Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 25 стр.


—El culpable debe de ser un profesional de gran experiencia. ¡Qué resolución, qué audacia!

—Pues no —replicó Rasumikhine—. En eso, tú y todo el mundo estáis equivocados. Yo estoy seguro de que es un inexperto de que éste es su primer crimen. Si nos imaginamos un plan bien urdido y un criminal experimentado, nada tiene explicación. Para que la tenga, hay que suponer que es un principiante y admitir que sólo la suerte le ha permitido escapar. ¿Qué no podrá hacer el azar? Es muy posible que no previera ningún obstáculo. ¿Y cómo lleva a cabo el robo? Busca en la caja donde la vieja guardaba sus trapos, coge unos cuantos objetos que no valen más de treinta rublos y se llena con ellos los bolsillos. Sin embargo, en el cajón superior de la cómoda se ha encontrado una caja que contenía más de mil quinientos rublos en metálico y cierta cantidad de billetes. Ni siquiera supo robar. Lo único que supo hacer fue matar. ¡Lo dicho: un principiante! Perdió la cabeza, y si no Lo han descubierto no Lo debe a su destreza, sino al azar.

—¿Hablan ustedes del asesinato de esa vieja prestamista? —intervino Lujine, dirigiéndose a Zosimof. Con el sombrero en las manos se disponía a despedirse, pero deseaba decir todavía algunas cosas profundas. Quería dejar buen recuerdo en aquellos jóvenes. La vanidad podía en él más que la razón.

—Sí. ¿Ha oído usted hablar de ese crimen?

—¿Cómo no? Ha ocurrido en las cercanías de la casa donde me hospedo.

—¿Conoce usted los detalles?

—Los detalles, no, pero este asunto me interesa por la cuestión general que plantea. Dejemos a un lado el aumento incesante de la criminalidad durante los últimos cinco años en las clases bajas. No hablemos tampoco de la sucesión ininterrumpida de incendios provocados y actos de pillaje. Lo que me asombra es que la criminalidad crezca de modo parecido en las clases superiores. Un día nos enteramos de que un ex estudiante ha asaltado el coche de correos en la carretera. Otro, que hombres cuya posición los sitúa en las altas esferas fabrican moneda falsa. En Moscú se descubre una banda de falsificadores de billetes de la lotería, uno de cuyos jefes era un profesor de historia universal. Además, se da muerte a un secretario de embajada por una oscura cuestión de dinero... Si la vieja usurera ha sido asesinada por un hombre de la clase media (los mujiksno tienen el hábito de empeñar joyas), ¿cómo explicar este relajamiento moral en la clase más culta de nuestra ciudad?

—Los fenómenos económicos han producido transformaciones que... —comenzó a decir Zosimof.

—¿Cómo explicarlo? —le interrumpió Rasumikhine—. Pues precisamente por esa falta de actividad razonada.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Qué respondió ese profesor de historia universal cuando le interrogaron? «Cada cual se enriquece a su modo. Yo también he querido enriquecerme Lo más rápidamente posible.» No recuerdo las palabras que empleó, pero sé que quiso decir «ganar dinero rápidamente y sin esfuerzo». El hombre se acostumbra a vivir sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pongan la comida en la boca. Hoy cada uno se muestra como realmente es.

—Pero la moral, las leyes...

—¿Qué le sorprende? —preguntó repentinamente Raskolnikof—. Todo esto es la aplicación de sus teorías.

—¿De mis teorías?

—Sí, la conclusión lógica de los principios que acaba usted de exponer es que se puede incluso asesinar.

—Un momento, un momento... —exclamó Lujine.

—No estoy de acuerdo —dijo Zosimof.

Raskolnikof estaba pálido y respiraba con dificultad. Su labio superior temblaba convulsivamente.

—Todo tiene su medida —dijo Lujine con arrogancia—. Una idea económica no ha sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo...

—¿Acaso no es cierto —le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un júbilo hostil que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues Lo mejor es casarse con una mujer pobre para poder dominarla y recordarle el bien que se le ha hecho?

—Pero... —exclamó Lujine, trastornado por la cólera—. ¡Oh, qué modo de desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme, pero puedo asegurarle que las noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé dónde está el origen del mal... Por Lo menos, Lo supongo... Se Lo diré francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas, alterase de tal modo su sentido. Además...

—¡Óigame! —bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en Lujine una mirada ardiente—. ¡Escuche!

—Usted dirá.

Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió un silencio que duró varios segundos.

—Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir una palabra más contra mi madre, lo echo escaleras abajo.

—¡Pero Rodia! —exclamó Rasumikhine.

—¡Si, escaleras abajo!

Lujine había palidecido y se mordía los labios.

—Óigame, señor —comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse—: la acogida que usted me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo!

—¡Yo no estoy enfermo! —exclamó Raskolnikof.

—¡Peor que peor!

—¡Váyase al diablo!

Lujine no había esperado esta invitación. Se deslizaba ya entre la silla y la mesa. Esta vez, Rasumikhine se levantó para dejarlo pasar. Lujine no se dignó mirarle y salió sin ni siquiera saludar a Zosimof, que desde hacía unos momentos le estaba diciendo por señas que dejara al enfermo tranquilo. Al verle alejarse con la cabeza baja, era fácil comprender que no olvidaría la terrible ofensa recibida.

—¡Vaya un modo de conducirse! —dijo Rasumikhine al enfermo, sacudiendo la cabeza con un gesto de preocupación.

—¡Déjame! ¡Dejadme todos! —gritó Raskolnikof en un arrebato de ira—. ¿Me dejaréis de una vez, verdugos? No creáis que os temo. Ahora ya no temo a nadie, ¡a nadie! ¡Marchaos! ¡Quiero estar solo! ¿Lo oís? ¡Solo!

—Vámonos —dijo Zosimof a Rasumikhine.

—Pero ¿lo vamos a dejar así?

—Vámonos.

Rasumikhine reflexionó un momento. Después siguió a Zosimof.

Cuando estuvieron en la escalera, el doctor dijo:

—Si no le hubiésemos obedecido, habría sido peor. No hay que irritarlo.

—Pero ¿qué tiene?

—Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. Ahora habría sido capaz de todo... Algo le preocupa profundamente. Es una obsesión que te corroe y te exaspera. Eso es lo que más me inquieta.

—Tal vez este señor Piotr Petrovitch tenga algo que ver con ello. De la conversación que ha sostenido con él se desprende que se va a casar con la hermana de Rodia y que nuestro amigo se ha enterado de ello poco antes de su enfermedad.

—Sí, es el diablo el que lo ha traído, pues su visita lo ha echado todo a perder. Y ¿has observado que, aunque parece indiferente a todo, hay una cosa que le saca de su mutismo? Ese crimen... Oír hablar de él le pone fuera de sí.

-Lo he notado enseguida -respondió Rasumikhine-. Presta atención y se inquieta. Precisamente se puso enfermo el día en que oyó hablar de ese asunto en la comisaría. Incluso se desvaneció.

—Ven esta noche a mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso. Me interesa mucho. Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro de media hora. Por el momento no hay que temer ningún trastorno cerebral grave.

—Gracias por todo. Ahora voy a ver a Pachenka. Diré a Nastasia que lo vigile.

Cuando sus amigos se fueron, Raskolnikof dirigió una mirada llena de angustiosa impaciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a marcharse.

—¿Te traigo ya el té? —preguntó.

—Después. Ahora quiero dormir. Vete.

Se volvió hacia la pared con un movimiento convulsivo, y Nastasia salió del aposento.

VI

Apenas Se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo, deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño, se había serenado de súbito. La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el pánico de los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma, de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos, revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró.

Se daba cuenta de su estado de debilidad, pero la extrema tensión de ánimo a la que debía su serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y parecía darle fuerzas. Por lo demás, no temía caerse en la calle. Cuando estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un momento contemplando el dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos segundos de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía a veinticinco rublos. Cogió también lo que a su amigo le había sobrado de los diez rublos destinados a la compra de las prendas de vestir y, acto seguido, descorrió el cerrojo. Salió de la habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar por el piso de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta. Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en aquella fuga.

Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el polvoriento aire, envenenado por las emanaciones pestilentes de la ciudad. Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y ni siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir viviendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desesperada, con una firmeza indómita.

Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que vestía como una damisela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado. Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda de dos kopeks. Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.

—¡Basta! —gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.

—¿Le gustan las canciones callejeras? —preguntó de súbito Raskolnikof a un transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de paseante desocupado.

El desconocido le miró con un gesto de asombro.

—A mí —continuó Raskolnikof, que parecía hablar de cualquier cosa menos de canciones— me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas...

—No sé..., no sé... Perdone —balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas palabras de Raskolnikof como por su aspecto. Y se apresuró a pasar a la otra acera.

El joven continuó su camino y desembocó en la plaza del Mercado, precisamente por el punto donde días atrás el matrimonio de comerciantes hablaba con Lisbeth. Pero la pareja no estaba. Raskolnikof se detuvo al reconocer el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que llevaba una camisa roja y bostezaba a la puerta de un almacén de harina.

—En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene aspecto de campesina, ¿verdad?

—Aquí vienen muchos comerciantes —respondió el joven, midiendo a Raskolnikof con una mirada de desdén.

—¿Cómo se llama?

—Como le pusieron al bautizarlo.

—¿Eres tal vez de Zaraisk? ¿De qué provincia?

El mozo volvió a mirar a Raskolnikof.

—Alteza, mi familia no es de ninguna provincia, sino de un distrito. Mi hermano, que es el que viaja, entiende de esas cosas. Pero yo, como tengo que quedarme aquí, no sé nada. Espero de la misericordia de su alteza que me perdone.

Назад Дальше