los pasos se aleja, sale de su escondite y baja tranquilamente. Es el momento en que Mitri y Nicolás echan a correr por la calle. Todos los que estaban ante la puerta se han dispersado. Tal vez alguien le viera, pero nadie se fijó en él. ¡Entraba y salía tanta gente por aquella puerta! El estuche se le cayó del bolsillo cuando estaba oculto detrás de la puerta, y él no lo advirtió porque tenía otras muchas cosas en que pensar en aquel momento. Que el estuche estuviera allí demuestra que el asesino se escondió en el piso vacío. He aquí explicado todo el misterio.

—Ingenioso, amigo Rasumikhine, diabólicamente ingenioso, incluso demasiado ingenioso.

—¿Por qué demasiado?

—Porque todo es tan perfecto, porque los detalles están tan bien trabados, que uno cree hallarse ante una obra teatral.

Rasumikhine abrió la boca para protestar, pero en este momento se abrió la puerta, y los jóvenes vieron aparecer a un visitante al que ninguno de ellos conocía.

V

Era un caballero de cierta edad, movimientos pausados y fisonomía reservada y severa. Se detuvo en el umbral y paseó a su alrededor una mirada de sorpresa que no trataba de disimular y que resultaba un tanto descortés. «¿Dónde me he metido?», parecía preguntarse. Observaba la habitación, estrecha y baja de techo como un camarote, con un gesto de desconfianza y una especie de afectado terror.

Su mirada conservó su expresión de asombro al fijarse en Raskolnikof, que seguía echado en el mísero diván, vestido con ropas no menos miserables, y que le miraba como los demás.

Después el visitante observó atentamente la barba inculta, los cabellos enmarañados y toda la desaliñada figura de Rasumikhine, que, a su vez y sin moverse de su sitio, le miraba con una curiosidad impertinente.

Durante más de un minuto reinó en la estancia un penoso silencio, pero al fin, como es lógico, la cosa cambió.

Comprendiendo sin duda —pues ello saltaba a la vista que su arrogancia no imponía a nadie en aquella especie de camarote de trasatlántico, el caballero se dignó humanizarse un poco y se dirigió a Zosimof cortésmente pero con cierta rigidez.

—Busco a Rodion Romanovitch Raskolnikof, estudiante o ex estudiante —dijo, articulando las palabras sílaba a sílaba.

Zosimof inició un lento ademán, sin duda para responder, pero Rasumikhine, aunque la pregunta no iba dirigida a él, se anticipó.

—Ahí lo tiene usted, en el diván —dijo—. ¿Y usted qué desea?

La naturalidad con que estas palabras fueron pronunciadas pareció ablandar al presuntuoso caballero, que incluso se volvió hacia Rasumikhine. Pero enseguida se contuvo y, con un rápido movimiento, fijó de nuevo la mirada en Zosimof.

—Ahí tiene usted a Raskolnikof —repuso el doctor, indicando al enfermo con un movimiento de cabeza. Después lanzó un gran bostezo y, seguidamente y con gran lentitud, sacó del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro, que consultó y volvió a guardarse, con la misma calma.

Raskolnikof, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo al recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado. Estaba pálido y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como si el enfermo acabara de salir de una operación o de experimentar terribles torturas... Sin embargo, el visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que primero fue sorpresa, enseguida desconfianza y finalmente temor.

Cuando Zosimof dijo: «Ahí tiene usted a Raskolnikof, éste se levantó con un movimiento tan repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con voz débil y entrecortada pero agresiva:

—Sí, yo soy Raskolnikof. ¿Qué desea usted?

El visitante le observó atentamente y repuso, en un tono lleno de dignidad:

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