—Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados —exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.
Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero enseguida se sobrepuso.
—Tú todo lo tomas a broma —dijo con una irritación que no tuvo que fingir—. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de llegar —manifestó dirigiéndose a Porfirio—, y si se enterase —continuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.
—¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo que dices, sino todo lo contrario —protestó, desolado, Rasumikhine.
«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? —pensó Raskolnikof, temblando de inquietud—. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las mujeres"?»
—¿De modo que su madre ha venido a verle? —preguntó Porfirio Petrovitch.
—Sí.
—¿Y cuándo ha llegado?
—Ayer por la tarde.
Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.
—Sus objetos no pueden haberse perdido —manifestó al fin, tranquilo y fríamente—. Hace tiempo que esperaba su visita.
Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero. Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo notado.
—¿Dices que lo esperabas? —preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch—. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?
Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:
—Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos.
—¡Qué memoria tiene usted! —exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.
Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de añadir:
—He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquiera uno..., y... y...
«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?»
—Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted —dijo Porfirio Petrovitch con un tonillo de burla casi imperceptible.
—No me sentía bien.
—Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso ahora está usted un poco pálido.
—Pues me encuentro admirablemente —replicó al punto Raskolnikof, en tono tajante y furioso.
Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.
«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?»
—Dice que no se sentía bien —exclamó Rasumikhine—, y esto es poco menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado... Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie... Pues bien, ayer aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, para vestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!
—¿En pleno delirio? ¡Qué locura! —exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la cabeza.
—¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra...! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos —dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera.
Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.
—¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? —exclamó Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez—: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.
—Me fastidiaron insoportablemente —dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora—. Huí para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio?
De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y sus miradas equívocas.
—Me pareció —dijo al fin Zamiotof secamente— que hablaba usted como un hombre razonable; es más, como un hombre... prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.
—Y hoy —intervino Porfirio Petrovitch— Nikodim Fomitch me ha contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.
—¡Ahí tenemos otra prueba! —exclamó al punto Rasumikhine—. ¿No es cierto que te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías...
—A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he encontrado...
Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:
—Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?
—¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle... Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.
—Danos un poco de té —dijo Rasumikhine—. Tengo la garganta seca.
—Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No quieres nada sólido antes?
—¡Hala! No te entretengas.
Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.
La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.
«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»
Y al pensar esto, temblaba de cólera.
«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»
Respiraba penosamente.
«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta... Las cosas que dicen son perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras ellas algo que... Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención... ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono... Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A santo de qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones mías...? ¿Lo saben todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me equivocaré...? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada... ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir esto... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfirio está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré venido...? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los nervios de punta... Pero tal vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo... Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme... ¿Por qué habré venido?»
Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.
Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.
—Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu casa —dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta entonces—. Aún estoy algo trastornado.
—¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victoria?
—Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.
—Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el crimen...? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.
—Yo no veo nada de extraordinario en ello —repuso Raskolnikof distraídamente—. Es una simple cuestión de sociología.
—La cuestión no se planteó en ese aspecto —observó Porfirio.
—Cierto: no se planteó exactamente así —reconoció Rasumikhine acalorándose, como era su costumbre—. Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita... Los primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamente ninguna.
—¡Gran error! —exclamó Porfirio Petrovitch, que se iba animando poco a poco y se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.
—No, no admiten otra causa —prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación—. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia. No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas...!
—Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo —dijo Porfirio Petrovitch entre risas—. Figúrese usted —añadió dirigiéndose a Raskolnikof— esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo que sería aquello...? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.
—Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años que deshonra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?