Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 40 стр.


—Has tenido una gran idea, querido, una gran idea —dijo varias veces—. Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.

«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.

—No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa casa por última vez.

«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.

-¿Cuándo estuve por última vez? -preguntó, deteniéndose como para recordar mejor-. Me parece que fue tres días antes del crimen... Te advierto que no quiero recoger los objetos enseguida -se apresuró a aclarar, como si este punto le preocupara especialmente-, pues no me queda más que un rublo después del maldito «desvarío» de ayer.

Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».

—¡Comprendido, comprendido! —exclamó con vehemencia Rasumikhine y sin que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto entusiasmo—. Esto explica que te mostraras entonces tan... impresionado... E incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas... Todo aclarado; ya se ha aclarado todo...

«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que sería capaz de dejarse matar por mí se siente feliz al poder explicarse por qué hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sus suposiciones.»

—¿Crees que encontraremos a Porfirio? —preguntó Raskolnikof en voz alta.

—¡Claro que lo encontraremos! —repuso vivamente Rasumikhine—. Ya verás qué tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico. Le gusta engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas materiales... Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene grandes deseos de conocerte.

—¿Grandes deseos? ¿Por qué?

—Bueno, tal vez he exagerado... Oye; últimamente, es decir, desde que te pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco... Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles... Ayer, Zamiotof... Oye, Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.

—¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco? Pues bien, tal vez no se equivoquen.

Y se echó a reír forzadamente.

—Si, si... ¡digo, no...! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho.

—Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas cosas! —exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.

—Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo. Incluso me da vergüenza hablar de ello.

—Si te da vergüenza, cállate.

Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se dio cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.

«Otro que me compadece —pensó, con el corazón agitado y palideciendo—. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Lo más natural sería no decir nada, absolutamente nada... No, no; esto también podría parecer poco natural... En fin, dejémonos llevar de los acontecimientos... En seguida veremos lo que sucede... ¿He hecho bien en venir o no? La mariposa se arroja a la llama ella misma... El corazón me late con violencia... Mala cosa.»

—Es esa casa gris —;lijo Rasumikhine.

«Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer en casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»

—¿Sabes lo que te digo? —preguntó de pronto a Rasumikhine con una sonrisa maligna—. Que he observado que toda la mañana te domina una gran agitación. De veras.

—¿Agitación? Nada de eso —repuso, mortificado, Rasumikhine.

—No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.

—Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?

—A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.

—¡Imbécil!

—Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!

—Oye, oye... Hablemos en serio... Quiero saber... —balbuceó Rasumikhine, aterrado—. ¿Qué piensas contarles? Oye, querido... ¡Eres un majadero!

—Estás hecho una rosa de primavera... ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A ver: baja un poco la cabeza.

—¡Imbécil!

Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.

—¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! —dijo Rasumikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.

V

Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.

El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.

—¡Demonio de hombre! —gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.

—No hay que romper los muebles, señores míos —exclamó Porfirio Petrovitch alegremente—. Esto es un perjuicio para el Estado.

Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.

En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:

«Otra cosa en que hay que pensar.»

Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:

—Le ruego que me perdone...

—Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan agradable... —repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con un movimiento de cabeza—. Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los Buenos días.

—Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.

—¡Imbécil! —exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.

—Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva —comentó Porfirio echándose a reír.

—Oye, juez de instrucción... —empezó a decir Rasumikhine—. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!

Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen humor.

—¡Basta de tonterías! —dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch—. Sois todos unos imbéciles... Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo... ¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?

«¿Qué significa todo esto?, se dijo, inquieto, Raskolnikof.

Zamiotof se sentía un poco violento.

—Nos conocimos anoche en tu casa —respondió.

—No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?

Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.

Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas palabras. Luego, satisfecho de sí mismo, halló la serenidad necesaria para observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se había sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de instrucción sin el menor disimulo.

«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.

—Tendrá que prestar usted declaración ante la policía —repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial—. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.

—Pero lo que ocurre —dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo— es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...

—Eso no importa —le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente esta declaración de tipo económico—. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega...

—¿Puedo escribirle en papel corriente? —le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.

—Sí, el papel no importa.

Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona. Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof. Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.

«Este hombre sabe algo, pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un tanto desconcertado:

—Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...

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