La música empezó a oírse de nuevo. Se oía el ruido de los que danzaban y el sonar de las espuelas. Probablemente había oficiales en el salón.
No había oído jamás sollozos tan desesperados. Sacó las manos de los bolsillos y le dijo dulcemente:
—¡Luba!
Ella seguía llorando.
—¡Luba! ¿Por qué lloras?
Ella respondió algo, pero tan bajo que no lo entendió. Se sentó a su lado en el lecho, inclinó hacia ella su cabeza de cabellos rapados y le puso su mano sobre los hombros. Los sollozos seguían estremeciendo el cuerpo de Luba y el hombre era presa de un temblor nervioso.
—No te oigo, Luba. Más alto.
Ella habló de nuevo con una voz anegada en lágrimas, sorda, como muy lejana:
—No te vayas aún... Están allí los oficiales... Pueden detenerte... ¡Dios mío, Dios mío!
En el mismo instante, sobresaltada, se sentó, juntando dolorosamente las manos, mirando ante sí con sus grandes ojos desmesuradamente abiertos. Era una mirada terrible. No duró más que un segundo. Después se volvió a echar sobre la cama y se puso a llorar de nuevo. Allá en el salón seguía oyéndose el ruido de las espuelas y las notas agudas del piano que, agitado o espantado, golpeaba furiosamente el músico.
—¡Toma un poco de agua, Luba mía! Te lo ruego... eso te hará bien... —balbuceó inclinado sobre ella.
La oreja de la mujer estaba cubierta por los cabellos y temió que no le pudiera oír; dulcemente separó de la oreja los cabellos negros con huellas de los papillotsponiéndolos a un lado.
—Un poco de agua, te lo ruego...
—No, no quiero... No vale la pena... Ya pasará...
En efecto, se tranquilizó un poco. Tras un último sollozo profundo y sordo su cuerpo quedó inmóvil. Él la acarició dulcemente desde el cuello hasta la puntilla de la camisa.
—Estás mejor, ¿no es verdad, Luba, niña mía?...
Ella no respondió, lanzó un largo suspiro y, volviéndose hacia él, le envolvió en una mirada rápida. Después se sentó a su lado, le miró otra vez y con sus largos cabellos le enjugó el rostro y los ojos. Dando un nuevo suspiro, en un movimiento simple y dulce puso la cabeza sobre su hombro; él, con un movimiento simple también, la besó y la estrechó contra su pecho. No le parecía una cosa extraña que sus dedos tocaran el hombro desnudo de la mujer amada.
Permanecieron largo tiempo de este modo, guardando silencio y mirándose de frente.
De pronto se oyeron voces y pasos en el corredor. Las espuelas resonaban suavemente sobre el suelo. Todos estos ruidos se detuvieron ante la puerta de la habitación donde se hallaban él y Luba. Él se levantó rápidamente. Alguien llamaba ya a la puerta: primero con los dedos, después con el puño. Una voz femenina dijo sordamente:
—¡Luba, abre la puerta!
IV
Él miró y escuchó.
—Dame tu pañuelo —le dijo ella deteniéndole la mano sin mirarle.
Se enjugó el rostro, se sonó ruidosamente, le tiró el pañuelo sobre las rodillas y se dirigió hacia la puerta.
Él seguía mirando y escuchando. Luba apagó la luz yla habitación quedó sumida en las tinieblas.
—Y bien, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué queréis? —preguntó Luba sin abrir la puerta, con una voz un poco airada pero serena.
La respondieron a la vez varias voces femeninas; pero se callaron de pronto como cortadas y se oyó una voz de hombre respetuosa pero insistente.
—¡No, no iré! —declaró Luba decididamente.
De nuevo resonaron las voces femeninas y de nuevo, cortándolas como las tijeras cortan un hilo de seda, se hizo oír una voz de hombre, una voz de joven, convincente, detrás de la cual se adivinaban unos fuertes dientes blancos y unos bigotes. Se oía también el ruido de las espuelas como si el hombre hiciera una reverencia. Luba rió con una risa que parecía extraña en aquel cuadro.
—¡No, no! ¡No iré! ¡Ah, sí! Muy bien... ¡Cómo!, ¿que yo soy su amor? Y, sin embargo, no iré...
Llamaron de nuevo a la puerta, alguien rió, alguien gruñó y luego se alejó todo y todos los sonidos se extinguieron al extremo del corredor. Luba volvió donde él estaba, y no viéndole en las tinieblas, pero habiendo encontrado sus rodillas a tientas, se sentó a su lado. Esta vez no le puso la cabeza sobre el hombro.
—Los oficiales dan un baile —dijo—. Invitan a todo el mundo. Van a bailar el cotillón...
—Luba, haz el favor de encender la luz —suplicó él dulcemente—. Y no te enfades.
Sin decir nada ella se levantó y volvió la llave de la luz eléctrica. La habitación se iluminó. Luba se sentó, no ya sobre el lecho, sino en la silla frente al lecho. Su rostro era severo, triste, pero había en él una expresión de reserva cortés como la de una dueña de casa que espera el fin de una visita demasiado larga y poco agradable.
—¿No está usted enfadada contra mí, Luba?
—No; ¿por qué?
—Me ha sorprendido hace un momento oírla reír tan alegremente.
Sonrió sin mirarlo.
—Todo esto es divertido y me río... Ahora no podrá marcharse usted; espere a que se vayan los oficiales. No tardarán mucho...
—Bien, esperaré. Muchas gracias, Luba.
Ella sonrió de nuevo.
—No hay de qué... ¡Qué fino es usted!
—¿Le gusta a usted eso?
—No mucho. ¿Cuál es su origen de usted?
—Mi padre es doctor... Médico militar. Mi abuelo fue un «mujik». Somos de una familia de viejos sectarios.
Luba le miró con curiosidad.
—¡Toma, toma!... ¿Y por qué no lleva usted cruz al cuello?
—¿Cruz? —dijo él sonriendo—. Nosotros no nos ponemos cruces sobre los hombros como Cristo.
Ella frunció las cejas.
—Tiene usted sueño. ¿Por qué no se acuesta? Será mejor que pasar el tiempo así.
—No, no me acostaré; ya no tengo sueño.
—Como usted quiera.
Hubo un largo silencio molesto. Luba bajó los ojos y se puso a dar vueltas metódicamente a su sortija alrededor del dedo. Él miraba en torno suyo procurando no ver a la muchacha. Su mirada se detuvo sobre una copa llena de coñac hasta la mitad. Y de repente se figuró con una claridad sorprendente, casi palpitante, que todo aquello lo había visto ya, lo había vivido, y aquella copa de coñac, y la muchacha que daba vueltas a la sortija lentamente, y él mismo — no este él, sino otro algo distinto—, y la música, que cesaba precisamente en aquel momento, y aquel chocar de espuelas... Todo, todo... Como si ya otra vez hubiera vivido en esta casa o en otra casa que se le parecía mucho; como si él fuera allí algo grave, un personaje importante alrededor del cual se desarrollaran los acontecimientos. Este sentimiento extraño era tan fuerte que le produjo un ligero escalofrío. Pero este sentimiento desapareció en seguida, casi de repente; quedó como una huella ligera, imborrable, de reminiscencias de algo que no ha existido jamás.
Durante aquella noche agitada se sorprendió algunas veces de que los hombres y las cosas evocaran en él vagas reminiscencias como si llegaran de las lejanas tinieblas del pasado o acaso de la nada. Le parecía que había estado ya otra vez aquí: talmente le era conocido y familiar cuanto le rodeaba. Este sentimiento le era desagradable; le alejaba de sí mismo y de sus camaradas de combate y le aproximaba a aquella casa de lenocinio con toda su porquería y su vida sucia, repugnante.
El silencio le pesaba demasiado.
—¿Por qué no bebe usted? —preguntó.
Ella se estremeció.
—¿Qué?
—Beba un poco. ¿Por qué no bebe usted?
—Sola no quiero.
—Yo, desgraciadamente, no bebo jamás.
—Pues bien, no he de beber sola.
—Yo tomaré una manzana.
—Tómela usted, puesto que las ha comprado.
—Y usted, ¿no quiere una manzana?
Volvió la cabeza sin responderle. Habiendo notado la mirada del hombre sobre sus hombros desnudos, de un rosa opaco, los cubrió con su toquilla gris.
—Hace frío —dijo.
—Sí, un poco —contestó él, a pesar de que en el cuartito hacía calor.
De nuevo se estableció un largo y penoso silencio. Se oían los sones de la música ruidosa que venían de la sala.
—Están bailando —dijo él.
—Sí, están bailando.
—Luba, ¿por qué se ha enfadado usted contra mí de ese modo... y me ha pegado?
—Hacía falta; si no, no le hubiera pegado a usted. Puesto que no lo he matado, no vale la pena que hablemos de ello.
Tuvo una risa maligna, le miró fijamente con sus ojos negros, que parecían ahora muy profundos, y con una pálida sonrisa repitió:
—Hacía falta.
Su cabeza era de un aspecto malvado. El pensó con extrañeza que aquella cabeza hacía algunos minutos había estado reposando sobre su hombro y él la acariciaba con su mano.
—Eso no es una razón —dijo malhumorado.
Dio varios paseos por la habitación, tratando de no acercarse demasiado a Luba. Cuando se sentó de nuevo la expresión de su rostro era severa y aun altiva. Se puso a examinar un puntito negro en el techo, probablemente una mosca de otoño despertada por la luz. Se habría despertado en medio de la noche, no comprendía nada ymoriría en seguida.
Suspiró.
Luba respondió con una risa.
—Me parece que no hay motivo para reír —dijo él fríamente, ydisgustado volvió la cabeza.
—Vale más que no busquemos razones —respondió ella—. Parece usted efectivamente un escritor. ¿No le contraría esto? Los escritores son como usted. Primero le manifiestan compasión a una y después se enfadan porque una no se arrodilla ante ellos como ante un icono. ¡Qué exigentes son! Si fueran dioses no perdonarían nada.
Y rió de nuevo.
—Pero ¿cómo puede usted conocer a los escritores? Usted no lee nada.
—Viene aquí uno.
Reflexionó examinando a Luba con calma. Como hombre que pasó toda su vida rebelándose contra la vida presentía vagamente un espíritu de rebeldía en aquella muchacha. Esto le turbaba. Procuraba comprender por qué había caído precisamente sobre él la cólera de Luba. Ella conocía escritores, conversaba con ellos, tenía a veces actitudes llenas de una tranquila dignidad y encontraba palabras de una maldad inquietante. Esto no era banal y lo reflejaba en sus ojos. Cierto es que le había pegado; pero aquel acto no era el de una prostituta vulgar e histérica: había en él aleo más profundo y grave. Antes se indignó, pero ahora se sentía más bien ultrajado que indignado.
—¿Por qué me ha pegado usted, Luba? Cuando se pega a un hombre por lo menos hay que decirle la razón.
Había en sus palabras una severa insistencia, una obstinación; se leía esta obstinación en sus pómulos salientes, en su frente abombada, en sus ojos,
—No lo sé —respondió ella evitando su mirada.
No quería dar razones. ¡Tanto peor! Él se encogió de hombros, y sin dejar de examinar a Luba se puso a reflexionar de nuevo. Habitualmente su pensamiento era pesado y lento; pero una vez preocupado empezaba a trabajar febrilmente, con una fuerza y una inflexibilidad casi mecánicas; se convertía en algo así como una prensa hidráulica que cayendo lentamente rompe las piedras, dobla las barras de hierro, aplastan a los hombres si están allí, y todo ello con impasibilidad, lenta e inexorablemente. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, indiferente a los sofismas, a las alusiones y a las respuestas a medias, manejaba su pensamiento pesadamente, aun cruelmente, hasta asequir el límite extremo de la lógica, detrás del cual no hay ya más que el vacío y el misterio. No separaba jamás su pensamiento de su persona, todo su cuerpo estaba penetrado de él, y cuando llegaba a una conclusión lógica cualquiera la adoptaba inmediatamente, como todas las gentes de su temperamento para las cuales el pensar no es un juego, una diversión, sino el fondo mismo de su vida.
Ahora, agitado, desconcertado, semejante a una gran locomotora que en medio de la noche negra ha descarrilado, pero continúa moviéndose pesadamente, buscaba el camino, se empeñaba absolutamente en encontrarlo. Pero Luba se callaba y de ningún modo estaba dispuesta a hablar.
—Luba, hablemos tranquilamente.
—No quiero. ¡Todavía!
—Escuche usted, Luba. Me ha pegado usted y yo no puedo estar ya tranquilo.
Ella se echó a reír.
—Bien, ¿y qué? ¿Qué le va usted a hacer? ¿Acaso a presentar una queja a los tribunales?
—No; pero vendré todos los días a su casa hasta que me dé usted razones.
—Todo lo que usted quiera; la dueña se alegrará.
—Vendré mañana, y pasado mañana, y...
De pronto se dijo que ni mañana ni pasado mañana podría venir. Al mismo tiempo le pareció que comprendía por qué Luba le había pegado. Esto le reanimó.
—¡Ahora comprendo! Me ha pegado usted porque la había insultado con mi piedad. Sí, eso fue una estupidez. Se lo aseguro a usted, fue sin querer, pero quizá hay en ello algo de insultante. Puesto que usted es un ser humano como yo...
—¿Como usted? —dijo ella con malignidad, sonriendo.
—Basta, Luba, no se enfade usted. Hagamos las paces. Déme usted la mano.
Luba palideció ligeramente.
—¿Quiere usted que le sacuda otra bofetada?