Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 38 стр.


—¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! —exclamó Dunetchka, perdiendo por completo la calma—. No me casaría con él si no estuviera convencida de que me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación. Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices... Por otra parte, si tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la pérdida de alguien, no será sino de mí misma... Todavía no he matado a nadie... ¿Por qué me miras de ese modo...? ¡Estás pálido...! ¿Qué te pasa, Rodia...? ¡Rodia, querido Rodia!

—¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa —exclamó Pulqueria Alejandrovna.

—No, no..., no ha sido nada... Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he desmayado... No piensas más que en eso... ¿Qué es lo que yo quería decir...? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho...? ¿O acaso he entendido mal?

—Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch —dijo Dunetchka.

Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa. Raskolnikof se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:

—No sé por qué me ha de preocupar este asunto... Cásate con quien quieras.

Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamente. Pulqueria Alejandrovna estaba profundamente inquieta y todos esperaban algo parecido a una explosión.

—No comprendo absolutamente nada —dijo Rodia, pensativo, devolviendo la carta a su madre y sin dirigirse a nadie en particular—. Sabe pleitear, como es propio de un abogado, y cuando habla te hace bastante bien. Pero escribiendo es un iletrado, un ignorante.

Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el comentario que se esperaba.

—Todos los hombres de su profesión escriben así —dijo Rasumikhine con voz alterada por la emoción.

—¿Es que has leído la carta?

—Sí.

—Tenemos buenos informes de él, Rodia —dijo Pulqueria Alejandrovna, inquieta y confusa—. Nos los han dado personas respetables.

—Es el lenguaje de los leguleyos —dijo Rasumikhine—. Todos los documentos judiciales están escritos en ese estilo.

—Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de negocios. No es un estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado literario... En una palabra, es un estilo propio de los negocios.

—Piotr Petrovitch no oculta su falta de estudios —dijo Avdotia Romanovna, herida por el tono en que hablaba su hermano—. Es más: se enorgullece de deberlo todo a sí mismo.

—Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al parecer, te ha molestado que esa carta me haya inspirado solamente una observación poco seria, y crees que persisto en esta actitud sólo para mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase con que Piotr Petrovitch advierte a nuestra madre que la responsabilidad será exclusivamente suya si desatiende su ruego. Estas palabras, en extremo significativas, contienen una amenaza. Lujine ha decidido marcharse si estoy yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a abandonaros a las dos después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a esto? Estas palabras de Lujine ¿te ofenden como si vinieran de Rasumikhine, Zosimof o, en fin, de cualquiera de nosotros?

—No —repuso Dunetchka vivamente—, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Tu observación es muy aguda, Rodia. Te confieso que ni siquiera la esperaba.

—Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya sabido decirlo de otro modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado a desengañarte. Hay en esa carta otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de las más viles. Yo entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras. Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia... La verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.

Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la noche.

—¿Qué piensas hacer, Rodia? —preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.

—¿A qué te refieres?

—Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se marchará si... si lo encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás o no?

—Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no ofendida. Yo —terminó secamente— haré lo que vosotras me digáis.

—Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer —respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.

—Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la entrevista de esta noche —dijo Dunia—. ¿Vendrás?

—Iré.

—También a usted le ruego que venga —añadió Dunetchka dirigiéndose a Rasumikhine—. ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.

—Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.

IV

En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció enseguida. Era Sonia Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior -por primera vez-, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.

—¡Ah! ¿Es usted? —exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto también él se sintió turbado.

Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución.

—Estaba muy lejos de esperarla —le dijo vivamente, deteniéndola con una mirada—. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Catalina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.

Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había en la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikof había empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla de Rasumikhine.

—Y tú siéntate ahí —dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.

Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres. Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamiento le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y, sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikof, balbuceando:

—Sólo... sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí. Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los funerales que se celebrarán en San Mitrofan... y que después venga a casa, a su casa, para la comida... Le suplica que le conceda este honor.

Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.

—Haré todo lo posible por... No, no faltaré —repuso Raskolnikof, levantándose y tartamudeando también—. Tenga la bondad de sentarse —dijo de pronto—. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos.

Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los ojos. El pálido rostro de Raskolnikof se había teñido de púrpura. Sus facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.

—Mamá —;lijo con voz firme y vibrante—, es Sonia Simonovna Marmeladova, la hija de ese infortunado señor Marmeladof que ayer fue atropellado por un coche... Ya os he contado...

Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con un gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.

Al oír que Raskolnikof la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan sólo que su turbación aumentase.

—Quería preguntarle —dijo Rodia precipitadamente— cómo han ido hoy las cosas en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?

—No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con sus protestas.

—¿Sus protestas?

—Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido que había que hacerlo.

—¿O sea que hoy se lo llevarán?

—Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.

—¡Hasta comida de funerales...!

—Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre.

Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente los ojos.

Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos.

—No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación —dijo Raskolnikof, deseoso de que la conversación no se interrumpiera.

—El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sencilla... O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no se la debe contrariar... Es un consuelo para ella... Ya sabe usted cómo es...

—Comprendo, comprendo... También mi habitación es muy pobre. Mi madre dice que parece una tumba.

—¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! —murmuró Sonetchka bajando de nuevo los ojos.

Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado, le había llamado la atención la pobreza del aposento de Raskolnikof. Lo que acababa de decir se le había escapado involuntariamente.

Hubo un silencio. La mirada de Dunetchka se aclaró y Pulqueria Alejandrovna se volvió hacia Sonia con expresión afable.

—Como es natural, Rodia —dijo la madre, poniéndose en pie—, comeremos juntos... Vámonos, Dunetchka. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras... lo antes posible. Sin duda te hemos fatigado.

—Iré, iré —se apresuró a contestar Raskolnikof, levantándose—. Además, tengo cosas que hacer.

—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó Rasumikhine, mirando fijamente a Raskolnikof—. Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Dime: ¿qué piensas hacer?

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