—¡Pero, vamos a ver, Luba! Le ruego que me dé la mano... como camarada —exclamó él con un tono sincero y grave.
Pero Luba se levantó, y después de retroceder algunos pasos le dijo:
—¿Quiere usted que se lo diga? Una de las dos cosas: o usted es idiota... o no le he pegado a usted bastante.
Y mirándole se echó a reír a carcajadas.
—¡Se diría que es mi escritor! ¡Pero que lo mismo! ¿Cómo queréis que no se os pegue?
Probablemente la palabra escritor era para ella un insulto: le daba una significación especial. Y llena de desprecio, no preocupándose ya del hombre que se encontraba frente a ella, como si se tratara de un idiota o de un borracho, dio algunas vueltas por la habitación con aire independiente.
—A lo que parece te había sacudido una buena bofetada —dijo sonriendo—. Probablemente te está doliendo todavía y no haces más que quejarte.
Él no respondió.
—Mi escritor dice que yo sé sacudir bofetadas muy bien, de gentilhombre, mientras que a ti, que eres «mujik» de origen, se te puede pegar lo que se quiera sin que lo sientas gran cosa. Y has de saber que he abofeteado ya a algunos hombres, pero ninguno me había inspirado tanta piedad como ese pobre escritorzuelo. Cuando le abofeteo grita siempre: «¡Más fuerte, que lo tengo bien merecido!» Y a todo esto, borracho, repugnante... ¡un canalla!
Hizo que miraba con mucha atención su mano derecha.
—¡Anda! Te he zurrado tan fuerte que me he hecho daño. ¡Por aquí un beso!
Le tendió groseramente la mano a la boca y se puso de nuevo a pasear. Su excitación aumentaba. Se creería que por momentos la ahogaba el calor: respiraba con dificultad y llevándose la mano al corazón frecuentemente. Por dos veces había llenado la copa de coñac y la había vaciado.
—Pero me había dicho usted que no quería beber sola —le dijo él severamente.
—Es la falta de voluntad, querido —respondió simplemente—. Además ya hace mucho tiempo que estoy envenenada por el alcohol y si no bebo me ahogo. De esto es de lo que tengo que morir.
Y de pronto, como si lo acabara de ver en aquel momento, se puso a mirarlo con extrañeza.
—¿Toma, si eres tú! ¿No te has ido todavía? Pues bueno, ya que estás aquí...
Se quitó el chal enseñando sus brazos desnudos.
—¿A qué diablos taparme? ¡Hace tanto calor!... Era por consideración a ti, a tu pudor... ¡Imbécil! Oiga: puede usted quitarse los pantalones... Si tiene usted los calzoncillos sucios, le prestaré los míos. ¡Sería tan pintoresco! Póngaselos, se lo suplico. ¿Se los va usted a poner, no, querido, rico mío?
Se ahogaba de risa y le tendía las manos en ademán de súplica. Luego se arrodilló ante él, e intentando apoderarse de sus manos continuó:
—¡Déme ese gusto! ¡Se lo ruego, lobito mío! En agradecimiento le besaré las manos...
Se desembarazó de ella y le dijo con una tristeza infinita:
—¡Basta, Luba! ¿Qué es lo que le he hecho a usted? Me parece que no tiene usted queja de mí y, sin embargo, si la he ultrajado a usted le pido perdón: soy tan torpe... No sé conducirme con las mujeres...
Ella encogió los hombros desnudos con desprecio, se levantó y se sentó. Respiraba fatigosamente.
—Vamos, ¿no quiere usted? ¡Qué coraje! Querría haber visto si le entraban bien.
Él vaciló, y encontrando difícilmente las palabras le dijo:
—Escuche usted, Luba... Si usted insiste... accederé... Podríamos apagar la luz... ¡Apague usted la luz, Luba!
—¿Qué? —dijo ella asombrada, muy abiertos los ojos.
—Quiero decir que usted... usted es una mujer, y yo... Naturalmente, yo no he hecho bien... No crea usted, Luba, que esto es por piedad... nada de eso... Al contrario, yo mismo... Apague la luz, Luba.
Con una sonrisa confusa tendió las manos hacia ella: era una caricia torpe, de hombre que jamás había tenido nada con mujeres. Ella apoyó su mentón sobre sus dedos cruzados; sus ojos se habían hecho enormes y miraban con un horror indescriptible, una tristeza y un desprecio sin límites.
—¿Qué tiene usted, Luba? —dijo él asustado.
Y llena de un horror frío, en voz muy baja, le dijo ella:
—¡Ah canalla! ¡Dios mío, qué canalla!
Rojo de vergüenza, rechazado, ultrajado por la que él mismo había querido ultrajar, dio un golpe en el suelo con el pie y lanzó palabras groseras a los ojos ampliamente abiertos de la mujer.
—¡Cochina prostituta! ¡Puerca! ¡Cállate!
Ella balanceó suavemente la cabeza y repitió:
—¡Dos mío, qué canalla!
—¡Cállate, criatura vendida! ¡Estás borracha! ¡Estás loca! Si crees que necesito tu sucio cuerpo... ¡Oh, no! No es para una criatura como tú para quien yo he guardado celosamente mi virginidad. En cuanto a ti no mereces más que golpes...
Levantó la mano para pegar, pero no pegó.
—¡Dios mío, Dios mío! —seguía repitiendo la mujer.
—¡Y decir que hay personas que tienen piedad de estas mujeres! ¡Habría que exterminar esta porquería y lo mismo a los bribones que están con vosotras... a toda esa banda! ¿Tú osabas creer que yo... yo...?
La cogió con fuerza por las manos y la tiró contra la silla. A ella le acometió de pronto una alegría loca.
—¡Ahora veo que eres bueno, honrado!
—¡Sí, bueno, honrado toda mi vida! Yo soy puro, mientras que tú... ¿quién eres tú, desgraciada?
—Si, tú eres bueno —decía ella ebria de alegría, triunfante.
—¡Naturalmente! No como tú... Pasado mañana sacrificaré mi vida por los demás, mientras que tú... te acostarás con mis verdugos. Llama aquí a tus oficiales. ¡Te los arrojaré a los pies como se arroja el alimento a las fieras hambrientas: tómalos!...
Luba se levantó lentamente. Y cuando la miró, agitado por la cólera, fiero, altivo se encontró con su mirada igualmente fiera y aun más despectiva. Se diría que había piedad en los ojos ole la prostituta, que de repente se alzaba sobre un pedestal muy elevado y desde lo alto, con una severa y fría atención, miraba algo pequeño y miserable que había a sus pies. Ya no reía; estaba serena. Los ojos buscaban inconscientemente las gradas del trono sobre el que se había elevado.
—Y bien, ¿qué? —preguntó él retrocediendo, siempre colérico pero dominado poco a poco por la mirada serena y altiva de la mujer.
Entonces ella, con una voz severa y cortante, tras de la cual se oía a millones de seres aplastados, mares de lágrimas, una rebeldía contra la injusticia secular, preguntó:
—¿Qué derecho tienes tú a ser bueno mientras que yo soy mala?
—¿Qué? —exclamó él horrorizado de pronto ante el abismo que se abría a sus pies.
—Hace mucho tiempo que te esperaba.
—¿Que me esperabas? ¿Tú?
—Sí, esperaba al bueno. Le he esperado cinco años o quizá aun más. Todos los que venían aquí se calificaban ellos mismos de cobardes, de canallas. Y eran verdaderamente canallas. Mi escritor me aseguró primero que era bueno; luego me confesó que era también un canalla. No tengo necesidad de esas gentes.
—¿Qué es lo que necesitas entonces?
—Tú, eres tú lo que necesito, querido. ¡Sí, tú! Tú eres precisamente lo que me tiene cuenta.
Le examinó atentamente de arriba abajo e hizo con la cabeza un signo afirmativo.
—Sí, es justamente esto lo que me hacía falta. ¡Gracias por haber venido!
Él, que jamás temió a nada, fue presa del pánico.
—Pero ¿qué es lo que quieres? —preguntó retrocediendo.
—Me hacía falta abofetear a un bueno, querido; a un verdadero bueno. Los otros, toda esa canalla, no vale la pena de que se la abofetee. Eso es ensuciarse las manos. Pero cuando te he abofeteado a ti he sentido mucho placer. Voy hasta besar la mano que te ha pegado. ¡Manita querida, bien has trabajado hoy!
Con una risa de contento acarició su mano derecha yla besó tres veces seguidas. Él miró a la mujer con un aire salvaje. Sus pensamientos, tan lentos de costumbre, se precipitaban ahora en una danza vertiginosa. Sentía la aproximación de algo terrible como la muerte.
—¿Qué es lo que has dicho?
—He dicho: es vergonzoso ser bueno. ¿No lo sabías?
—No, no lo sabía —balbuceó.
Sitiado por todo un mundo de pensamientos inesperados cayó sobre la silla olvidándose casi de la mujer.
—Bien; puesto que no lo sabías es preciso que lo sepas.
Hablaba tranquilamente; pero su pecho levantado por la respiración agitada rebelaba la profunda turbación de su alma, el grito de rebeldía largo tiempo ahogado y dispuesto a hacerse oír.
—En fin, ¿lo has aprendido ahora?
—¿Qué? —preguntó él como si acabara de despertarse.
—¿Lo sabes ahora? —repitió ella.
—¡Espera un poco!
—Bueno, esperaré. Cinco años hace que espero; puedo esperar aún cinco minutos.
Se sentó, y como si presintiera una gran alegría juntó sus manos sobre la nuca y cerró los ojos con una sonrisa de felicidad.
—Esperaré, querido. ¡Todo lo que quieras, rico mío!
—¿Has dicho que es vergonzoso ser puro?
—Sí, mi lobito, es vergonzoso.
—Entonces...
Se detuvo asustado.
—Sí, querido, eso es. ¿Te da miedo? Eso no es nada. No es más que el principio lo que da miedo...
—¿Y después?
—Te quedarás conmigo ysabrás lo que pasa después.
No comprendió.
—¡Cómo!, ¿quedarme contigo?
Ella a su vez se manifestó sorprendida.
—Pero después de eso ¿adónde podrías ir ya? Ten cuidado, querido, no valen trampas. Tú no eres un canalla como los otros. Si eres puro, honrado, te quedarás aquí y no irás a ninguna parte. No ha sido en vano el estarte esperando.
—¡Pero tú estás loca! —gritó con cólera.
Ella le miró fijamente, con severidad, y le amenazó con el dedo.
—Eso está mal. No se dice eso. Puesto que la verdad viene a ti, salúdala muy humildemente, pero no digas: «¡Tú estás loca!» Mi escritor es el que tiene la costumbre de decir eso; pero ése es un canalla, mientras que tú, tú debes ser honrado.
—¿Y si no me quedo? —dijo él con una pálida sonrisa en sus labios contraídos.
—¡Te quedarás! —afirmó ella con certidumbre—. ¿Adónde vas a ir? No tienes ya a donde ir. Eres honrado. Un canalla tiene ante sí muchos caminos; un hombre honrado no tiene más que uno solo. Lo comprendí cuando me besaste la mano. «Es estúpido, pero es honrado», me dije en aquel momento. No hay que reprocharme el haberte llamado estúpido; la culpa fue tuya. ¿Por qué me has querido hacer el regalo de tu inocencia? Probablemente te dijiste: «Le haré ese regalo y me dejará tranquilo.» ¡Dios mío, qué ingenuo eres! En el primer momento hasta llegué a sentirme insultada; me parecía que hacías eso porque me despreciabas demasiado. Luego he comprendido que lo hacías porque eres demasiado bueno. Tu cálculo era bien sencillo: «Voy a sacrificarle mi pureza —te dijiste—, y con ello aun me haré más puro todavía. De ese modo tendré algo así como una moneda de oro incambiable y eterna. Se la puedo dar a los mendigos. pero vuelve siempre a mi bolsillo.» No, querido, no te valdrá eso.
—¿No?
—No, querido, no soy tan estúpida como todo eso. He visto ya mercaderes así: amontonan millones con todas las injusticias y luego dan diez céntimos para la iglesia y creen que han salvado su alma. No, querido, construye tú mismo la iglesia, de todo lo que es amado por ti. Tu inocencia no es gran cosa; quizá me la ofreces porque no tienes necesidad de ella; está ya caducada, llena de polvo... ¿Tienes novia?
—No.
—Pero si la tuvieras, si te esperara mañana con flores, besos y palabras de amor, ¿me habrías ofrecido tu inocencia?
—No sé.
—¿Lo ves? Tenía yo razón. Me habrías dicho: «Toma mi vida, pero no toques a mi honor.» Das lo más barato. No, rico; dame lo más caro, sin lo que no puedas vivir.
—Pero ¿por qué razón?
—¿Cómo por qué razón? Pues muy sencillamente: para no tener vergüenza.
—Luba —exclamó él extrañado—, pero es que tú misma eres...
—¿Quieres decir que si yo mismo soy buena? ¿Sí? Pues bien, ya lo había oído. Pero eso no es verdad. Yo estoy prostituida, eso es todo. Pronto lo aprenderás cuando te quedes conmigo.
—Pero no me quedaré —gritó él apretando los dientes.
—No vale la pena de gritar, rico. La verdad no teme los gritos. Es como la muerte: cuando viene hay que recibirla tal como es. La verdad es a veces penosa, bien lo sé yo.
Bajó la voz y añadió mirándole fijamente a los ojos:
—Dios también es bueno, ¿no es eso?
—¿Y bien?
—Nada más. Reflexiona, yo no te diré nada más... Hace cinco años que no he estado en la iglesia... Sí, es muy complicada la verdad...