Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 37 стр.


—Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? —se apresuró a decir Rasumikhine—. Te he interrumpido cuando estabas hablando de él.

Raskolnikof se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un sueño.

—¿Cómo...? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa... A propósito, mamá: cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente. Todo el dinero que me enviaste lo di a la viuda para el entierro. Está enferma del pecho... Una verdadera desgracia... Tres huérfanos de corta edad... Hambrientos... No hay nada en la casa... Ha dejado otra hija... Yo creo que también tú les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro... Reconozco que yo no tenía ningún derecho a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios que has tenido que hacer para enviarme ese dinero. Está bien que se socorra a la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, Crevez chiens, si vous n'êtes pas contents.

Lanzó una carcajada.

—¿Verdad, Dunia?

—No —repuso enérgicamente la joven.

—¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones —murmuró con sonrisa burlona y acento casi rencoroso—. Debí comprenderlo... Desde luego, eso es hermoso y tiene más valor... Si llegas a un punto que no te atreves a franquear, serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada todavía. Pero todo esto es pura palabrería —añadió, lamentando no haber sabido contenerse—. Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá —terminó con voz entrecortada y tono tajante.

—No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho —repuso la madre alegremente.

—No estés tan segura —repuso él, esbozando una sonrisa.

Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón concedido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.

«Se diría que me temen», pensó Raskolnikof mirando furtivamente a su madre y a su hermana.

Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más atemorizada a medida que se prolongaba el silencio.

«¡Tanto como creía amarlas desde lejos!», pensó Raskolnikof repentinamente.

—¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? —preguntó de pronto Pulqueria Alejandrovna.

—¿Qué Marfa Petrovna?

—¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te he hablado de ella en mis cartas!

¡Ah, sí! Ahora me acuerdo —dijo como si despertara de un sueño—. ¿De modo que ha muerto? ¿Cómo?

Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió vivamente:

—Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable. Dicen que le dio una tremenda paliza.

—¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? —preguntó Raskolnikof dirigiéndose a su hermana.

—No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete años. Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.

—O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido comportarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka, que tú piensas así y lo disculpas.

—¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme nada más horrible —repuso la joven con un ligero estremecimiento.

Luego frunció las cejas y quedó absorta.

—La escena tuvo lugar por la mañana —prosiguió precipitadamente Pulqueria Alejandrovna—. Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a fin de trasladarse a la ciudad después de comer, como hacía siempre en estos casos. Dicen que comió con excelente apetito.

—¿A pesar de los golpes?

—Ya se iba acostumbrando... Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se podría marchar en seguida... Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca hay un manantial de agua fría y ella se bañaba en él todos los días con regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.

—No es nada extraño —observó Zosimof.

—¿Y dices que la paliza había sido brutal?

—Eso no influyó —dijo Dunia.

Raskolnikof exclamó, súbitamente irritado:

—No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.

—Es que no sabía de qué hablar, hijo mío —se le escapó decir a Pulqueria Alejandrovna.

—¿Es posible que todos me temáis? —dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa.

—Sí, te tememos —respondió Dunia con expresión severa y mirándole fijamente a los ojos—. Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.

El semblante de Raskolnikof se alteró profundamente: parecía reflejar una agitación convulsiva.

Pulqueria Alejandrovna intervino, visiblemente aturdida:

—Pero ¿qué dices, Dunia? No te enfades, Rodia, te lo suplico... Bien es verdad que, desde que partimos, no cesé de pensar en la dicha de volver a verte y charlar contigo... Tan feliz me sentía con este pensamiento, que el largo viaje me pareció corto... Pero ¿qué digo? Ahora me siento verdaderamente feliz... Te equivocas, Dunia... Y mi alegría se debe a que te vuelvo a ver, Rodia.

—Basta, mamá —dijo él, molesto por tanta locuacidad, estrechando las manos de su madre, pero sin mirarla—. Ya habrá tiempo de charlar y comunicarnos nuestra alegría.

Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadido por un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la puerta sin mirar a nadie.

—Pero ¿qué te pasa? —le dijo Rasumikhine cogiéndole del brazo.

Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. Todos le contemplaban con un gesto de estupor.

—Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúnebres? —exclamó de súbito—. ¡Decid algo! ¿Vamos a estar mucho tiempo así? ¡Ea, hablad! ¡Charlemos todos! No nos hemos reunido para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!

—¡Bendito sea Dios! ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! —dijo Pulqueria Alejandrovna santiguándose.

—¿Qué te ha pasado, Rodia? —preguntó Avdotia Romanovna con un gesto de desconfianza.

—Nada —respondió el joven—: que me he acordado de una tontería.

Y se echó a reír.

—Si es una tontería, lo celebro —dijo Zosimof levantándose—. Pues hasta a mí me ha parecido... Bueno, me tengo que marchar. Vendré más tarde... Supongo que le encontraré aquí.

Saludó y se fue.

—Es un hombre excelente —dijo Pulqueria Alejandrovna.

—Sí, un hombre excelente, instruido, perfecto —exclamó Raskolnikof precipitadamente y animándose de súbito—. No recuerdo dónde lo vi antes de mi enfermedad, pero sin duda lo vi en alguna parte... Y ahí tenéis otro hombre excelente —añadió señalando a Rasumikhine—. ¿Te ha sido simpático, Dunia? —preguntó de pronto. Y se echó a reír sin razón alguna.

—Mucho —respondió Dunia.

—¡No seas imbécil! —exclamó Rasumikhine poniéndose colorado y levantándose.

Pulqueria Alejandrovna sonrió y Raskolnikof soltó la carcajada.

—Pero ¿adónde vas?

—Tengo que hacer.

—Tú no tienes nada que hacer. De modo que te has de quedar. Tú te quieres marchar porque se ha ido Zosimof. Quédate... ¿Qué hora es, a todo esto? ¡Qué preciosidad de reloj, Dunia! ¿Queréis decirme por qué seguís tan callados? El único que habla aquí soy yo.

—Es un regalo de Marfa Petrovna —dijo Dunia.

—Un regalo de alto precio —añadió Pulqueria Alejandrovna.

—Pero es demasiado grande. Parece un reloj de hombre.

—Me gusta así.

«No es un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine, alborozado.

—Yo creía que era un regalo de Lujine —dijo Raskolnikof.

—No, Lujine todavía no le ha regalado nada.

—¡Ah!, ¿no...? ¿Te acuerdas, mamá, de que estuve enamorado y quería casarme? —preguntó de pronto, mirando a su madre, que se quedó asombrada ante el giro imprevisto que Rodia había dado a la conversación, y también ante el tono que había empleado.

—Sí, me acuerdo perfectamente.

Y cambió una mirada con Dunia y otra con Rasumikhine.

—¡Bah! Hablando sinceramente, ya lo he olvidado todo. Era una muchacha enfermiza —añadió, pensativo y bajando la cabeza— y, además, muy pobre. También era muy piadosa: soñaba con la vida conventual. Un día, incluso se echó a llorar al hablarme de esto... Sí, sí; lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente... Era fea... En realidad, no sé qué atractivo veía en ella... Yo creo que si hubiese sido jorobada o coja, la habría querido todavía más.

Quedó pensativo, sonriendo, y terminó:

—Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera...

—No, no fue simplemente una locura pasajera —dijo Dunetchka, convencida.

Raskolnikof miró a su hermana atentamente, como si no hubiese comprendido sus palabras. Acaso ni siquiera las había oído. Luego se levantó, todavía absorto, fue a abrazar a su madre y volvió a su sitio.

—¿La amas aún? —preguntó Pulqueria Alejandrovna, enternecida.

—¿A ella? ¿Ahora...? Sí... Pero... No, no. Me parece que todo eso pasó en otro mundo... ¡Hace ya tanto tiempo que ocurrió...! Por otra parte, la misma impresión me produce todo cuanto me rodea.

Y los miró a todos atentamente.

—Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de mil verstas... Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas...? ¿Y por qué me interrogáis? —exclamó, irritado.

Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus pensamientos.

—¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba —dijo de súbito Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio—. Estoy segura de que este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.

—¿Esta habitación? —dijo Raskolnikof, distraído—. Sí, ha contribuido mucho. He reflexionado en ello... Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener, mamá! —añadió con una singular sonrisa.

Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana a las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono familiar, íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no pronunciar una sola palabra, estaban a punto de serle por completo insoportables.

Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo de salir de la violenta situación en que se encontraba.

—Tengo algo que decirte, Dunia —manifestó secamente y con grave semblante—. Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero un deber recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay suficiente. De modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana mía.

—¡Pero Rodia! ¿Otra vez. Las ideas de anoche? —exclamó Pulqueria Alejandrovna—. ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo dijiste ayer.

—Óyeme, Rodia —repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco como el de su hermano—, la discrepancia que nos separa procede de un error tuyo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La causa de todo es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu equivocación. Yo me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil. Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación.

«Miente —se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque de rabia—. ¡La muy orgullosa...! No quiere confesar su propósito de ser mi bienhechora. ¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los detesto a todos!»

—En una palabra —continuó Dunia—, me caso con Piotr Petrovitch porque de dos males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué sonríes?

Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.

—¿Dices que lo cumplirás todo? —preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa.

—Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que me ha revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá apreciarme a mí igualmente... ¿Por qué vuelves a reírte?

—¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí... Tú no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.

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