Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 26 стр.


—¿Es un figón lo que hay allí arriba?

—Una taberna. Hay un billar e incluso algunas princesas. Es un lugar muy chic.

Raskolnikof atravesó la plaza. En uno de sus ángulos se apiñaba una multitud de mujiks. Se introdujo en lo más denso del grupo y empezó a mirar atentamente las caras de unos y otros. Pero los campesinos no le prestaban la menor atención. Todos hablaban a gritos, divididos en pequeños grupos.

Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al bulevar V. Pronto dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un recodo, conduce a la calle de Sadovaia. Había recorrido muchas veces aquella callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se ponía más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó ante un gran edificio donde todo eran figones y establecimientos de bebidas. De ellos salían continuamente mujeres destocadas y vestidas con negligencia (como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y allá, en la acera, y especialmente al borde de las escaleras que conducían a los tugurios de mala fama del subsuelo.

En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se tocaba la guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse. Ante la entrada había un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban sentadas en los escalones, otras en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un soldado, bebido, con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse. Dos individuos desarrapados cambiaban insultos. Y, en fin, se veía un borracho tendido cuan largo era en medio de la calle.

Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con voces desgarradas. Vestían ropas de Indiana, llevaban la cabeza descubierta y calzado de cabritilla. Unas pasaban de los cuarenta; otras apenas habían cumplido los diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.

El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a Raskolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba furiosamente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones. Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador.

Mi hombre, amor mío,

no me pegues sin razón,

cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de captar hasta la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión de vida o muerte.

«¿Y si entrase? —pensó—. Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase también?»

—¿No entra usted, caballero? —le preguntó una de las mujeres.

Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia.

Raskolnikof levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba:

—¡Qué bonita eres!

Ella sonrió. El cumplido la había emocionado.

—Usted también es un guapo mozo —dijo.

—Demasiado delgado —dijo otra de aquellas mujeres, con voz cavernosa—. Seguro que acaba de salir del hospital.

—Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz chata —dijo de súbito un alegre mujikque pasaba por allí con la blusa desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa—. ¡Esto alegra el corazón!

—En vez de hablar tanto, entra.

—Te obedezco, amor mío.

Dicho esto, entró..., y se fue rodando escaleras abajo.

Raskolnikof continuó su camino.

—¡Oiga, señor! —le gritó la muchacha apenas vio que echaba a andar.

—¿Qué?

Ella se turbó.

—Me encantaría pasar unas horas con usted, caballero; pero me siento cohibida en su presencia. Deme seis kopeks para beberme un vaso, amable señor.

Raskolnikof buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas de cinco kopeks.

—¡Oh! ¡Qué príncipe tan generoso!

—¿Cómo te llamas?

—Llámame Duklida.

—¡Es vergonzoso! —exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza con un gesto de desesperación—. No comprendo cómo se puede mendigar de este modo. Sólo de pensarlo, me muero de vergüenza.

Raskolnikof miró con curiosidad a la mujer que había hablado así. Representaba unos treinta años. Estaba picada de viruelas y salpicada de equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado. Había expresado su desaprobación en un tono de grave serenidad.

«¿Dónde he leído yo —pensaba Raskolnikof al alejarse que un condenado a muerte decía, una hora antes de la ejecución de la sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es vivir... —y añadió al cabo de un momento—: El hombre es cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía.»

Desembocó en otra calle.

«¡Mira, el Palacio de Cristal! Rasumikhine me hablaba de él no hace mucho. Pero ¿qué es lo que yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer... Zosimof ha dicho que leyó en la prensa...»

—¿Me dará los periódicos? —preguntó entrando en un salón de té espacioso, bastante limpio y que estaba casi vacío.

Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano, un grupo de cuatro personas que bebían champán. Raskolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él.

«¡Bah, qué importa!», pensó.

—¿Quiere usted vodka? —preguntó el camarero.

—Tráeme té y los periódicos, los atrasados, los de estos últimos cinco días. Te daré propina.

—Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere vodka también?

El camarero le trajo el té y los demás periódicos. Raskolnikof se sentó y empezó a leer los títulos... Izler... Izler... Los Aztecas... Izler... Bartola... Massimo... Los Aztecas... Izler. Ojeó los sucesos: un hombre que se había caído por una escalera, un comerciante ebrio que había muerto abrasado, un incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de Petersburgo, otro en este mismo barrio... Izler... Izler... Massimo...

«¡Aquí está!»

Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y buscó nuevas noticias sobre el hecho en los números siguientes. Sus manos temblaban de impaciencia al pasar las páginas...

De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof, Zamiotof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillantados y partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor, pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro.

—Pero ¿usted aquí? —dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría adoptado para dirigirse a un viejo camarada—. Pero si Rasumikhine me dijo ayer que estaba usted todavía delirando. ¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en su casa?

Raskolnikof había presentido que el secretario de la comisaría se acercaría a él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En sus labios se percibía una sonrisa irónica que dejaba traslucir cierta irritación.

—Ya sé que vino usted —respondió—; ya me lo han dicho... Usted me buscó la bota... ¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine? Dice que estuvieron ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna, aquella a la que usted intentaba defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al «teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no hacía falta ser un lince para comprenderlo. La cosa no podía estar más clara.

—¡Qué charlatán!

—¿Se refiere al «teniente Pólvora»?

—No, a su amigo Rasumikhine.

—¡Vaya, vaya, señor Zamiotof! ¡Para usted es la vida! Usted tiene entrada libre y gratuita en lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora mismo?

—¿Invitado...? Hemos bebido champán. Pero ¿a santo de qué tenían que invitarme?

—Para corresponder a algún favor. Ustedes sacan provecho de todo.

Raskolnikof se echó a reír.

—No se enfade, no se enfade —añadió, dándole una palmada en la espalda—. Se lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de la vieja.

—¿Cómo sabe usted que dijo eso?

—Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto...

—¡Qué raro está usted...! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No debió salir de casa.

—¿De modo que le parece que estoy raro?

—Sí. ¿Qué estaba leyendo?

—Los periódicos.

—Sólo hablan de incendios.

—Yo no leía los incendios.

Miró a Zamiotof con una expresión extraña. Una sonrisa irónica volvió a torcer sus labios.

—No —repitió—, yo no leía las noticias de los incendios —y añadió, guiñándole un ojo—: Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo.

—Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no puede uno preguntar...? Pero ¿qué le sucede?

—Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído mucho.

—He seguido seis cursos en el Instituto —repuso Zamiotof, un tanto orgulloso.

—¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas..., en fin, que es usted un hombre rico... ¡Y qué linda presencia!

Raskolnikof soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual retrocedió, no porque se sintiera ofendido, sino a causa de la sorpresa.

—¡Qué extraño está usted! —dijo, muy serio, Zamiotof—. Yo creo que aún desvaría.

—¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito... Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se pregunta usted por qué, ¿no?

—Sí.

—Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos... Mire, mire cuántos números he pedido... Esto es sospechoso, ¿verdad?

—Pero ¿qué dice usted?

—Usted cree que ha atrapado al pájaro en el nido.

—¿Qué pájaro?

—Después se lo diré. Ahora le voy a participar..., mejor dicho, a confesar..., no, tampoco..., ahora voy a prestar declaración y usted tomará nota. ¡Ésta es la expresión! Pues bien, declaro que he estado buscando y rebuscando... —hizo un guiño, seguido de una pausa— que he venido aquí a leer los detalles relacionados con la muerte de la vieja usurera.

Las últimas palabras las dijo en un susurro y acercando tanto su cara a la de Zamiotof, que casi llegó a tocarla.

El secretario se quedó mirándole fijamente, sin moverse y sin retirar la cabeza. Más tarde, al recordar este momento, Zamiotof se preguntaba, extrañado, cómo podían haber estado mirándose así, sin decirse nada, durante un minuto.

—¿Qué me importa a mí lo que usted estuviera leyendo? —exclamó de pronto, desconcertado y molesto por aquella extraña actitud—. ¿Por qué cree usted que me ha de importar? ¿Qué tiene de particular que usted estuviera leyendo ese suceso?

Pero Raskolnikof, en voz baja como antes y sin hacer caso de las exclamaciones de Zamiotof, siguió diciendo:

—Me refiero a esa vieja de la que hablaban ustedes en la comisaría, ¿se acuerda?, cuando me desmayé... ¿Comprende usted ya?

—Pero ¿qué he de comprender? ¿Qué quiere usted decir? —preguntó Zamiotof, inquieto.

El semblante grave e inmóvil de Raskolnikof cambió de expresión repentinamente, y el ex estudiante se echó a reír con la misma risa nerviosa e incontenible que le había acometido momentos antes. De súbito le pareció que volvía a vivir intensamente las escenas turbadoras del crimen... Estaba detrás de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosamente; al otro lado de la puerta, dos hombres la sacudían, tratando de forzarla y lanzando juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de insultarlos, de hacerles hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con risa estrepitosa a grandes carcajadas...

—O está usted loco, o... —dijo Zamiotof.

Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.

—¿O qué...? Acabe, dígalo.

—No —replicó Zamiotof—. ¡Es tan absurdo...!

Los dos guardaron silencio. Raskolnikof, tras su repentino arrebato de hilaridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un largo silencio.

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